Asisto, una vez más, con renovada desgana, al periplo anual
y no por ello menos rutinario que el espectáculo
navideño predispone a mi alrededor. Como no puede ser de otra manera, y
para estar a la altura, me dispongo a verificar con ahínco los modos y maneras
mediante los que la sempiterna crisis se manifestará en esta ocasión, en tales
momentos. Y la verdad, uno tras otros, los aspectos más importantes al respecto
van siendo desgranados sin que de verdad me sienta satisfecho a
la hora de poder decir, sin que pueda quedar lugar que albergue a la tan temida
duda; de que efectivamente semejante ecuación ha sido definitivamente resuelta.
Así, ni la sobriedad lastimosa del
anuncio de Freixenet, ni el patetismo
estudiado del spot de El Corte Inglés, acuden
en esta ocasión en mi ayuda.
Sin duda, habrá que buscar los atuendos en otros
dispensarios.
Y es entonces cuando, felizmente, el aforismo de Anaxágoras de Clazomene adquiere plena
vigencia: “A menudo, ante la dificultad
de un problema, me siento a pensar, y la solución se cristaliza por sí misma,
mostrándose única y certera ante mis ojos.”
Ahí estaba. Contundente, rutinario, afín, didáctico.
Monárquico y dogmático, como no podía ser de otra manera, El Discurso de Navidad de Su Majestad el Rey D.
Juan Carlos I
¿Qué puede llevar al Ser Humano, en su condición de Ser
Social por antonomasia, a aceptar el imperativo que supone la existencia de un
Rey? Puestos a desmenuzar la cuestión, cierto es que no se trata de criticar de
manera eficiente la existencia de un monarca. Lo que lleva a la presente
reflexión, es el porqué precisamente de la necesidad de la existencia de tales
figuras.
Representa la Monarquía, como mera institución, el más bajo
en lo que a escalafón social se refiere de los estratos de gobierno a los que
el Hombre en tanto que ente social puede
aspirar. El principio del uno manda, y
los demás obedecen, adquiere poco a poco, y con el tiempo, un tinte patético,
un tufillo propio de la carne putrefacta que no ha sido extirpada cuando debía,
que de nuevo nos recuerda la certeza tan conocida en nuestro país, según la
cual nuestros fantasmas vuelven, periódicamente, para tener su cita con la
Historia.
Puestos a revisar, Monarquía y Religión comparten, en
especial en el caso de España, principios e incluso protocolos de
funcionamiento, que son gráficos y descriptivos, en nuestro caso del elevado
nivel de ostracismo moral en el que
realmente aparece sumido nuestro pueblo. Dogmatismo, Universalidad,
Absolutismo, son términos para nada laxos en sí mismos, en tanto que
verdaderamente se muestran del todo enfrentados con otros tales como
Democracia, Libertad (no sólo de expresión) e incluso Dialéctica, que supuestamente
plagan y concitan nuestra realidad, nuestro día a día.
Entonces, de ser así ¿Cómo es posible que puedan convivir
sin “hacerse pupa, sin discutir?
No ya para entender la pregunta, sino más bien para aceptar
su mera formulación, habremos sencillamente de analizar, con la imprescindible
sinceridad, el grado de certeza con el que podemos afirmar la existencia de
unos, y de otros porque ¿puede sinceramente un país como el nuestro aceptar
rigurosamente la existencia de un monarca, sin hacerse eco del grado de
constricción política que tan ente exige de forma necesaria?
De nuevo, la paradoja aflora ante nosotros, ya que el quid
de la cuestión no radica en la resolución de la consigna. El
verdadero dilema se desata una vez más cuando comprobamos que la esencia de la
pregunta nos pone en el disparadero de otra si cabe más tendenciosa: ¿Ha
evolucionado tanto este país como nos creemos, cuando aún hoy damos carta de
valencia a las afirmaciones dogmáticas de un ungido?
Llegados a este punto, en el que ya muchos habrán dejado de
leer (si no ha sido así, es porque a mis palabras les falta contundencia) hemos
de atacar ya de plano las excusas que algunos de los que siguen leyendo, están
deseosos de poner. Es el Rey campechano.
Es el Rey del Pueblo. Es el designado para traer la concordia a España.
Y es aquí, llegados a este punto, cuando no puedo más. Aquí
abandono el carácter objetivo de hoy, para pasar con contundencia y sin piedad
al teatro que me brinda el ejercicio de
la opinión.
Hasta hoy, mejor dicho, hasta el pasado día 24, jamás había
hecho mención expresa de crítica a la figura del monarca. La causa, el ilusionismo. La ilusión que comparto
con gran parte de mis compatriotas, en base a la cual prefiero creerme la sanción constitucional según la cual el Poder reside en el Pueblo, quedando para
el Monarca la función de Pragmática Sanción.
Sin embargo el discurso del pasado día 24, a la sazón el menos
seguido por los televidentes en los últimos 20 años, escondía una bomba de relojería. Sólo siguiendo una Política ligada a los recortes, y aceptando los
sacrificios que la misma imponga, podremos, desde la asunción de las
calamidades de hoy, garantizar un futuro mejor a las generaciones futuras.
¿Somos concientes de lo que semejante afirmación trae
aparejado?
Para empezar, da al traste con la descafeinada afirmación
según la cual el Rey no gobierna. No se trata tan solo de que se posicione
descaradamente con un procedimiento ideológico que oculta un marcado proceder
ideológico. Se trata más bien de que ofrece su apoyo total y sin fisuras, a una
forma de gobernar que no se trata sólo haya resultado contraproducente para los
españoles, es que esos mismos españoles están en la calle, de cada dos días el de en medio, manifestando su absoluta
disconformidad con esos mismos procederes.
Es como si la Monarquía hubiera comprendido, tal y como lo
ha hecho el Gobierno, de la imperiosa necesidad que ambos tienen de justificar su existencia. Es como si
ambas instituciones hubieran tocado fondo, definitivamente, escenificando una
realidad propia, ajena a la que el resto compartimos, en la cual su existencia
sólo estuviera justificada para y por ellos mismos.
De nuevo, un invitado no esperado se apunta a la fiesta. Un invitado que
se empeña en convencernos de que es tal nuestro grado de desconocimiento del
mundo en el que vivimos, que ni tan siquiera somos competentes para dilucidar
con exigencia sobre aquello que es esencialmente mejor para nosotros. Y es que,
San Nicolás no es de los nuestros,
nosotros somos, qué duda cabe, de los Reyes Magos.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.