miércoles, 24 de febrero de 2016

DE DEUDAS, HIPOTECAS, Y DE LA INCAPACIDAD MANIFIESTA QUE EXISTE PARA HACERLES FRENTE. DESAHUCIANDO AL HOMBRE DE SÍ MISMO.

Sumidos un día más en la única certeza que a estas alturas nos ampara, la que pasa por saber que afortunadamente seguimos vivos, lo cierto es que a la vista sencillamente de lo que tenemos, ni siquiera mostrando nuestra duda o certeza al respecto de aquello a lo que podríamos optar; lo único que por otro lado emerge ante nosotros con una rotundidad clara y evidente pasa necesariamente por aceptar que muy probablemente, poco más merecemos, de poco más somos dignos.

Sometida la anterior conclusión al prejuicio del tiempo, antes tan siquiera de que la razón lo filtre, tal vez como prueba evidente de que a estas alturas poco me importa que nadie juzgue mis consideraciones como de razonables o no; lo único con lo que espero tanto propios como extraños estén de acuerdo pasa por la inexorable aceptación de lo que muy probablemente hasta ayer no era sino una mera hipótesis de trabajo: No tenemos sino aquello que tan sinceramente nos merecemos.

Para cualquiera que llegado a este punto empiece a necesitar refutarme, le diré que no estoy haciendo al Hombre Moderno responsable de las consecuencias que acciones o pensamientos vinculadas al pasado más o menos remoto puedan haber tenido sobre éste o sobre aquél hecho concreto, y a la sazón determinado. Más bien, y no por ello al contrario, lo que trato de decir es que una vez inmerso en la presente Sociedad, y una vez aceptados por ende los criterios que le son propios, en tanto que desde ellos resulta viable un proceso de definición; hemos, en consonancia, aceptar como poco menos que evidentes los resultados que a título de conclusión se extraigan de los procederes que a tal efecto, y siguiendo tales consideraciones, se hayan efectivamente llevado a cabo.

Desde tal parecer, o si se prefiere desde las consideraciones que de la misma resulten propias, a la sazón obvias, lo único que parece queda claro es que nada ni nadie puede desvincularse ni de la toma de decisiones, ni mucho menos de las consecuencias que de éstas y de cuantas coherentes con la naturaleza que les es propia, puedan resultar de atribución. De tal manera que una vez descartada la renuncia por desvinculación, solo un camino nos queda expedito, el que pasa por asumir que los procedimientos vinculados a aquellas conclusiones que el tiempo permitiera verificar como efectivamente de incorrectas, son como no puede ser de otro modo directamente achacables al hacer directo o indirecto de ciertas personas (la negligencia queda aquí también contemplado en tanto que como acción, aunque sea incorrecta, queda como tal tipificada).

A partir de lo dicho, las connotaciones, cuando no las consecuencias, emergen ante nosotros de manera aparentemente rauda, dando en cualquier caso pie a una nueva línea no ya de proceder, como sí de percibir, la línea que pasa inexorablemente por aceptar que muy probablemente, no tanto nuestra actual realidad, como sí más bien la aparente tranquilidad con la que asumimos la zafiedad de la que la misma da inequívocas muestras  no es sino la prueba definitiva del grado de distanciamiento que para con esta misma realidad guarda el probablemente mal denominado Hombre Moderno.

Dicho lo cual, la necesidad me aboca definitivamente a poner sobre la mesa otra cuestión que no por ser obviada, ve por otro lado minorado su interés; interés que pasa por someter de una vez a justa consideración el hecho capital de en qué grado tenemos clara consciencia del efecto que la mayoría de las cosas tienen sobre nosotros primero, para acabar extendiendo esa consciencia de forma paulatina hacia los extremos, esto es, hacia los demás.

Paradójicamente, la sociedad más (que no por ello mejor), informada; es en realidad la sociedad que de manera más consciente adopta voluntariamente medidas destinadas nada más y nada menos que a mantenerse alejada de la realidad en la que vive, y que a la postre comparte con el resto.
Ladino cuando no torticero resultaría achacar, o al menos hacerlo de manera exclusiva, a los individuos tanto de tales conductas, como por supuesto de las consecuencias que las mismas tienen en el presente a la par que justifican o anticipan claramente un futuro, sin desechar obviamente los vínculos que respecto de un pasado pueden llegar a representar. Dicho de otro modo, de infantil, cuando no de excusa recalcitrante y barata merecería ser tratada cualquier línea de argumentación que tratara de explotar la línea de defensa fundada en el “Señoría, a mí no me dieron manual de instrucciones”.

Más bien al contrario, un buen ejercicio, si no el último que podemos llevar a gala, pasa necesariamente por un proceder vinculado a la aceptación de que la abulia que en el fondo persiste en todo proceder vinculado precisamente a esa conducta plausible ya más o menos descrita, y que coloquialmente puede resumirse en el pasotismo del que todos en mayor medida hemos sido testigos, cuando no manifiestamente actores; bebe en realidad de la teoría por algunos firmemente aceptada, y por otros manifiestamente practicada en base a la cual, lejos de lo que podamos llegar a considerar, la Democracia no es ni por asomo un logro toda vez que tal y como la realidad en forma de historia ha demostrado en repetidas ocasiones, la libertad que mayoritariamente va agregada a estas y a parecidas consideraciones no es en realidad propósito ni garantía de que a través de su uso el Hombre Moderno pueda garantizarse la consecución de la decisión correcta, por no poder entre otras ni por supuesto, garantizarse que pueda desempeñar una conducta que resulte coherente ni tan siquiera con lo que en realidad resulte mejor para él.

Esgrimidas así si no todas, sí al menos las consideraciones de carácter  más intenso a la hora de lograr encontrar desde aquí respuesta al generalizado fenómeno de la abulia que actualmente describe las relaciones de los integrantes de la sociedad a la hora de integrarse directamente en los asuntos cuyas consecuencias más pronto que tarde tendrán resultados que afectarán directamente a su vida; acabamos por comprender que la misma no obedece a ninguna consideración accidental, a ninguna acumulación fortuita de sucesos.
La realidad, como casi siempre mucho más lamentable, a la par que mucho más dañina, pasa por la constatación de que directamente ligado al anterior proceso de usurpación de funciones, podríamos llegar a decir que vinculado al mismo en términos de proporcionalidad directa, opera una suerte de pasividad con la que es difícil de comulgar de no contar entre nuestro equipo con la remota posibilidad de asumir que, muy probablemente, la causa de nuestro mal, del que en este caso nos aqueja, hay que buscarla en nosotros mismos.

La indiferencia cuando no la laxitud con la que no ya  como individuos, más bien  como miembros de una sociedad activa, asistimos, no puede por más que encerrar una conclusión que emerge primero como probablemente increíble, para acabar mostrándose como tremendamente traumática. Una conclusión evidente que pasa primero por asumir que nuestra respuesta, o más bien la ausencia de la misma, con la que supuestamente de una manera u otra todos íbamos a plantar cara a la corrupción, asumiendo en tal uno de los mayores males que actualmente asolan nuestra realidad; pasa por entender cuando no manifiestamente por asumir que existe una cierta predisposición por nuestra parte a ser víctima de tales digamos, infecciones.

Identificado en la mediocridad el catalizador a partir del cual explicar la constatación y posterior proliferación de tamaño mal podríamos, a la lectura de los datos a los que desde hace mucho tiempo se accede; demostrar la suerte de complicidad que tenemos suscrita con este modo de proceder. Una  complicidad que  a menudo se muestra ante nosotros con total relevancia, a medida que la certeza convierte en fuertes argumentos que a priori resultaban poco menos que dantescos (no en vano la estulticia hace a menudo gala de una fuerza casi inusitada).

Hablo así entonces de la constatación de la existencia de lo que atendiendo tanto a su naturaleza, como por supuesto a las consideraciones que le son propias, pronto podríamos llegar a tipificar como una suerte de hipoteca. Una hipoteca por medio de la cual el Hombre Moderno trató de conseguir circulante con el que hacer frente al coste de la vida en su presente, haciendo caso omiso a las consideraciones de las que hacía gala el pasado, en lo que no era sino un ejercicio destinado a condenar al fracaso cualquier apuesta de futuro.

Una hipoteca que firmamos en un pasado reciente, a la que religiosamente hemos estado haciendo frente religiosamente con el pago mediante el sacrificio de los que a menudo no eran sino los grandes asuntos de la consideración humana, los cuales llegaban a interpelar en su esencia no tanto al Hombre Moderno, cuando sí más bien al Hombre, en tanto que tal, sumiendo pues tanto a éste como por supuesto a su futuro hipotético en un verdadero mar de dudas al no poder hacer frente a determinadas respuestas que afectaban a cuestiones hasta ese momento consideradas sinceramente como de incuestionables, cuando no sencillamente de inabordables.

Hemos de acabar concluyendo así pues que somos efectivamente una Sociedad Amortizada. Una Sociedad que si bien ha dado a la par que ha hecho, multitud de cosas buenas; se ha dejado por el camino algunas de las sin duda, más importantes. Y son precisamente tales carencias, o más concretamente el efecto que las mismas generan, el encargado de mostrarnos, que no de demostrarnos, hasta qué punto necesitamos una regeneración. Una regeneración que en este caso es imposible toda vez que ahora sí, el tiempo y el modo en el que todo se ha conjugado, no hace sino poner de manifiesto el grado de finalización desde el que El Hombre Moderno observa el que es no ya el proceso destinado a superarlo, como sí más bien el proceso destinado a enterrarlo.

Porque si bien hasta ahora el Hombre siempre aspiró a ser enterrado con su mortaja y con su dignidad intactos; hoy por hoy ha quedado sobradamente demostrado que la dignidad fue, como ni podía ni debía ser de otro modo, lo primero en caer.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.



miércoles, 17 de febrero de 2016

DE LA SUMA CERO, DE CONSTATAR QUE NOS ENCONTRAMOS ANTE UNA SOCIEDAD ABSOLUTAMENTE AMORTIZADA.

Poco a poco, se baja el telón. Las luces se encienden y es entonces cuando primero los actores, y a continuación el director, salen de nuevo a escena, a recoger los aplausos a los que para su desgracia se han acostumbrado, tanto, que de hecho se han vuelto adictos…
Sin embargo en esta ocasión algo no sale como estaba previsto. El guión, si es que alguna vez existió, parece que deja de respetarse, y es en esta ocasión en el graderío donde la improvisación, último recurso que tal vez le quede a la sinceridad, se abre paso en forma de un indignante silencio prueba no tanto del aparente desagrado, como sí más bien del evidente desasosiego que definitivamente ha venido a colmar la hasta ahora tácita disposición de un público entregado a base de tener que enterrar su miseria vendiendo su dignidad a cambio de la miseria que representa la conmiseración generalizada.

Nuestra Sociedad, tal y como la conocíamos, o por ser más exactos habríamos de decir: tal y como la representábamos, toco a su fin.
Tamaña afirmación, no tanto dicha, como sí más bien proferida además sin dejar espacio ni sitio para una suerte de digestión previa, parece tan solo destinada a influir en dos tipos de ánimo (y aún así la mayoría estará en disposición de seguir ajena a los efectos de cualquiera de ellos).
Para aquéllos que estén de acuerdo, encontrarse por fin con alguien que comparte de forma neta y manifiesta la que no es sino una percepción de la realidad desde luego poco halagüeña, vendrá sin duda a suponer un verdadero alivio, ya que solo el que conoce el deslumbrante efecto del primer rayo del sol al romper el alba en el desierto al que queda reducido todo cuando se vive en el ostracismo puede superar las dificultades que una vez más acompañan a quien está acostumbrado a moverse en el terreno de los augurios. Con ello, podemos poco a poco identificar de manera más o menos semántica los ingredientes del que asemeja su vida con el proceder de aquél que como Ciego acostumbrado a recorrer Castilla recitando los cantares propios de su condición, aspiran a lo sumo a identificarse con alguien lo suficientemente valiente como para compartir una carga sencillamente inhumana, basada en el compromiso que una vez se firmó con la Verdad, que en este caso se mimetiza con la Realidad en forma de eternas historias de final trágico.

Por el contrario, y en este caso además inevitablemente enfrentados a ellos; tendremos a esa clase de personas que, agitadas y convulsas más que vivas, sueñan más que vivir en la pesadilla en la que ha acabado por convertirse la que era su propia ensoñación. Una ensoñación que otrora, en base a la perversión a la que puede conducir incluso una educación mal digerida, terminó por pervertir incluso las capacidades de reflexión básicas obligando a enfrentarse en un irreverente combate al sentido común contra la Razón. El vencedor… ¿de verdad alguien cree que en tal combate puede haber vencedor?

Mas si se trataba de un combate en apariencia mortal, ¿cómo es posible que a estas alturas se atisben supervivientes? Pues sencillamente, porque siguiendo la máxima conocida: Si algo puede salir mal, saldrá. Y así es como de la que era una situación aparentemente imposible de empeorar, nosotros, como Sociedad, hemos sido capaces de erigir un auténtico Master.
Retrocediendo en le proceder a la hora de aplicar metodologías, es como empecinados siempre en el desarrollo práctico que supone la búsqueda si no de soluciones, sí al menos de métodos que nos permitan hallar alguna suerte de canon de repetición en los procederes que si bien parecen aleatorios, en realidad esconden un atisbo de epistemología con arraigo científico; es cuando convencidos en lo primario de los procederes que observamos decidimos retroceder más allá de la Antropología para acabar recalando nuestra nave en la playa de la Biología. Y es desde tan inmejorable disposición desde donde comenzamos a intuir, pues llegar a comprenderlos es imposible, los métodos que de por sí llegan a hacer compresible la máxima en base a la cual la Naturaleza extermina mediante la puesta en práctica de procederes activos o pasivos a los elementos que de una u otra manera se revelan como perjudiciales en tanto que su presencia o menester supone de manera objetiva un obstáculo de cara al desarrollo del hábito que insistimos, biológicamente, se ha revelado como el más indicado.
Al contrario nuestra especie, por medio de la puesta en práctica de un proceder que en su momento pudo demostrar yo no lo dudo su ventaja evolutiva, estoy hablando del optimismo radical, ve incrementado de manera exponencial su potencial de riesgo en tanto que los llamados optimistas se empeñan en adoptar una postura verdaderamente suicida en tanto que la misma solo se sostiene a base de hacer oídos sordos a la interpretación de unas señales que de forma cada vez más clara ponen de manifiesto nuestra tendencia a la autodestrucción, la cual en este caso se alcanzará de manera evidentemente autodestructiva.

Esto es un hecho, y como tal supera incluso en rango a la mera conclusión. Por ello, poco importa la posición en la que fijemos el principio de nuestro proceder, cuando no de nuestro devenir, toda vez que la posibilidad de que nuestros actos puedan influir en lo que ya está sin duda desencadenado, es verdaderamente ínfima, cabría decirse que remota. Es más, si alguna vez tal posibilidad existió, hace tiempo que el límite a partir del cual la misma tenía alguna posibilidad de conjurar el dramático final; pasó de puntillas, sin hacer ruido. Y si lo hizo desde luego el mismo fue tan tenue que no fue percibido por los contemporáneos que compartieron la responsabilidad de tamaño momento.

Nuestra Sociedad está, repito amortizada. Por ello hace tiempo que no resulta convincente esperar nada de la misma, al menos nada constructivo, creativo; en una palabra, nada nuevo.
Como en el caso de la bestia que agoniza, aunque no lo sabe, la inercia desde la que se conjura el funcionamiento de unos cánones basados en la repetición genera una falsa ilusión de continuidad fundamentada en la rutina. La rutina, por definición enemigo irreconciliable del progreso, y que en la ocasión que nos ataña se rebela contra éste obstaculizando la correcta percepción de una realidad cuya inoperancia ya solo puede pasar desapercibida para el narcotizado (no en vano no hay más ciego que el que no quiere ver).
Con todo y con eso la realidad es ante todo contumaz, y es por ello que como ocurre con todo proceder vinculado a la adición continua de factores, el desbordamiento es tan presumible como inevitable, generando con ello, a partir de las posibilidades que se abren desde esta nueva perspectiva, otro espacio de esperanza desde el que la ciencia cuando menos en general puede volver a aspirar a retomar su vuelo.

Con todo, hemos perdido un tiempo precioso. Tiempo robado al progreso, si bien alguna corriente, no precisamente minoritaria, dirá que el retornar que se halla implícito en esta nueva apuesta por el retroceso posee no obstante cierta forma de atractivo, en la que se encuentra especialmente cómodo el que hace de la repetición su hábito.

Mas de nuevo enfrente, nuevamente, encontramos o más bien nos topamos con el que afirma de manera tácita que retroceder sí, pero solo si es para tomar impulso. Se encuadran dentro de esta categoría de personas las que además de identificar los elementos que de manera elocuente certifican como propenso a la actividad a un determinado modelo social; son igualmente válidas recorriendo el camino en sentido contrario es decir, identificando de manera excepcional los parámetros cuya existencia escenifican la desasosegante apuesta por el retroceso y la retroactividad hacia la que como hemos dicho puede tender de manera voluntaria tal y como demuestran sus actos, toda una Sociedad, sin que de ello pueda recabarse la menor prueba de inferioridad.

Entonces, de ser ciertos estos síntomas, ¿Es lógico creer que pasan desapercibidos?
En primer lugar, no pasan desapercibidos. Están ahí, y dada su natural magnitud han de estar al cabo de la calle para cualquiera que esté en disposición de valorar no solo su existencia, como sí más bien las consecuencias que han de devengarse tras la implementación de los mismos en el modelo social al que en cada caso nos estemos refiriendo.
Esto requiere pues no solo actitud, sino que la aptitud se revela como el más valioso de los detectores. Así Isaac ASIMOV en su genial obra La Fundación describe un modelo social resurgido a partir de otro en el que el reconocimiento empírico de los factores reseñados sirve para identificar como definitivos los que no son sino síntomas más que claros, evidentes, de que la Sociedad que sirve de contexto a la obra, está abocada a la extinción.

Las señales están ahí, y en metodología cartesiana resultan Claras y Distintas. ¿Resulta científico, diríamos más, razonable, seguir negando no ya los síntomas, sino incluso diagnosticando sus efectos?


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 10 de febrero de 2016

DE SER UN PAÍS DE TÍTERES. PERDÓN, DE panderETA.

Y será entonces cuando no contentos con la sensación de triunfo que en el extraño despierta la desgracia del propio, que así será como este país despierte una mañana con el extraño sabor que el recuerdo de una larga noche de jarana deja en el cuerpo. Será entonces cuando comprendamos que hemos dejado de ser un país de sainETE, para pasar a ser, ahora ya sí definitivamente, un país de guitarra y panderETA.

Será entonces cuando habremos de asumir que sería jocoso, si no fuera por que es trágico.

El tiempo ha pasado,  el mismo viento que antaño tensaba los orgullosos pendones que hendían con su vuelo los henchidos corazones de los jóvenes guerreros que conquistaron Europa (no olvidemos que la Sra. De COSPEDAL afirmó oficialmente el pasado lunes que no en vano somos la primera nación legítimamente constituida de Europa). El mismo viento que tensaba el trapo de los navíos que estaban destinados a conquistar El Nuevo Mundo; es un viento que hoy por hoy solo sirve para apartar de nuestra mirada el humo que ejerce de testigo del clamoroso incendio en el que algunos, en este caso perfectamente identificables, han decidido quemar la decencia verdaderamente histórica que hasta hace poco constituía de manera absolutamente indiscutible, la dignidad de este país.

Perdidos así pues en la suerte de sarcasmo a la que parece estar condenado cualquier intento de discurso crítico, ajenos por supuesto a cualquier tentación de sucumbir a las pretensiones del mal llamado discurso patrio, bien podría deducirse por otro lado de manera no menos satisfactoria que, a la vista no solo de los procederes, cuando sí más bien de la desazón causada tras la valoración de las consecuencias; que este país necesita verdaderamente una reorganización que habrá de afectar fundamentalmente al canon a priori destinado a sintetizar nuestra mal llamada escala de valores. Y digo sí, mal llamada, porque tal y como se ha puesto de manifiesto en lo que llevamos de semana ni es escala (toda vez que no ser aprecia una suerte de gradiente o de proporcionalidad que separe, a la vez que relaciona a los distintos integrantes de la misma); ni es de valores ya que como ha quedado puesto de manifiesto tras observar el proceder de unos y de otros, el proceder objetivo y coherente, a saber imprescindible en cualquier protocolo que se considere digno de moverse en los considerandos de la Moral, ha brillado en este caso por su ausencia.

Es así que, vistos ya que todavía no hemos dispuesto del tiempo necesario para poder hablar de análisis, la suerte de irresponsabilidades en la que con inusitada pasión y de manera repetitiva vienen cayendo los que se llaman a sí mismos canalizadotes de la verdad que nos ha de hacer libres (para que se me entienda, la cada vez más larga lista de farfulladores otrora políticos que aspiran a encaramarse a lo más alto), que necesariamente hemos de llegar no tanto a una conclusión política, como sí más bien a una natural, la que pasa por constatar que tal y como pasa con los movimientos propios de las especies que se rigen por principios de parasitismo, una vez eliminada toda opción de conseguir alimento en una zona, una vez que ésta ha sido diezmada en términos de futura supervivencia, solo queda marcharse, abandonando a su suerte al resto de especies que bien por su condición natural, bien por cuestiones de predisposición genética, están condenadas a permanecer arraigadas en la tierra…¿tal vez en un afán de reconstruir lo que antaño fue, para permitir una nueva infestación en el futuro?

Si cedemos a la lógica tentación de emitir conclusiones a la luz del orden del flujo de la información, entonces es casi evidente asumir que el foco de la infección que asola nuestro presente es o se encuentra en Valencia. Semejante tesis viene apoyada en el documentado análisis llevado a cabo por prestigiosos biólogos que, dotados en este caso con capa negra y puñeta, han sido capaces de reconstruir, empleando para ello complicados métodos en los que se mezcla la reputada arqueología con la moderna ciencia de la comparación de las sociedades animales; el largo camino seguido por esa especie que hoy por hoy, se ha revelado como una auténtica máquina depredadora.

Y hay que resaltar la variable tiempo porque efectivamente, tal y como algunos de sus defensores manifiestan, no es ya que todos los integrantes de la colonia sean en realidad propensos a extender la infección. Es más, muchos de ellos en un principio ni siquiera eran parte de la colonia transmisora del mal. Sin embargo, la enfermedad se mostró rápidamente en toda su intensidad, y pronto fue inconmensurable.

Entonces ya fue tarde. Ya nada servía, ni antídotos ni vacunas, ni por supuesto la puesta en práctica de ninguna política restrictiva. Para entonces el mal se hallaba tan extendido, y lo estaba a un nivel tan profundo, que la extirpación resultaba inviable.

Es cierto que de haberse tratado de una plaga, la OMS seguramente hubiera tomado medidas. Medidas que sin duda serian dolorosas, pero medidas en última instancia destinadas a salvar la integridad estructural del organismo, aunque para ello hubiera que eliminar algunos órganos…

Pero desgraciadamente esta enfermedad no tiene cura. Como la cangrena, una vez que el organismo ha tenido contacto con el mal, éste puede tardar más o menos tiempo en mostrar los síntomas, pero de lo único que no hay duda es de que antes o después éstos se manifestarán, mostrando de hecho en toda su crudeza lo más desasosegante de la enfermedad.

Y de los huéspedes. ¿Qué decir de los huéspedes? Cierto es que, como ocurre con todas las enfermedades, algunos de ellos se comportan como transmisores involuntarios. Son en cualquier caso una minoría, y por ello como dicen algunos de los que por otro lado en una comprensible neurosis de autoprotección: ellos mismos son a su vez víctimas, toda vez que fueron así mismo engañados.
Mas una vez analizado el camino que siguió la enfermedad en su extensión, comprobamos que los verdaderamente peligrosos son los que sabiéndose infectados, no dudaron en contribuir a la extensión del mal convencidos quién sabe si de que así mejorarían sus posibilidades de pasar desapercibidos, o de que quizá, una vez declarada la epidemia, podrían ser propensos a recibir el perdón implícito en la tesis según la cual En el país de los ciegos, el tuerto es rey.

Y ahora ¿por dónde empezar? No podemos desde luego hacer como que nada ha pasado. Además de ser una conducta cobarde, no haría sino ponernos a todos en peligro ya que ignorar la existencia del virus hace más que garantizar su propagación ganando con ello en virulencia la infección.
En lugares como Palma de Mallorca y en Madrid ya se han puesto a trabajar. De hecho, desde Palma de Mallorca llegan noticias esperanzadoras. De hecho, nos dicen que fases iniciales del experimento han logrado aislar la que parece ser la cepa específica que por condición geopolítica asolaba su territorio. En cualquier caso no hemos de pecar nuevamente de ingenuos. Sin duda estamos en un momento en el que registrar un nuevo error sería catastrófico.

Pero lo de Madrid es peor. Allí la enfermedad ha mutado, de hecho lleva décadas haciéndolo. La forma adoptada por el patógeno está tan lograda, que bajo la forma de múltiples tramas que guardan el denominador común de haberse vuelto muy populares, ha logrado implantarse con éxito en las estructuras más importantes del lugar, amenazando con ello de forma directa la sostenibilidad de todo el organismo ya que, desde la voracidad que procede de la lujuria, su afán devorador les ha llevado a desarrollar conductas cercanas a la autodestrucción.

Afortunadamente, en lugares cercanos tanto al Congreso de los Diputados, como por supuesto al Senado, han sido detectadas importantes colonias de estos seres. ¿Tendrá algo que ver la antigüedad de tales instituciones con semejante predisposición? ¿Quién sabe? Lo único que a estas alturas tenemos claro es que el avance de la enfermedad ha sido tan explosivo en los últimos días que se recomienda una acción firme y radical destinada a reformar algo más que el orden en el que habrán de disponerse los escaños, si de verdad se quiere atajar la infección.

A pero…¿de verdad creen que exagero? ¿De verdad creen que este país no está enfermo? Entonces que alguien me explique cómo un par de titiriteros han pasado varias noches en la cárcel mientras que un supuesto sacerdote que reconoce su delito de pederastia sale en libertad, a la vez que todo el Partido Popular en masa ha de salir en tromba a desmentir que a la Sra BARBERÁ se la blinda.

Venga, por favor, que alguien me lo explique. Si puede hacerlo. Pero que luego no se enfade ni me acuse de exaltación de… nada si le pido que se haga el análisis destinado a detectar la infección que denuncio.


Luis Jonás VEGAS VELASCO. 

miércoles, 3 de febrero de 2016

DE LA SOBREDOSIS DE ESTRATEGIA.

Abrumados todavía no sabemos bien si por las causas, o por los efectos de los acontecimientos que ayer tuvieron lugar, lo cierto es que una suerte de inspiración destinada a tratar de entender las consecuencias reales de los mismos ha de pasar por el hecho de constatar hasta qué punto todavía hoy nadie se ha atrevido realmente no solo a analizar el procedimiento que una vez más deprisa y corriendo nos ha traído hasta este aquí, hasta este ahora, tal vez poniendo con ello de manifiesto que la única certeza que realmente nos lleva a aceptar que todo está pasando en España, no pasa sino por asumir que, efectivamente, nuestra realidad parece no ya sacada, yo diría que metida a presión, en un guión del Maestro Berlanga.

No se trata ya de tratar de comprender las causas por las cuales llegados a estas alturas nadie, absolutamente nadie, se ha puesto en pie, siquiera metafóricamente hablando, en pos no ya de encontrar respuestas, sino sencillamente de atreverse a hacer las preguntas adecuadas.
Porque acudiendo una vez más a esa vana excusa del mal llamado tiempo prudencial, el cual como ya hemos demostrado reúne aspectos de la misma valía técnica que los promovidos por los que defendían la necesidad de guardar dos horas de demoras entre la comida y el baño; transcurridas ya más de veinticuatro horas desde el esperpento con el que el Sr. Candidato nos regaló su excelsa presencia, muchas cosas, tal vez demasiadas, han tenido ya lugar y efectos, si bien los mismos, como es de esperar, (y ahí radica la verdadera crítica del presente), no pueden ser para el general conocimiento y dominio del público.

Volviendo sobre el proceder que dictó ayer la celebración de la sorprendente rueda de prensa ofrecida por el recién designado Candidato para formar Gobierno en España; una de las últimas cuestiones que tuvieron cabida, formulada, no podía ser de otra manera, por una de las más grandes figuras del periodismo español, me refiero al Sr. Aguilar; giraba en torno no ya a la posibilidad, cuando sí más bien a la conveniencia, de que el mal llamado procedimiento de negociación empleado para alcanzar la formación del tan ansiado Gobierno, contuviera en esencia procedimientos de transparencia que nos permitiesen a los ciudadanos albergar cuando menos una mínima esperanza de ser testigos y valedores del respeto desde el que los mismos se llevaran a cabo. Sin embargo, la pregunta fue rematada con una chanza. Esta chanza, ya fuera ¿casual? lo que creo no es factible identificado como digo el autor de la misma, así como del resto de la afirmación, me llevan a poner de manifiesto cuando no a denunciar abiertamente y una vez más, la socarronería con la que nuestro país, o más concretamente sus ciudadanos viven el estado de laxitud moral desde el que sus políticos plantean sus relaciones para con quienes, no lo olvidemos, sustentan no solo las estructuras administrativas que proporcionan sus estabilidad, así como la ¿ficción? de Estado que justifica en tanto que sirve de escenario, al resto de la representación ¿circense?

Porque si de una vez somos capaces de pararnos, y de paso detenemos la inercia desde la que todo esto se mueve, lo que en un momento dado pudiera habernos parecido pesar, sin duda que enseguida se tornará en satisfacción al comprobar que todo, o por ser más justos habríamos de decir que casi todo continúa moviéndose a pesar de la manifiestamente torpe y desbaratada acción desarrollada durante años por los que, no lo olvidemos han estado, y en muchos casos siguen estando, al frente de esta macroestructura que entre todos nos hemos dado y que como pasa con un hijo que no se va de casa, seguimos alimentando no sabemos muy bien por qué.

En un país como el nuestro, tan acostumbrado a convalidar los comportamientos cafres sencillamente porque solo nosotros somos capaces de encontrarles la gracia. En un país en el que si la corrupción se tolera es porque en el fondo se admira (ya conocemos el consejo del sabio Refranero Castellano: “El que no roba y no fornica, es porque no tiene donde”), antes o después habremos de asumir lo que para una mayoría, instalada sobre todo en Europa, es una realidad. Una realidad que pasa por exigirnos a todos el abandono de las conductas no voy a decir permisivas, me conformaré con discriminar las que a grandes rasgos justifican el comportamiento delictivo; y que acabe por plasmarse en un verdadero compromiso de regeneración no ya solo democrático, sino de lo que podríamos llegar a denominar, de coherencia institucional.

Porque una vez hechas todas cuando no la mayor parte de las salvedades, lo que se extrae no ya de la interpretación cuando sí más bien del análisis del comportamiento mostrado por muchos de los dirigentes ubicados en los distintos escenarios que conforman nuestra realidad institucional, pasa por la desazonadora constatación de que el elevado grado de putrefacción existente, así como la profundidad estructural al que la misma ha llegado, debería llevarnos si no a la conclusión, sí a la necesidad de iniciar una línea de razonamiento cuyo punto de partida pase por asumir que muy posiblemente los otrora grandes estándares en los que creíamos tener ubicada nuestra mal llamada calidad democrática, pueden hoy verse aprobados por el mismo ingeniero que afirmó la absoluta flotabilidad del Titánic.

Sin duda, se trataba por entonces del “objetivo móvil” más grande que el Hombre había sido capaz primero de soñar, y finalmente haber construido. Sin embargo, la realidad terminó por mostrarse tozuda, y tal vez puso de manifiesto lo que muchos pensaban pero bien pocos se atrevían a afirmar: Que el propio Ser Humano, en tanto que tal, aún no se hallaba en disposición de hacer uso de semejante estructura sin caer en la megalomanía y acabar por ello siendo justamente castigado. Salvemos nuevamente las distancias, y adaptemos la pregunta: ¿Se trata acaso de que en España no nos merecemos disfrutar de una Democracia plenamente instaurada?

Lejos de interpretaciones, o si se prefiere por la constatación de las realidades que finalmente acaban por configurar el puzzle que identifica lo que nos hemos dado en llamar realidad, lo cierto es que de ver lo complicado de las estrategias que algunos necesitan pergeñar a la hora de dar sentido a la configuración de estructuras otrora sencillas en tanto que emanaban directamente de las esencias del propio Modelo Democrático; no resulta para nada escabroso, sino que casi se convierte en síntoma de buen criterio, el enarbolar no ya una sombra de duda, sino un clamor contra la sinrazón, que poco a poco y de manera ahora ya inusitada, ha terminado por llevar al colapso a un modelo, el democrático español, que a base de ser específico se ha vuelto característico; que a base de necesitar comentaristas, ha acabado por necesitar traductores.

Es por ello que cuando veo los esfuerzos a los que se ven sometidos muchos de nuestros políticos a la hora de hacer comprensibles aspectos que no por más o menos necesarios, hace decenios que se vienen desarrollando en el resto de las estructuras políticas en las que al menos en apariencia cómodamente instalados nos encontramos; que el terror se adueña de mi presencia así como de mi presente cuando me veo en la obligación de ser sincero conmigo mismo, y hacer patentes unos miedos cuya certeza se cifra en una cuestión primordial: Constatada la certeza de que en mi país hay Democracia…¿Se ha instalado ésta ya verdaderamente en el interior de cada uno de los que compartimos no ya este país, como sí más bien la Idea de Estado?

A la vista cuando no al albor de la realidad que de nuevo contumaz se posiciona ante nosotros, lo cierto es que la respuesta no puede ser en absoluto satisfactoria.
Así, no tanto los últimos acontecimientos como sí más bien la forma de suceder los mismos y lo que es peor, la manera que de implementarse entre los ciudadanos que los mismos han tenido, me llevan a dibujar un escenario en el que de nuevo la sinrazón y la falta de objetividad triunfan, mimetizados en este caso con el pseudo-patriotismo,  y la falta de responsabilidad moral, respectivamente.

De esta manera, la realidad se impone. Y el ver cómo aquél que ha sido designado para formar Gobierno y lo rechaza, no solo no es considerado como un paria de la Democracia, sino que además es loado como un descubridor de nuevos horizontes democráticos. ¡Sepulcros encalados! Vuestra única valía pasa por pagar a abogados cercanos a la conducta del Sofista quienes, como ya antaño sucediese, se ganan el pan retorciendo los argumentos y pudriendo el Lenguaje en un vano intento de confundir a la chusma. Así y solo así podemos hoy acostarnos tranquilos a pesar de haber constatado con nuestros propios ojos que los que otrora dignificaban su existencia proporcionándonos siquiera una ilusión de estabilidad, se jactan hoy de sembrar la duda razonable incluso sobre cuestiones constitucionales.

Tal vez, solo tal vez, y ahora sí que se trata de una mera cuestión personal, hoy resulta más impresionante citar unos párrafos de “El Quijote”, que la propia Constitución. ¿Damos una lección de ciudadanía y nos ponemos con la lectura de ambos?


Luis Jonás VEGAS VELASCO.