miércoles, 28 de mayo de 2014

DE CUANDO NO HAY MÁS SORDO QUE EL QUE NO QUIERE OIR.

Dicen las Crónicas de San Anselmo, a la sazón uno de los libros más desoídos de cuantos se presignan en la Historia probablemente porque el día del reparto, a saber aquél en el que se decidió cuáles habían de ser los encomendados  a formar parte del Libro por Excelencia, no terminó abierto y sobre la pequeña mesa dispuesta para tan soberana ocasión en la Capilla Sixtina; que “solo el penitente pasará.”

Constituye el término penitente, uno de esos bellos ejemplos con los que a menudo nos regala el Lenguaje, en base al cual, y solo por un ejercicio de interpretación, asociado muchas veces a prejuicios del todo ajenos al propio Lenguaje, la palabra acaba por superar al concepto, lo que nos lleva a terminar por aceptar como uso más adecuado, aquél que no obstante procede de la negligente interpretación.
Es así que, penitente, no es sino quien acepta con resignación su pena, haciendo pues ésta si cabe más agradable a Dios. Por el contrario, el uso y aceptación en consecuencia del término desde la concepción negligente, no hace más que generar un espacio para la controversia, dentro del cual, una vez más, la maledicencia, cuando no abiertamente la falacia, aprovechan para colarse, enajenando con ello todo viso de virtud que derivado del arrepentimiento pudiera quedar una vez superado el error.

No parece pues muy desencaminado, llevar a cabo desde semejante proceder el que bien pudiera el necesario análisis de lo que ha sido, ahora ya en pretérito perfecto, el resultado de las elecciones al Parlamento Europeo del pasado domingo.
Antes de entrar propiamente en los activos, y máxime cuando estos son todos de lo que podríamos llamar reciente adquisición, lo cierto es que lo que verdaderamente habría de llamarnos la atención es el absoluto desmoronamiento de las viejas estructuras con el que la cita electoral nos ha regalado.

En un momento en el que los cadáveres están todavía calientes, algo gravísimo debe haber acontecido en España cuando no solo no estamos ocupados todavía en las glosas y en los epítetos, dedicados en definitiva a loar a los muertos; sino que, de manera absolutamente ajena a lo que es habitual en nuestro país, ya hemos organizado las por otro lado extrañas partidas de caza destinadas no tanto a cazar a la bestia que ha hecho esto, como sí más bien destinadas a devolver a la noche su habitual oscuridad, convencidos como estamos de que, aunque no veamos nada, se trata, sin duda, de nuestra oscuridad.

Lanzados así ya los perros, de una u otra manera, lo cierto es que muy probablemente, una vez más, Europa en este caso haya de arrepentirse de tal acción. Con alemanes que vuelven a campar por Dortmund convencidos de una nueva Noche de los Cristales Rotos, y con la certeza de que, hoy por hoy, no sabemos a ciencia cierta a quién le tocará hacer de miembro del Pueblo de Israel, lo cierto es que el mero hecho de que tales situaciones pueda si quiera volver a plantearse no demuestran sino lo lejos que en realidad estábamos de alcanzar el cumplimiento del viejo sueño de que, verdaderamente, éramos un Pueblo Civilizado.

Pero, ¿A partir de qué momento dejamos de ser efectivamente un pueblo civilizado? Pues probablemente a partir del momento en el que preferimos olvidar que ese, y solo ese había de ser nuestro destino. Destino que, una vez más, como en el caso de la obra de San Anselmo, fue sustituida de los primeros puestos del ránking de popularidad política, para acabar como aquélla, reposando bajo una mesa, olvidada y lacónica, albergando la esperanza de que alguien, algún día, la recuerde.

Miseria moral, laconismo intelectual. Sin duda dos de los más valiosos ingredientes a la hora de confeccionar un escenario válido en el que se desarrollen una vez más los ansiados menús que aquéllos que desean sin duda otro proyecto europeo, y que para nada alcanzarán su ansiado puesto sin la especial participación del tiempo, asociado imprescindible del imprescindible igualmente fermento.

Y mientras unos, los que siempre estuvieron ahí, advierten con mayor o menor fortuna del ingente peligro que supone el que el vulgo y la chusma puedan retornar a las pasada ilusiones fundadas en el hecho de pensar que eran realmente libres; lo cierto es que estos otros, los pobres lacónicos, los designados no para gobernar cuando sí más bien para diseñar proyectos de políticas encaminados a convencernos a todos de la imposibilidad real de hacer algo serio; se muestran realmente perturbados no tanto por lo que pueda o no realmente pasar, cuando sí por la certeza absoluta de que no hace falta ser EINSTEIN para comprender que efectivamente no se trata de que algo haya cambiado, se trata de que muchas cosas van a pasar a quedar completamente irreconocibles.

Es así por eso que incluso ellos habrían de estar relativamente agradecidos para con quien ha desarrollado y posibilitado el escenario en base al cual, y como paso previo a la cura de la enfermedad, podamos verdaderamente proceder con el diagnóstico del que a todas luces se muestra como un cáncer asociado no tanto con la longevidad, como sí más bien con las malas costumbres nutricionales.
Porque de lo que llegados a este punto a nadie parece ya escapársele, es que se trata de un tumor del tipo estómago agradecido.

El vicio y la corrupción, aparentemente presente en todo y en todos como dicen al menos los que hacen clara ostentación de su presencia para con ellos mismos; han alcanzado tal grado de implementación entre los que configuran el lance propio de la función de gobierno, que no solo lleva a sus víctimas a hacer causa común cuando se trata de defenderse, sino que más bien les lleva a acantonarse, a protegerse recíprocamente los unos a los otros cuando observan no ya existencia factual, basta con que ésta constituya una mera sospecha, encaminada a perpetrar el robo contra los ladrones.

Y bien podría ser desde la contemplación de este escenario, desde donde podríamos comprender un poco mejor la atmósfera que ha creado la victoria de PODEMOS. Una victoria que, lejos de constituir un mero atisbo de solución, sí puede erigirse en un verdadero cantón, en un verdadero refugio donde atesorar las últimas dosis de ilusión que estos cadáveres alienantes aún no han sido capaces de arrebatarnos.

La ilusión. Metáfora de la luz. Hilo conductor que nos faculta para retroceder hasta El Mito de la Caverna de Platón, y recuperar desde el mismo la certeza de que, efectivamente, la mera convicción de que somos las personas más libres del planeta, no sirve sino para justificar que morimos sin ser conscientes de lo prietas que realmente están las cadenas que nos obnubilan.

¿Cuánto tiempo habrá de pasar en este caso para que seamos capaces de emprender nuestro camino?



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


jueves, 22 de mayo de 2014

DE CUANDO LA MORAL SE REDUCE A LA SUMA DE LAS ÉTICAS.

Inmersos como estamos en este desasosegante baile de máscaras hacia el que de manera absolutamente irresponsable hemos permitido se conduzca la campaña electoral de la que a todas luces será la más importante de las citas electorales a las que seamos llamados en los próximos años; el mero hecho de que tal reflexión pueda ser desde este mismo momento puesta en duda, no viene sino a demostrar el grado de desvinculación que como ciudadanos padecemos de cara a nuestra realidad conceptual, política, y me atrevería a decir substancial.

Sin embargo, una vez más, y aunque lejos de buscar excusas, sí convencido no tanto de que no seamos responsables, como sí más bien de que tamaño desasosiego no venga sino más bien a responder a las zafias maniobras desarrolladas por aquéllos no tanto dispuestos a pensar por nosotros, como sí más bien a obtener beneficios de nuestra falta de motivación, lo cierto es que en el caso que nos ocupa me siento referido a ceder a la tentación de someter a consideración la pregunta que lleva asaltándome desde el pasado jueves: ¿De verdad nos creen tan burdos como para obrar conforme a como lo han hecho, o más bien se ha tratado de una simple improvisación?

La cuestión, como tantas otras, en tantos otros escenarios y tiempos, bien podría parecer nimia. Sin embargo, cuando procedemos con ella como si del caso de una ecuación matemática se tratara, y sustituyéramos la incógnita por la variable verdadera, nos enfrentaríamos a una realidad sorprendente, que más o menos tendía la siguiente forma: ¿Cómo es posible que cuando apenas quedan 48 horas  de campaña electoral para la cita con las Elecciones Europeas, apenas se haya hablado de Europa?

Porque definitivamente, una vez salvado el esperpento Cañete, lo que debería preocuparnos verdaderamente pasa por tratar de entender a qué se debe el que no tengamos ni idea, ni siquiera por aproximación, de qué es lo que nos jugamos el próximo domingo. Sin contar por supuesto nuestro supino desconocimiento a la hora de tratar de escenificar los escenarios, cuando no las marcas ideológicas de aquéllos que, dentro de esta falacia en la que se ha convertido el proceso representativo, se hallan pues dispuestos a ejercer sobre nosotros un poder que nosotros mismos, en este caso bien por acción, bien por omisión, les hemos otorgado.

Suscitadas las debidas reflexiones, y a la espera, cómo no, del las debidas críticas, lo cierto es que a estas alturas solo dos cosas parecen claras:
Π   No tenemos ni idea al respecto de saber qué es lo que de verdad nos jugamos el domingo.
Π   Sea lo que sea lo que está en juego, seguiremos ejerciendo nuestros análisis al respecto desde el punto de vista del proceder caciquil, esto es, tomaremos medidas destinadas a promover designios extranacionales, supeditando nuestra voluntad a criterios que van poco más allá de lo que sabemos de nuestro barrio.

Y todo, porque una vez más lo que prima a la hora de gobernar nuestro acto, es en realidad nuestro instinto. Un instinto que, sabiamente dirigido por los terceros que todo lo dirigen (y digieren), ha decidido en este caso suplir todo conato de explicación dirigida a que podamos entender qué es Europa, en un intento de evitar que mañana podamos comenzar no ya a hacer preguntas, sino más bien a exigir responsabilidades, todo ello a la vista del desastre que entre unos y otros han provocado.

Mas en cualquier caso, y una vez superado el sonrojo, lo que me llena de consternación, y confieso que de miedo, es asistir al proceso por el cual, y quién sabe si siguiendo la política del mal menor, los arquitectos de la usura no han sido conscientes del monstruo que, una vez más, están a punto de liberar en Europa.

La Canciller Alemana lo ha dejado claro esta misma mañana: “Europa no tiene un fin social.” Aclarada la cuestión, y una vez que para todos resulta clara la postura de Alemania, una única cuestión me queda: Si Europa no es social…¿A qué fines, definitivamente, responde?

En un presente como el que nos ha tocado vivir, en el que, al menos en lo atinente a Europa el único respaldo que le podemos dar al proyecto pasa por reconocerle el mérito de haber sido la piedra de toque desde la que se ha impedido que el continente haya sentido la necesidad de volver a saltar por los aires; bien podríamos concluir que si le restamos los aportes hechos o prometidos desde el coeficiente de lo social, Europa bien podría ser un fraude.

Desde tal perspectiva, acuciada no tanto por los perros de la guerra, como sí más bien por los perros de la crisis, lo cierto es que alguien podría, máxime a la vista de las encuestas publicadas hoy mismo, comenzar no ya a preocuparse, bastaría con empezar a tomarse en serio, el nuevo escenario que se dibuja a partir de la toma en consideración de que fuerzas de extrema derecha se posicionen con fuerza a partir del lunes en el Euro-parlamento.

En un ejercicio magnífico que vendría a poner de manifiesto las consecuencias de que en política, peor que la acción resulta a veces la omisión, una vez más, como ya ocurrió en el primer tercio del pasado siglo, el silencio de la mayoría servirá para que el rumor de algunos parezca sonar como una tormenta.

Si tal posibilidad definitivamente cristaliza, podremos sin lugar a dudas definir a Europa como un aborto. En términos más suaves, como un fallido.

Luego que nadie, ya sea Hombre o Mujer, se llame a engaño.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

jueves, 15 de mayo de 2014

DE LOS “CIEN MIL HIJOS DE SAN LUIS”, A LOS 200.000 ENERGÚMENOS DE TWITTER.

Porque tales son los parámetros, que no otros, entre los cuales nos movemos a la hora de someter a consideración el tratamiento que han seguido las conductas que por medio de desafortunados mensajes unas veces, y de penosos comentarios en otras; han venido a redondear una semana tétrica, no solo por el trágico acontecimiento que en forma de asesinato ha venido a colapsarnos a todos; como sí incluso por la lamentable sucesión de reacciones, a la cual más desafortunada, que el mismo ha originado.

Vivimos tiempos oscuros. Tal aseveración, fundada tanto en la experiencia que el día a día me proporciona, como en el análisis al que la realidad me obliga a someterla cada día, me conduce a un estado de desazón definitivo prueba no tanto del ensimismamiento al que la incomprensión del momento que me ha tocado vivir me conduce, como sí tal vez con más fuerza, de la incapacidad de asumir el hecho de que hayamos permitido que tal momento llegue.

Resuenan en mis palabras ecos de renuncia. Pero sinceramente no se trata de una renuncia práctica. Se trata más bien de una renuncia conceptual. Una renuncia que procede de la asunción definitiva de que, efectivamente, hemos perdido.
No hemos perdido dinero, si es a eso a lo que pueden acabar reduciendo mi análisis, si pertenecen a aquéllos que reducen a lo meramente económico el calado de la crisis a la que nos han conducido. Tampoco hemos perdido tan solo tiempo, si por el contrario se hallan ustedes entre los que conforman el nuevo escenario de esos otros que creen estar “un poco más allá.”
Hemos perdido, efectivamente, una oportunidad.

Lejos de ánimo en pos de llegar a pensar que estamos en disposición de dar un mero atisbo de lección; sumidos más bien en la que denominaremos psicología del economista moderno: a saber la que procede de dar explicaciones, y a menudo incompletas, de las causas que redundaron en lo funesto del pasado; lo cierto es que una vez alcanzado este principio de momento, el que solo queda referenciado por este aquí, y este ahora, lo más terrible es que solo podemos llegar a tener conciencia no de lo que dejamos de ganar, sino sencillamente de lo que verdaderamente perdimos.

Perdimos. ¿El qué? Pues sencillamente la ocasión. La ocasión de ser mejores. Mejores personas, mejores padres, mejores hijos. Mejores ciudadanos, mejores integrantes de nuestra sociedad… En definitiva, mejores.
Tuvimos nuestra ocasión, y la dejamos escapar. Y digo que perdimos nuestra ocasión porque el espejismo de bonanza que logró abducirnos allá por las calendas del año dos mil, lejos de responder estructuralmente a las propuestas de mejoría económica a la que algunos se empeñaron en conducir de forma excluyente sus principios, sumiendo en un reduccionismo tétrico toda esperanza de mejora global, acabó por alejarnos del verdadero principio dentro del cual podría haberse llevado a cabo el ejercicio de evolución personal que parecía intuirse dentro del nuevo escenario que parecía manejarse dentro de la abundancia.
Pero si algún atisbo de mejora estructural se vislumbraba dentro de la bonanza material por la que todos fuimos absorbidos se acertaba a apreciar; era el que procedía del aforismo que algunos ponen en boca de Agustín DE HIPONA, según el cual, con el estómago lleno puede el hombre filosofar, siendo pues preceptivo para Dios el poder pedirle cuentas al hombre si éste, una vez satisfecha su demanda primaria, sigue sin entregar a Dios su diezmo, en forma de producción intelectual.

Cierto es que hoy, como lo era también confío desde el sentido común en los tiempos de Agustín; no es lícito, ni por parte de Dios, ni por parte de otros hombres; exigir a todos el tributo en la misma forma y cantidad en lo concerniente a producción intelectual.
Sin embargo, y acuciado ya ampliamente desde el presente, lo cierto es que la praxis devengada desde las consideraciones temporales arriba esgrimidas me lleva necesariamente a concluir que la gran oportunidad que efectivamente hemos perdido, ha pasado ante nosotros en forma de silenciosa Cultura.

No pide la Cultura pan, sin embargo requiere que el hambre haya sido previamente saciado. No pide la Cultura tributo, sin embargo la misma exige, sabiamente, que el recepto haya satisfecho previamente sus impuestos, ya estén estas deudas consolidadas con Dios, o con un amo.

Y es precisamente ahí, en la no satisfacción justa de lo oneroso de nuestra cita con la Historia, donde el Hombre del último cuarto de siglo ha fallado. Y lo ha hecho con estrépito. Con el estrépito propio haberse conducido como ciego, allá donde cualquier otro hubiera visto brillar el sol.

Y si culpable es el individuo de tal desazón. ¿Qué decir de los gobiernos? Tenedores últimos de las voluntades de los hombres, que pasan a ciudadanos, son los estados los responsables de velar por la substanciación adecuada de las necesidades de los que a título último los conforman.
Así, como un padre no tanto ilumina el camino de su hijo, sino que más bien se encarga de mantenerlo alejado de la oscuridad; así es como el Estado es culpable de dejación de funciones toda vez que no solo ha permitido, más bien ha promovido abiertamente el desvarío de sus integrantes los cuales, deslumbrados una vez más por el brillante resplandor del oro, han sucumbido a los preceptos fáciles, olvidando toda enseñanza previa en lo concerniente a apuestas morales de más abolengo. (Sí Tomás de IRIARTE levantase la cabeza.)

Es así que no tanto perdimos, como sí más bien renunciamos a nuestra cita con la Cultura.
Y si acuciante resulta comprobarlo en el caso de la constatación de tal aspecto a nivel individual, terrible resulta comprobar la obviedad del hecho si éste es observado desde la óptica macro que ofrece el Estado.
¿Significa esto que el grado de alienación en el que nos encontramos instalados es tan grande que nos impide comprobar el valor de la Cultura por nosotros mismos?
Tal parece ser la cuestión una vez prestada suficiente atención a las declaraciones referidas a las órdenes que el Sr. Ministro del Interior parece haber impulsado toda vez que la cumplida referencia a las mismas nos lleva a considerar como cierta la posibilidad de que a día de hoy exista un tropel de agentes de la Brigada de Delitos Informáticos de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado empleados ad hoc en la búsqueda, localización y posible detención de todos aquéllos que en un momento dado podamos expresar nuestra opinión por este, o por cualquier otro medio, empleando para ello unas formas que para un agente cuando menos, cuando no para su consideración, puedan ser dignos de ser considerados como constitutivos de presunto delito. Al menos queda la tranquilidad de que el único competente para declarar real la comisión de un delito, sigue siendo un juez.

Sin que obre en mi ánimo el pretender enmendarle la plana a la judicatura en el ejercicio de sus funciones, lo cierto es que la emoción que me producen las palabras del Sr. Jorge FERNÁNDEZ pueden aglutinarse, y por ende albergarse, en los mismos, cuando no en parecidos lugares, en los que guardamos no tanto solo las palabras, como sí para nuestra desgracia muchos de los actos que en los últimos meses revierten bajo el denominador común de acciones encaminadas a cercenar el uso, conocimiento y disfrute de las libertades.

No se trata de dejación de funciones por parte del Estado. Se trata abiertamente de uso perverso de las mismas. No se trata de que el Estado haya asumido el convencimiento de que los individuos por sí solos son incapaces de saber qué es mejor para ellos, se trata de entender que tal consideración al Estado, a este Estado, le da ya absolutamente lo mismo.

Es así como esta derecha, una vez considerado adecuado el momento, decreta alcanzado y superado el punto a partir del cual ya no solo se trata de engañar a los ciudadanos; se trata de impedir que puedan ser conscientes del engaño en sí mismo.
Por ello, una vez pasado el tiempo de los doberman, se declara inaugurada la era de los nuevos inquisidores. Aquéllos que serán, hoy por hoy, los encargados de mostrarnos los usos y costumbres adecuados dentro de esta nueva realidad a la que nos han conducido.

Una Sociedad que educa a sus infantes, se librará de la penosa tarea de encarcelar a sus ciudadanos.
Yo añado: Siempre que no sea eso lo que ha perseguido desde el primer momento.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.



jueves, 8 de mayo de 2014

DE LOS CENIZOS A LOS TRISTES, PASANDO POR LOS ¿ANTIPATRIOTAS?

Me sumo una vez más en el triste devenir que para mí supone ser consciente de la decadencia, en pos no sé ya si de un destino, o en su defecto, de alguna clase de avatar que sea de una u otra manera capaz de arrebatarme lo suficiente, de insuflar en mí no ya una nueva ilusión, como sí tal vez un nuevo objetivo, convencido como estoy de que esto, definitivamente, no da para más.

Transita así el devenir, que no el tiempo, toda vez que ahora más que nunca parece evidente la ausencia, entre propios y extraños, de cualquier forma de vocación destinada a traducirse en algún tipo de progreso.
Es entonces, cuando definitivamente parece quedar claro que no podemos ni debemos confundir con progreso lo que en realidad no es sino mero paso del tiempo; que tanto la cantidad como la calidad de los errores cometidos es tan grande, que constituye ahora ya sí un escollo de tamaña magnitud que resulta inabordable con las escasas herramientas de las que hoy dispone el Hombre.

Y lo peor de todo no es eso. Lo peor se muestra substancialmente ante nosotros en el momento en el que la Historia, muro impenetrable y contumaz, empeñado en este caso en mostrar cuando no acrecentar nuestras miserias, aparece exultante ante nosotros, mostrando nuestras miserias al obligarnos a reconocer que tales ausencias no proceden más que de tener que reconocer que en ese mencionado devenir, hemos ido dejando escapar, cuando no manifiestamente perdiendo, muchas de las certezas que hoy añoramos.

“Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en las civilizaciones decadentes y miserables de este mundo sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres (…) entrad en los Registros de la Propiedad y haced hogueras con los papeles para que el pueblo purifique la infame organización.
Hay que hacerlo todo nuevo, con los sillares empolvados, con los humos de los viejos edificios derrumbados. Pero antes necesitaremos la catapulta que abata los muros y el rodillo que nivele los solares. Descubrid el nuevo mundo moral, y navegad en su demanda con todos vuestros bríos juveniles.

Seguid ¡Seguid y no os detengáis ni ante los sepulcros, ni ante los altares!

Leída cuando no revisada la cita, lo cierto es que cuanto más se repasa, cuanto más se profundiza en su perspicacia, más dotada de vigencia y actualidad parece estar.
La eterna constatación de la necesidad sempiterna de que sea la Juventud la encargada de abanderar cualquier ejercicio de reposición que se pretenda; máxime si el mismo está destinado a convertirse en revolución, destinado en todo caso a no morir como mero movimiento. La perspicacia de identificar desde un primer momento en mitos y religiones el origen de muchas de las desgracias de nuestra sociedad; transitan en todo caso con paso firme hacia la para nada escrupulosa posibilidad de dotar al texto de una actualidad casi escandalosa. Una patente en cualquier caso que actuaría como prueba del imperdonable grado de decadencia en el que parece hallarse inmerso el mundo, el individuo, cuando no toda la sociedad.

Por ello, el impacto resulta si cabe más duro de asumir cuando nos detenemos a comprobar que la cita procede, nada más y nada menos, que de las palabras pronunciadas por Alejandro LERROUX el 1 de septiembre de 1906, dentro del discurso que pasa a formar parte de su obra LA REBELDÍA.

Para aquéllos que ahora comienzan a esbozar una sutil sonrisa. Para todos los que se relajan pensando que LERROUX forma parte de los llamados no ya anarquistas, sino abiertamente demagogos (uno de los máximos responsables de la Semana Trágica), lo cierto es que una vez que la lisonja conceptual haya finalizado su efecto, bien podrían recuperar su sentido de la responsabilidad, y detenerse unos instantes en pos de valorar el hecho que me lleva a rescatar hoy, en este aquí, y en este ahora, la intensidad, la fuerza, y la constatación de una franca necesidad de la que el documento hace gala.

Necesidad, intensidad y fuerza. Probablemente tres de los ingredientes de los que más faltos se encuentra un presente inmune a toda concepción realista. Un presente inexorablemente vinculado no ya a la vivencia carente de motivación, cuando sí más bien presta a no reconocer la valía ni el efecto de una realidad tan lastimera que, consciente no ya de su realidad, sino del mero sopor que transmite su sombra, ha de buscar refugio en una imaginación carente de futuro, agotada de mirar en su Historia la respuesta a sus preguntas.

Por eso el pasado nos golpea. La Historia, por medio de latigazos como los que se denotan en la constatación de la actualidad de palabras como las del hoy traído a colación, configuran una suerte de miseria, de mera vulgaridad de la que solo el necio habrá de salir sin extrapolar el imprescindible ejercicio de la lección bien aprendida.

Pero como algunos es precisamente en el pasado donde tienen su mayor rémora, es precisamente en la negación del mismo donde cargan toda su fuerza, donde concentran incluso la intensidad de su discurso. Hipotecan con ello su futuro, sin que el hecho de saber que el futuro de cuantos representan vaya inexorablemente ligado a tales acciones, parezca representar para ellos límite moral alguno.

Porque en última instancia de eso se trata, de moral. Una moral que pasa por arbitrar verdaderos ejercicios destinados a poder identificar, en estos tiempos si cabe con mayor prestancia, la imprescindible potestad de diferenciar sin el menor género de dudas no tanto a los buenos de los malos; como sí a los enemigos de aquéllos que no lo son.

Volvemos con ello al texto, que en otro pasaje dice, literalmente:

“A toda esa obra gigante se oponen la tradición, la rutina, los derechos creados, los intereses conservadores, el caciquismo, el clericalismo, la mano muerta, el centralismo estúpido, la estúpida contextura de los partidos y sus programas concebidos por cerebros vaciados en los troqueles que reclaman el dogma religioso y el despotismo político.”

Después de leer esto, no se trata ya de concebir que en este país hace años que se hallan identificados los unos, y los otros.

Parece más bien que, una vez asumido tal hecho, resulta imprescindible confundir a la hora de saber quiénes somos los cenizos, y qué papel nos va a tocar jugar a los que nos sabemos indefectiblemente tristes.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.