Resulta que, basta con echar un ligero vistazo en nuestro
derredor, entendiendo en este caso las distancias como temporales, para
darnos literalmente de bruces con otro instante histórico en el que en este
país, “se usaban artes malas para confundir al Pueblo, creando así sensación
de bulla propia de los ambientes de farándula, incluso en los barrios en los
que éste no estaba de predicar...” (Titular de marzo de 1766 de Diario
Noticioso Universal)
Corrían así no solo los días, sino que también lo hacían propios
y extraños, por las calles de Madrid. Y lo hacían bailando por aquel
entonces al son que les marcaba “El Real Cuerpo de Intendencia”, remitido
amablemente por un amable Carlos III. “El Mejor Alcalde, el Rey.” Aunque
me atrevo a pensar que si se hubiera tomado la molestia de preguntar, a
lo mejor se hubiera llevado la desagradable sorpresa de que nadie le votaba. Es
curioso así pues que, efectivamente hayan pasado 250 años, y en Madrid siga habiendo
Primeros Ediles que no saben lo que es enfrentarse no ya a un Pueblo
enfervorizado, sino a un Pueblo que se dirige a cumplir con el sano derecho del
sufragio.
Y de nuevo, como en aquel entonces, las capuchas, o por ser
más precisos los chambergos, (sombreros de ancha ala que “vertía sombra
irreparable sobre el rostro”), vinieron a convertirse en la espoleta de lo
que acabó siendo una revolución en el amplio sentido de esa definición según la
cual “Una guerra es el hecho que se produce cuando es tu Gobierno quien designa
al enemigo. Una revolución es cuando el enemigo forma parte del Gobierno.”
Corrían las calendas en marzo de 1766, y corrían también,
los caballos sobre los adoquines de Madrid. Y lo hacía también para perseguir a
madrileños de pura sangre, pero lo hacían también para perseguir a otros
venidos de todas partes del reino.
Se trató de la primera protesta, pero no fue, obviamente, la última. Como ha
ocurrido hace algunos días, la desesperación, en sus más diversas formas y
definiciones, se ha adueñado de la voluntad de la gente. Una gente que,
en el mejor de los sentidos, ya está más que harta de que se confunda paciencia
con hastío, ejemplaridad con falta de compromiso.
Como sacado de una Máquina del Tiempo, las explicaciones que
Julián Marías da a tenor de tales hechos, parecen verdaderamente sorprendentes,
al estar dotadas de una precisión tan manifiesta, que nos sentimos obligados a
reproducirlas de forma íntegra, toda vez que mañana bien podrían formar parte
de cualquier titular de un medio de prensa de actualidad, siempre que éste no
forme parte del catálogo conformado por el
TDT Party.
“...Es así que estas razones utilitarias -seguridad pública,
conveniencia de que se pueda reconocer a los delincuentes- no eran más que
apariencia. La justificación objetiva hay que buscarla en otras razones
más hondas, estéticas y estilísticas. Los hombres del Gobierno de Carlos III
sin duda sentían malestar ante aquellos hombres tan de otro tiempo, tan
distintos de los que se usaba en otra parte, tan arcaicos. Es así que la
aversión a la capa larga y al chambergo eran una manifestación epidémica de la
sensibilidad europeísta y actualísima de aquellos hombres que sentían la pasión
de sus dos verdaderas patrias, Europa y el Siglo XVIII”
¿Necesitamos acaso un esquema? ¿Va a ser cierto que,
definitivamente, no hemos sido capaces de aprender nada? ¿Acaso el “Motín de
Esquilache” traído aquí a colación no es sino el manual de instrucciones, el
esquema franco de nuestra absoluta incompetencia, una incompetencia
mostrada primero para con nosotros mismos, y para con la Historia?
Somos así pues, un país rico en Historia, pero carente de
recuerdos. Un país lleno de épica, pero vacío de héroes. Tal vez porque dentro
del ejercicio de nuestro deporte favorito, el de la total y absoluta falta de
indulgencia para con los nuestros, somos capaces no ya de matarlos, sino
de colgarlos al sol para que se sequen, haciendo de ello además, motivo de
escarnio, cuando no de manifiesto festejo.
Y es así que, en este vaivén prosaico, unos y otros, ricos y
pobres, terratenientes y desahuciados; encuentran en la práctica de la
desavenencia y el agravio entretenimiento desde el que dar rienda suelta a sus
respectivas mediocridades.
Se confabulan así personas que en condiciones de las
denominadas normales, jamás hubieran llegado no ya a intimar, sino quién
sabe si ni tan siquiera a intercambiar una sola palabra; para dar lugar en este
caso a una suerte de compadreo versado
en los mismos ardides desde los que se refuerzan los lazos entre los chichiribailes
que, ociosos por las calles, esperan el paso de Boccherini, lanzando piedras a
los perros, haciendo del vicio común resorte desde el que apostillar su día
destinado a la desgracia.
Se confabula así la Historia no ya de Madrid, sino de
España. Una Historia que nos devuelve a un presente incapaz, como aquel
entonces, de esconder los verdaderos problemas a saber, el desmedido auge de
los precios de una España que, presionada por las malas cosechas, e inmersa en
un proceso de inflación galopante, ve que el sueño de un proceso
ilustrado se va al traste impulsado por la certeza de que un estómago vacío no
deja lugar a un cerebro ocioso, o propenso al desarrollo de corolarios que no
tengan repercusión directamente práctica.
Es ésta pues la constatación práctica de que en España lo de
flagelarnos al amparo de los errores propios ya cometidos a lo largo de nuestra
propia Historia, es algo que no solo no
nos pilla de sorpresa, sino que más bien venimos a convertirlo en algo así como
deporte nacional, destinado siempre a enardecer los ánimos de un
reducido grupo que investido de Razón, se pone El Mundo por montera, aunque
para ello hayan de dinamitar El País.
Es por ello que, una vez todo haya saltado por los aires,
y tratemos de encomendarnos a Santa Bárbara, el número de truenos habrá
sido ya tan grande, que incluso ésta se habrá quedado ya sorda, incapaz pues de
satisfacer nuestras demandas, permaneciendo impasible a nuestras demandas.
Será ese y no otro el momento en el que las cosas habrán de
cambiar, y no por detalles como los observados en los últimos días, cuando sí
más bien por la ausencia de determinadas conductas, y abiertos comportamientos,
que verdaderamente se echan en falta, y cuya ausencia no hace sino poner de
manifiesto la concreta duda que algunos tenemos de que verdaderamente,
habitemos en un país serio.