Acudo un día más, a deleitarme con los placeres que
sólo el silencio, la oscuridad y la ausencia de nada que vaya más allá de mi
propia por deseada soledad, pueda provocarme; de cara sobre todo no ya a la
necesidad de rememorar los valores de aquello que ha sido logrado en el
transcurso de la jornada; sino más bien al imprescindible análisis que desde el
plano netamente diagnóstico ha de llevarse a cabo hoy en día, para avaluar
cuáles y de qué calibre serán las realidades a las que mañana habrás sin duda
de hacer frente, en tanto que cuántas serán igualmente las circunstancias que
hoy disfrutaste, pero que con toda seguridad mañana te serán cercenadas.
Venimos de una sociedad
de la luz. En ella, toda la actividad, empezando por la que era evidente, que tenía
resultados visibles, y por ende era objeto de la física; y
continuando por aquélla propensa netamente al pensamiento, destinado éste
claramente a la conformación de las realidades
mentales previas que a continuación, y de manera indivisible daría luego
lugar a las realidades propiamente dichas, y ya anteriormente tratadas; eran en
todo momento desarrolladas a plena luz.
La realidad, y sus respectivos desarrollos alcanzados
en sus múltiples connotaciones, tenían siempre un objetivo innato de ser vistos. Todo, absolutamente todo, tenía
impresa en su origen la predisposición a ser visto, analizado, criticado y
mejorado, siempre desde la óptica aparentemente natural de la crítica evidentemente constructiva.
En consecuencia, semejante manera de proceder
convoca, o por el contrario es propia, de una sociedad proclive a la
observación y al análisis, en términos eminentemente suaves o pulcros; o más
bien destinada a satisfacer las necesidades intelectuales, culturales,
artísticas e incluso políticas, de aquéllos que sin tapujos, y alejados
estructuralmente de la necesidad de la certeza, ni de lejos pueden intuir la
acción mediocre de la censura.
Venimos de una sociedad de mirones. Porque todo es, en esencia, virtualmente observable. Porque
todos tenemos derecho a opinar, y la esencia de la opinión respetuosa parte
precisamente de haber dedicado el tiempo necesario a aquello que habrá de ser
objeto de nuestra opinión.
Pero resulta más que suficiente un pequeño paseo a
nuestro alrededor, para comprobar que todo eso ha cambiado. La luz, en sus
múltiples formas, las cuales igualmente tendían a modificar, matizar y
discernir a aquéllos que imperiosamente habían de convertirse en sus adalides,
sucumbe ahora en un ejercicio de exorcismo ritualista a una nueva discreción,
encaminada no tanto a no ver, como en realidad a manipular el hecho mismo que
condiciona la acción de mirar.
Y la manera más eficaz de hacer esto, todo buen
publicista la conoce, pasa inexorablemente por cambiar la iluminación de las
cosas.
Atacan así, de manera netamente comprendida, e
incluso concienzuda, a la
luz. Sucumbe pues la edad
de la luz, y pasamos rápidamente, de manera casi imperceptible, a la edad de las tinieblas. Y los resultados,
como no podía ser de otra manera, se hacen perceptibles de manera inmediata.
Allí donde antes imperaba la sutileza de los brillos, se gestiona ahora la
grosería propia de las sombras, donde antes se perfilaban matices, ahora vuelve
a triunfar el grosso modo. Donde una
vez se buscó la certeza, ahora la mediocridad satisface, unifica y aturde.
Y claro está, no es suficiente con la Ética, han de dar imperiosamente el
salto a la Moral. Porque no les
es suficiente con cambiar el tapiz del cuadro, han de reestablecer incluso los
futuros equilibrios, manipulando los marcos.
Y tras el silencioso derrocamiento de la ética y la
moral, han de venir, de manera inevitable, los ascensos al poder de cuantos y
cuanto conforman su catálogo de seguidores. Correveidiles,
sepulcros encalados, estómagos agradecidos, y tantos otros que conforman tamaña escenografía, destinada a
llevar a cabo la representación de ésa obra de teatro para la que algunos
llevan casi cuarenta años preparándose. En cualquier caso, vampiros todos, no tanto porque vayan a reclamar para ellos hasta
nuestra sangre, que lo harán, sin duda, como por el hecho de que en la realidad
que están creando, será imprescindible moverse con soltura en la oscuridad.
Triunfa así, de manera indiscutible ya, la Sociedad de la Oscuridad. La
prestidigitación y el ocultismo se hacen con el control.
Por ello, en otros tiempos, análisis como éste
gustaban de ser escrito al amanecer, cuando los primeros rayos de sol
anunciaban no tanto el triunfo de la luz sobre la oscuridad, como la apuesta
por la labor descriptiva de la propia luz. Hoy, las elucubraciones a cuya
categoría muchos reducirán mi otrora opiniones, han de hacerse acompañados tan
sólo por la rutilante luz que proporciona un candil, y por la débil expectativa
que concierta un adagio, como el de
Samuel BARBER.
Y todo de nuevo, acudiendo por enésima vez al
refranero popular porque de noche todos
los gatos son pardos.
He de recordar, casi necesariamente, las palabras otrosí proféticas, en este caso
pronunciadas por Rosa DÍEZ, cuando vino a decir que lo que convierte en realmente peligrosos a los hijos de la oscuridad,
es la habilidad que tienen para utilizar en nuestra contra las armas que la
propia luz nos proporciona. Han pasado más de dos años de las que se han
demostrado inteligentes palabras, y no es menos cierto que empiezan a tener
visos de certeza casi legendaria. ¿Disponía acaso la Sra. Díez de alguna
clase de información de la que por otro lado el resto carecíamos?
Evidentemente, sí. Rosa Díez contaba con la imperturbable voz de la experiencia. Una
experiencia que en aquel caso permitía anticipar un hecho que en la Historia de
la Humanidad se lleva repitiendo durante demasiado tiempo, la certeza de que,
en los momentos decisivos, la constancia y el esfuerzo, son recursos de por sí
demasiados escasos como para justificar la sostenibilidad de un sistema que
requiere por otro lado de tanto esfuerzo, a la par que tan sostenido.
¿Cómo si no, entender lo realmente poco que les ha
costado desarmar todo aquello que, al menos en apariencia tan sólidamente
parecía estar armado?
La respuesta es tan sencilla de proferir, como
insoportable de conciliar. Parte de conciliar una certeza, la de comprobar que
en realidad, nadie si acaso unos pocos, han sido verdaderamente capaces de
comprender la magnitud del proyecto en el que verdaderamente se hallaban
inmersos. Así y sólo así puede comprenderse el que hayan osado escatimar
esfuerzos hasta el punto de dar al traste con el mismo.
Porque sí, de nuevo, nos han derrotado. Una vez más,
la certeza de la razón, la apología de la moral, o la certidumbre de que
efectivamente, nos encontrábamos en posesión de lo legítimo; han sido en sí
mismos argumentos suficientes capaces de articular por sí mismos un tejido
social lo suficientemente denso como para acoger en su seno la masa social que
tan ambicioso proyecto hacía imprescindible movilizar.
Sin embargo, la verdadera debacle no radica ahí. Una
vez más, el desasosiego de la sinrazón no procede del hecho de la derrota en sí
misma. La frustración procede, una vez más, de comprobar el escaso o nulo nivel
de compromiso que la gente ha asumido, en realidad.
Y digo esto, porque ciertamente sin entrar en
discusiones de respeto o valoración, cada día me cuesta más comprender cómo es
posible que, viviendo bajo el mismo sol, habiéndonos bañado en los mismos ríos,
pueda haber tanta gente que sigue viendo, o en el peor de los casos ve ahora
por primera vez, en el proyecto que la Derecha Española
encarna; la solución a los males de nuestro país. ¿Cómo se puede, un día más, ayudar a escenificar
el triunfo de la Derecha?
Y sin duda, los votos están. Cada una de las
papeletas que se han sacado de las urnas, no tanto de las elecciones nacionales hace ya más de un año, sino de las autonómicas gallegas y catalanas fundamentalmente,
constituyen en sí mismas un bofetón contra cualquier esperanza de sentido común
al que pueda o deba apelar nuestro país.
Son esas papeletas, la materialización de que, en el
fondo, este país es de derechas, y confía a niveles cercanos a los de la
superchería, en la magia simpática de la Derecha. O eso, o nos va la marcha.
Y como en mi caso, ni lo uno, ni lo otro, es por lo
que voy considerando seriamente que tal vez, mi momento ha pasado.
Puede que el momento de tapar la caverna con su losa,
haya vuelto a hacerse presente.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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