Hace poco más de un año, habilitábamos este mismo espacio
para promediar la posibilidad de que Europa, y por ende su predisposición hacia
el bien o hacia el mal, estuviera realmente ligada al proceso que pudiera
seguir la vinculación de Alemania para con su propio bienestar.
En base a este mismo principio, nuestro exceso de ánimo, o
tal vez el hastío que nos provoca el saber, cuando no intuir, el largo tiempo
que sin duda habrá de transcurrir hasta que la solución comience a intuirse la
solución; nos lleva a mantener firme la esperanza en base a la cual los viejos
cánones conocidos serían suficientes para salvar, cuando no para reestructurar,
el Sistema en sus concepciones primarias.
Pero hoy, transcurrido el tiempo necesario lógico, al menos
para constatar nuestra realidad, o el espacio que guardamos respecto de la
misma, nos lleva no obstante a constatar una última realidad, la que procede de
comprender que ya ni siquiera los actores se comportan en consonancia con los
papeles que una vez les fueron asignados.
Los cánones han dejado de ser útiles.
Hemos de acudir entonces, una vez más a la Historia, no para
promediar el estado de las cosas,
sino más bien para ubicar a los protagonistas, y el papel que estos juegan,
respecto de la misma.
Y es así como comprobamos la evolución de las cosas, hasta
conformar un punto basado en un hecho que, desgraciadamente, parece comprobarse
una vez más. La certeza que procede de saber que el concepto de Unión Europea es, a todas luces, y ahora
más que nunca, un vulgar eufemismo.
Europa es mucho más que una mera unidad geográfica. Desde la Grecia Clásica
hasta el Imperio Romano, pasando por la propia manera de desintegrarse del
mismo, en Europa triunfa poco a poco la idea de que el proyecto de hacer el
camino unidos es, en realidad, una posibilidad eficaz.
Porque si, al principio la eficacia en sus más diversas
formas y acepciones constituye sin ambages el último motor del proyecto, luego
serán otros como la Religión en sus más diversas acepciones los que tomarán el
relevo de un proyecto que cada vez toma más visos.
El Sacro Imperio
Romano Germánico, y las respectivas Ligas
que unas veces para su defensa, y otras en aptitud francamente ofensiva surgieron
alimentadas por la necesidad de encontrar en la acumulación de recursos, la
manera objetiva de afrontar los sucesivos hándicaps que entes ajenos, como
pudieran ser los turcos o los árabes, ponen frente a la en apariencia
ineludible unidad del sistema, a los hombres.
Porque sí, efectivamente, llegado ese momento, la religión,
el catolicismo para más seña, acaba convirtiéndose en el cemento que une la en
apariencia unidad virtual de Europa.
Pero entonces, como ahora, uno es el error conceptual que se
comete. A saber el que procede de no comprender, ni entonces ni ahora, que el
verdadero motivo de la unidad de Europa pasa por entender, cuando no por
asumir, que el proyecto europeo como sucede con todos en realidad, debe su
éxito en realidad a la costatación del hecho inexorable de saber que todo ha
de hacerse por y para los seres sociales y humanos que componen en realidad la
idea, materializándola y haciéndola en cualquier caso razonable.
Por eso hoy, el devenir de los tiempos hace parecer si cabe
más incomprensible si cabe la senda que los acontecimientos han tomado.
De tratarse de un individuo, el análisis de la actual
situación de Europa habría de llevarse a cabo desde las prescripciones que en
términos psiquiátricos se refieren a alguien que responde a los paradigmas de un neurótico. Un enfermo
que en definitiva está dispuesto a hacerse daño a sí mismo, a partir en este
caso de la incapacidad manifiesta que tiene para reconocer el bien común.
Y es entonces cuando no resulta para nada difícil, sino que
más bien se muestra, precisamente en términos propios del alemán Kant, “que la verdad aparece ante nosotros,
de manera clara y evidente”. Una verdad que inexorablemente pasa por
comprender, por aceptar más bien, que de nuevo las rivalidades, manifestadas en
absurdas batallas internas, han vuelto a echar
por tierra el enésimo intento de unidad europea.
Pero en este caso, de nuevo la variable de la increíble
velocidad a la que transitan los hechos, hasta convertirse en acontecimientos,
nos permiten anticipar algunos de los resultados más evidentes.
Los que proceden de saber que de nuevo hemos abandonado el
hecho fundamental, el que procede de asumir que todo, absolutamente todo, pasa
por comprender que El Hombre, en sus múltiples acepciones, constituye en
realidad el único motor que ha de promover e incluso justificar cualquier clase
de movimiento en este campo.
En lugar de eso, los principios y valores que
inexorablemente habrían de ir ligados a tamaña concepción, se ven alienados por
la superposición procedente de la acción desarrollada de la acción conjunta de
toda una serie de principios excluyentes, entre los que destaca por supuesto la
Economía, a partir de los cuales cualquier intento de racionalidad queda
descartado.
Aparece así en escena la Economía, avasallando cuando no
arrastrando consigo cualquier atisbo de comportamiento coherente. Es así que
los principios, los verdaderos principios, son barridos del mapa de una manera
tan aparentemente sencilla, que nos podría llevar a pensar que el propio hacer económico, constituye no uno más,
sino probablemente el más importante, de los mencionados valores.
En conclusión, el fondo de la crisis, y la esencia de la
estafa que probablemente se lleve por delante una vez más la idea de Europa,
pasa por los mismos lugares, aquéllos que comparte con la certeza que procede
de empeñarse en que los capitales son en
realidad la fuente de la que procede la fuerza para todas las cosas.
A propósito, los más de cinco mil millones de euros que de
la mala gestión de la crisis chipriota pueden hacer desmoronarse una vez más el
sueño europeo, constituyen en realidad poco más de la mitad de lo que Madrid se
gastaba en proyectos tales como los de las carreteras M-30 y M-40.
Que juzgue quien proceda.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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