miércoles, 16 de diciembre de 2015

DE LA CERTEZA OCULTA. EN EL VERDADERO VALOR DEL ¡HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO!

Podía haber sido, sin duda, una frase más. Podía haber pasado desapercibida. Podía haber sido olvidada, caracterizada, burlada. Podía haber dado lugar a multitud de chanzas, algunas incluso en su vertiente moderna, eso que los “modernos” llaman memes, si no me equivoco.
Se trata de algo tan incomprensible, tan insostenible, que bien podía haber dado lugar a la respuesta contraria y así, haber protagonizado gestos de apasionamiento, en forma de seguidismo irracional. Todo esto, y posiblemente muchas cosas más, al menos cuantificables como de tantas, son las que podían haberse extraído del no debate al que asistimos el pasado lunes. Un debate que comenzó arrebatándonos alguno de nuestros derechos. Un debate, quién sabe, si presagio de lo que ha venido a ocurrir hoy, que sin duda ha terminado de arrebatarnos lo poco que de Campaña Electoral le quedaba al periodo en el que, lo crean o no, nos hallamos inmersos.

Confieso que hasta hace unos minutos, esperaba con anhelo el instante que semana tras semana me sirve de catalizador para encontrarme conmigo mismo, curiosamente a partir del análisis que de todo lo que me es extraño en tanto que acontece fuera de mi, me sirve para identificar mi lugar en el mundo comparando, precisamente, el efecto cuando no el impacto que todo ello causa en mi conciencia.
Y es precisamente al categorizar no tanto ese impacto, como sí más bien el elevado grado de diferencia que semana tras semana detecto entre el efecto que en mí causa la realidad, y el causado entre los que me rodean, lo que precisamente me lleva a tomar de manera no ya solo consciente, sino absolutamente evidente, la decisión por la que aquí y ahora asumo que, sencillamente, no me siento identificado con el mundo que me ha tocado en suerte, o por ser más exacto, manifiesto mi desazón para con las personas con las que en general, vengo a formar el Común, al cual doy forma junto a los que me son contemporáneos.

Lo cierto es que sería injusto decir que estas palabras surgen de la improvisación. Una cosa así aunque sea objeto de la impresión, no surge de repente. O por ser más concretos, no se forma de un día para otro. Ocurre más bien, tal y como es propio de aquellas cosas que son verdaderamente importantes, que se va formando poco a poco. Ocurre, como en el caso del ruido asociado al cauce de los grandes ríos, que la tromba presagio del colapso que acompaña a los grandes cauces cuando éstos se desbordan en pos del rumbo marcado por la catarata, procede de lo que una vez fue el tintineo sibilante de esa primera fuente de lo que tiempo a fue la primera fuente, el manantial que dio lugar y forma a ese río. Un río del que todos conocen sus espectaculares cascadas, pero del que a pesar de lo obvio, la mayoría parece ignorar que antaño, procede de una fuente primigenia.

“A pesar de lo que muchos prefieren olvidar.” Bien podría ser el título de un capítulo de un mal libro, o incluso el título del libro en sí. Mas en realidad no es sino el diagnóstico de lo que tal y como hoy ha quedado puesto de manifiesto, se ha revelado ante nosotros como la causa primigenia de muchos de los grandes males que ahora, y lo que es peor, desde hace mucho tiempo, vienen afectando a la substancia más estructural de nuestra sociedad.

No pretendo perder ni un solo instante en revisar (dado que pretender analizarlo  es del todo baldío) ni uno solo de los momentos que supuestamente vinieron a componer el que supuestamente fue el “cara a cara” que “habría de enfrentar” a los que por otro lado personifican las estructuras dominantes en esto que unos y otros hemos dado en llamar el bipartidismo. Por ello, y lejos en mi ánimo el osar decir, ni tan siquiera pensar, que el mencionado acontecimiento no ha obrado en mí alguna suerte de modificación, diré más bien que en contra de lo que pueda parecer, creo no exagerar si digo que nunca hasta este momento un evento sometido a los cánones del electoralismo, había logrado infligir a mi conciencia un castigo tan inconmensurable que, y de nuevo entro en el terreno de las confesiones, ha logrado, efectivamente, modificar el sentido de mi voluntad a la hora de decidir mi voto.

Resumiendo de una manera y a la sazón muy sencilla, diremos que en pocas ocasiones como en la que traemos hoy a colación, las formas han jugado un papel tan predominante.
Por no perdernos en eufemismos, ni por supuesto en giros que a veces por inverosímiles no conducen sino al aumento de la complejidad de lo expuesto; diremos sencillamente que siguiendo al pie de la letra lo que es conocido incluso por los más viejos del lugar, Las formas pueden hacerte perder, incluso la razón. Aunque para ser del todo justos, requisito imprescindible para perder la Razón es haber tenido alguna vez noción de la misma. Y en el caso de Pedro Sánchez, creo poder afirmar aún a riesgo de equivocarme, que tal hecho todavía no se ha producido.

Incapaces pues de acudir a lo esencial, pues en tamaña superficialidad no solo difícil, más bien imposible resulta encontrar un mero atisbo de algo que no amenace con ser arrastrado por el viento ante el primer asomo del mismo; habremos de decir que más sorprendente que las ya de por sí lamentables tácticas desarrolladas por el todavía hoy líder de la oposición, resultan con mucho los incomprensibles esfuerzos que a modo de batería han sido desarrollados por quienes desde dentro, se han esforzado primero en justificar, y después en legitimar, conductas que por darse en personas de una u otra manera llamadas a ser consideradas modelos, ejercen una gran cuando no notable influencia sobre quienes por uno u otro motivo deciden salir a buscar fuera los motivos de sus propios actos.

Desde tamaña irresponsabilidad, el triunfo de tan dañinas conductas, triunfo del que somos netamente conscientes una vez que la conducta torticera de la que el pasotismo generalizado ha dado muestra en tanto que no ha hecho nada en pos de cortar las mismas de raíz, ha terminado por permitir brote lo que otrora germinó a partir de la mera posibilidad de dar crédito a la fábula en base a la cual, tal y como ocurre en el amor y en la guerra, en política todo vale.
Ya es por ello tiempo de que de manera alta y clara, a la vez que de manera absolutamente indiscutible, primero nos enteremos, aunque solo sea para luego hacérselo entender a los demás, que no solo lo de que todo vale es una falacia destinada a favorecer a los que siempre han temido a los posibles efectos que tanto para ellos como especialmente para su posición puede tener el hecho de que efectivamente se imponga tamaña condición; sino que ahora más que nunca la política, o más concretamente el ejercicio de la misma, es cuando más cuidadoso ha de resultar en el ejercicio de los menesteres que le son propios.

Los motivos, tan evidentes como complicados en tanto que netamente sometidos a la complejidad del marasmo de la interpretación, se agrupan cuando no se resumen en el hecho de que no tanto la política como sí más bien el ejercicio de la misma se hallan en este caso cimentados en el planteamiento de la cesión representativa del poder. Expresado a grandes rasgos, la imposibilidad de que todos accedamos unívocamente a las estructuras de poder lleva a los más capacitados a erigirse en representantes de los por otro o en cualquier caso, más mediocres. Mas supondría un ejercicio de absoluta ingenuidad el llegar no solo a suponer sino sencillamente el considerar, que las acciones de los primeros estuvieron ni por un solo instante inspiradas en lo que podríamos denominar el bien común, o lo que sería lo mismo, una suerte de proceder con afección tanto en el sentido ético como en el moral, en base a lo cual las acciones propias de los entes activos, estarían motivados en lograr la satisfacción de los agentes pasivos, los cuales a la sazón son, en términos estrictamente cuantitativos, soberbia mayoría.

Es con ello que a medida que vamos despertando del sueño altruista en el que nos hemos visto inmersos, nos damos de bruces contra la realidad sintetizada en un mundo en el que los depredadores no es solo que devoren a los llamados a ser depredados, sino que en contra de lo que cabría ser esperado, ambos se sienten cómodos en el respectivo lugar que la cadena trófica les reserva.

Asistimos pues al triunfo de la chabacanería. Un triunfo que no lo dudemos responden a una demanda bidireccional. Por un lado el mediocre se siente cómodo ejerciendo de mediocre, traduciendo su mediocridad en el acto pasivo de no pensar; en tanto que otros se sienten encantados de poder suplantarles en el ejercicio de esa preciosa labor.

Pero la chabacana mediocridad es a la par voluble, propensa a las emociones fuertes, y por ello necesitada a diario de estímulos que han de ser cada vez más y más impactantes.
De ahí que la intensidad de los estímulos con los que el pasado lunes Pedro Sánchez hubo de dirigirse a sus huestes, bien podría darnos una idea del actual estado de las cosas. ¿Necesitan una pista? Vayan a buscarla a Pontevedra, de paso a lo mejor encuentran la patilla de las gafas del que pese a quien pese, es por decisión democrática nuestro Presidente del Gobierno.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

DE LA UTILIDAD DE CUESTIONES TALES COMO LA NAVIDAD, LOS DEBATES ELECTORALES, Y OTRAS COSAS ASOCIADAS AL INTELECTO.

O tal y como creen algunos, directores de campaña y responsables de campañas publicitarias entre otros; de todo proceder destinado a aprovecharse de la buena disposición desde la que al menos en principio, la mayoría partimos cuando nos enfrentamos a asuntos de aparente calado como en principio parecía ser escribir la carta a SS.MM los Reyes Magos de Oriente; o lo que para el caso viene a ser lo mismo, esperar que alguien dedicado a lo que se ha dado en llamar la carrera política profesional, llegue a considerar como si tan siquiera una opción el tener que cumplir cuando menos una de las promesas que tuvo a bien llevar a cabo a lo largo de lo que fue el discurrir de la campaña electoral en sí misma.

Una vez que la prudencia y la prescripción de un facultativo se han traducido en el fenómeno por el cual he decidido no achacar mi mala conciencia a sucesos respecto de los que no hayan trascurrido al menos 48 horas, es cuando a estas horas empiezo a ver con toda nitidez el cúmulo no tanto ya de circunstancias, cuando sí más bien de interpretaciones, a partir de las cuales comprender no tanto las conclusiones, como sí más bien lo que podríamos llamar compendio de antecedentes, a partir de los cuales no tanto fue llevado a cabo como sí más bien fue pergeñado la suerte de experimento social hacia lo que ha terminado por evolucionar el suceso televisivo al que de forma netamente malévola y por supuesto nada accidental, ha terminado por conducirnos el espectáculo al que el pasado día siete de diciembre, fuimos condenados.

En otra muestra más de cinismo prosaico. En algo que solo puede considerarse desde la óptica de una sociedad realmente enferma en tanto que proclive a la conducta morbosa; alguien de quien sinceramente espero no llegar a tener noticias nunca, decidió, apoyándose para ello en razonamientos y argumentos que seguramente solo él compartía, que las evidencias procedentes del estudio y constatación de los fenómenos históricos y su implementación sobre los hombres (algo que dicho así puede sonar tremendo, pero que una vez desmenuzado se resume en la tesis según la cual, cuando algo ha ocurrido siempre de una determinada manera, la constatación de sus premisas iniciales puede llevarnos a la sospecha de que seremos capaces de anticipar sus consecuencias, sin que para ello hayamos de repetir una y mil veces el experimento;) tenía que ser en realidad obviado.
Dicho de otro modo, algo o alguien, o por ser más justo seguramente la incidencia no casual de varios algos, confabulados desde la absoluta falta de lealtad de numerosos alguienes; decidieron el pasado lunes que decenios de insatisfacción política, más de dos centurias de insatisfacción democrática y lo que es peor, una absoluta inexistencia constatada en el hacer de la eternidad; de compromiso por parte de los que se hacen llamar activos políticos; iban curiosamente ha ser olvidados en el transcurso de esa precisa noche, precisamente para que un preciso grupo de señores, precisamente, hicieran todo lo preciso para que la Historia no detraiga su tributo.

Pero si alguna virtud puede atribuírsele a la Historia ésta es, precisamente, la contumacia. Y por ello ni podemos ni por supuesto debemos sentirnos defraudados precisamente porque la llamada cita histórica acabara, efectivamente, desarrollándose por los cauces por los que la mentada Historia exige que todo lo que en realidad no es sobrevenido, acabe por discurrir.

De tal manera que a nadie debería extrañarle el constatar cómo el que  efectivamente ha sido el programa más visto del año en televisión, según marcadores objetivos, puede en realidad acabar convirtiéndose, aplicando en este caso varemos netamente subjetivos, en la apuesta menos rentable de la historia.

Porque llegados a estas alturas, ¿cuántas personas apuestan sinceramente el sentido de su voto a las sensaciones que del mencionado debate se desprenden? Dicho de otra manera. En un país con más de cuatro millones de parados, con la Deuda Pública afectando al más del 100% del PIB. Con un Gobierno que no solo ha demostrado su manifiesta incompetencia para resolver los problemas de los españoles, sino que más bien al contrario, se ha mostrado ducho en avalar la perseverancia de los tales problemas en un menester que sin duda va a mantenerse durante cuando poco, más de un decenio. En tales circunstancias, de verdad, en tales circunstancias. ¿De verdad alguien va a decidir el sentido de su voto en función de las emociones que desprenda tal o cual candidato?

Cierto es que analizar a priori (o sea, sin fundamento práctico) el sentido de las emociones de los más de siete millones de telespectadores que presenciaron el mencionado; constituye para mí una obra por faraónica, inviable.
Sin embargo no es menos cierto que a posteriori, y sobre todo teniendo en cuenta que el volumen de variables a manejar resulta sustancialmente más reducido; que bien podría aventurarme a especular sobre el cúmulo de naderías primero, y francas sandeces después, sobre el que pivotó la percepción que en este caso ha de serles atribuida a quienes en este caso se presentaron e identificaron como los protagonistas. Protagonistas, no lo olvidemos, en tanto que candidatos que formalmente optan a ser Presidentes del Gobierno de España.

Aunque si bien esto último no es del todo cierto, pues la Sra. Sáenz de Santamaría se siente cómoda en su segundo lugar, dejando cumplida constancia de semejante tranquilidad desde el primer minuto; si hay una duda que a mí personalmente me atribula es la que pasa precisamente por no poder comprender cómo esa misma tranquilidad pudo verse mantenida hasta el instante final por una persona que, no lo olvidemos, se ha mantenido firme en su puesto en el Congreso de los Diputados ejerciendo de Vicepresidenta de un Gobierno que se apoya en la mayoría absoluta que le ha proporcionado el que está por demostrarse y todas las circunstancias parecen indicarnos se trata de el partido político más afectado por la corrupción, de toda la Historia de España tal y como parece avalar el hecho según el cual el mismísimo Duque de Lerma podría haber tomado apuntes. ¿Os imagináis el contenido del próximo Curso de la Universidad de Verano financiado por FAES?
Pues de nada sirvió tal hecho. Y no se trata de una percepción subjetiva como se deriva del hecho de que algunos Medios la dan como virtual vencedora del debate.

Hemos empezado por la Derecha, y por ello, o más bien por seguir el orden. ¿Qué decir del papelón del Sr. Rivera? ¡Dios mío cuanto puede echarse en falta la presencia de un atril tras el cual esconder tus miserias cuando no sabes qué hacer con tu existencia corpórea¡ Porque tal fue la sensación que a mi entender se derivó de la larga e inconexa suerte de imprecisiones que logró engarzar el sin duda a estas alturas ya manifiestamente debilitado líder de Ciudadanos. Sr. Rivera, a un debate, si se va, se va preparado; de lo contrario se corre el riesgo de ver cómo tus vergüenzas quedan al descubierto, o en el peor de los casos, la falta de humildad vagamente intuida puede verse elevada a rango de certeza, con los efectos que podemos llegar a imaginar.

Efectos de chulería y prepotencia, de arrogancia en una palabra, como los que en todo momento no ya condujeron sino evidentemente presidieron el antes, el durante y qué duda cabe, el después, del escenario a efectos consolidado por el Sr. Pablo Iglesias. Porque si a alguien le puede quedar la menor duda de lo absolutamente imposible que resulta encontrar un viso de realidad mundana en éstos esperpénticos fenómenos mediáticos (léase indistintamente como tal bien el programa resultante, bien el personaje, a la sazón no menos resultante, en este caso de la mal llamada telegenia) la aptitud del Sr. Iglesias, argumentada absolutamente desde su proceder, culminó en poner fin de manera solvente a tal duda. Así no habrá leído a Kant tal y como él mismo “confesó.” Mas me atrevo a decir que otros filósofos alemanes, tales como por ejemplo el mismísimo F. Nietzsche, bien podrían estar orgullosos pues no todos los días tenemos la fortuna de contemplar a alguien que se mueve como si verdaderamente sintiera que se halla “Más allá del bien y del mal.”

Aunque si la arrogancia no como virtud, cuando sí más bien como ausencia de humildad es mala. ¿Qué decir de la humildad impostada? Porque impostada, como su sonrisa propia más bien de un modelo acostumbrado a protagonizar la sesión de fotos que preside la contraportada de cualquier dominical de prensa más que a figurar en los carteles que piden apoyo para dormir en el Palacio de la Moncloa, resultó ser la que desparramó un Pedro Sánchez más preocupado de convencerse a sí mismo de la inexistencia de sus múltiples carencias, carencias que a estas alturas ya no le son desconocidas a nadie, y menos a él. El resultado, tal y como podéis imaginaros: Han pasado casi cuarenta y ocho horas y todavía anda por los pasillos entonando un quejumbroso: “pero en el fondo ¿no estuvo mal, verdad?

En definitiva, y por si llegados a este aquí a alguien no le ha quedado lo suficientemente claro, mi posición al respecto del debate no pasa por cuestionar es éste bueno o no, si es conveniente o inconveniente. Más bien, sinceramente, mi certeza apuesta por poner de manifiesto el grado de ofensa que en mí converge cuando acierto vagamente a hacerme una idea del grado de estulticia que al votante español le atribuyen todos los que pergeñan espectáculos zafios y más propios de corralas como el que el pasado lunes contribuyó a poner en fuga al que suponía último vestigio de conducta responsable para con una cita electoral que en este país quedaba. Lo que me lleva a pensar: ¿Acaso no sería precisamente tal cosa lo que desde el primer momento fue con tanta ansia buscado?


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

NO ES PAÍS PARA VIEJOS… ¿O SÍ?

Dice el Refranero Popular, erigido tal vez sobre las sólidas bases que se precursan como las  responsables de convertirlo en último bastión de la única de las sabidurías que aún permanece en pie, que allí donde hay patrón, no manda marinero. Ha sido siempre la navegación, sea cual sea la vertiente a la cual aludamos, más que una responsabilidad, digamos que un auténtico arte. De tal manera que al contrario de lo que pasa con el resto de los procederes que han inundado el mérito de la Humanidad, sus vertientes han estado más cerca de profesar respeto a una reducida élite dotada de algo más que de vocación, de una auténtica suerte de privilegio. Por ello, en definitiva, que capitanear una nave requiere de algo más que de actitud, requiere de instinto, de aptitud marinera. Y eso es algo que no se aprende, se tiene, o no se tiene.

Por eso, cuando el pasado lunes experimenté el trance de tener que plantearme atender la demanda que suponía el ejercicio de responsabilidad que para con la Democracia había planteado El Diario El País; lo hice desde la tónica con la que un neurótico se enfrenta a la necesidad de hacer frente a su medicación o sea, sabiendo que el que va a permanecer como resultado no es en realidad él.

Lejos de detenerme un instante en las formas, esto supondría dar cancha a esos indocumentados de la onda que de verdad piensan sientan cátedra cuando manifiestan conclusiones tan brillantes como las que proceden de elevar a rango de prima sociológica el color de la corbata, hecho que literalmente se viene abajo cuando uno de los partícipes se presenta sin haber sucumbido al artificio que supone el uso de tal ornato; lo cierto es que una vez elevado el nivel, hecho que ha acontecido en el momento mismo en el que nos hemos atrevido a criticar lo hecho no por la mayoría, sino realmente por todos, es cuando nos vemos en la ahora ya sí sagrada obligación de aportar algo más no tanto al debate, como sí más bien al post que se ha desarrollado a continuación.

Es a partir de haber aclarado tales consideraciones, cuando podemos ir trasladando al escenario de la realidad, en definitiva aquel en el que las circunstancias se materializan, toda esa suerte de opiniones a la que pueden quedar reducidas las escasas, cuando no nimias, aportaciones que unos y otros llevaron a cabo el pasado lunes.
Porque una vez se levantó la bruma propia de la novedad, una vez el brillo de los focos dio paso a la sombra que más que proyectarse, se empeñaba en rodear a los tres contertulios; lo cierto es que el debate del lunes, lejos de suponer un canto a la emoción destinado a promover la ilusión entre los votantes, terminó por convertirse en un vaticinio de debacle empecinado en poner de relevancia las aptitudes nihilistas que algunos le vaticinamos al presente en el que nos ha tocado vivir.

Pero puestos a bien mirar, lo cierto es que atribuir a los protagonistas toda la responsabilidad sobre la autoría del drama representado resulta algo propio de una conducta injustificada toda vez que nada, absolutamente nada, se revela como competente a la hora de permitirnos identificar a nuestros ya mentados protagonistas como artífices del mismo. Y no lo digo porque unos u otros, o incluso los tres en común, no estén valorando seriamente la posibilidad de poner en marcha la conocida suerte de desastres que bien en cadena, bien por separado, acaben por dar al traste con todo. Lo cierto es que lo único que puede exonerarles de tamaña acusación, no es más que lo que procede de ver cómo día tras día, y a veces de cada dos hasta el de en medio, parecen extrañamente volcados en una suerte de pantomima destinada a poner de manifiesto su más que evidente, yo diría que absoluta, incompetencia.

Va así pues siendo hora de que comencemos a plantear las cuestiones en su justa medida: ¿Son las circunstancias propias del resultado de las acciones que los hombres llevan a cabo? O más bien: ¿está la conducta del Hombre vinculada a las limitaciones propias del escenario en el que tales se desarrollan?
Dicho de otra manera, la incompetencia de la que nuestros tres protagonistas hicieron gala, y de la que su incapacidad para hilar un solo argumento coherente a lo largo de las más de dos horas que duró la confrontación constituye ejemplo evidente ¿Ha de considerarse como una causa, o más bien como un efecto vinculado al actual estado de las cosas?

En un momento que algunos creímos llegada la hora de los valientes, lo cierto es que ni uno solo de los argumentos apuntados, o ni tan siquiera esbozados por quienes al menos en apariencia se sienten llamados a ejercer nuestra representación en Las Cámaras ha hecho, al menos siempre según mi opinión, ni con mucho argumentos que me permitan auspiciar la menor de las esperanzas a la hora de atribuirles un mínimo de mérito político. Por ello que no esperen obtener de mí ni una sola indulgencia electoral.

Pero entonces…¿De dónde procede tanta inutilidad?

Responde nuestro país a una suerte de comportamiento muy específica que si bien permite identificar tal hecho en la mayoría de procederes que le son propios, eleva a rango superlativo tamaña consideración cuando tales patrones han de ser explicitados en el terreno de lo político. Echemos un poco la vista atrás, y no hace falta ser muy avispado para toparnos con una suerte de procesos entre los que destaca aquél del que en breve conmemoraremos su aniversario, en base al cual en nuestro país resultaba imprescindible declarar inaugurado un proceso destinado entre otras  a certificar cuáles habrían de ser los planteamientos cuando no los procedimientos con los que nuestro país estaba llamado a exorcizar sus viejos fantasmas.
Erigimos así pues los viejos esquemas, los que nos son propios, y ejerciendo ese santo proceder que tan bien nos caracteriza, pusimos de manifiesto una vez más nuestra incapacidad para saber a ciencia cierta con quién estamos, dejando claro que en España nada une más que tener claro contra quién estás.
Fue así cuando cansados de los sistemas, apostamos de nuevo por la recuperación de la Ideología.

Fue entonces cuando la libertad nos explotó en la cara. Ser libre era ya una complicación, pero argumentar cómo se vivía en el uso de tal aptitud se erigió en una auténtica epopeya. Ni los pioneros de las praderas americanas requirieron de tanto valor cuando iniciaron su penosa aunque esperanzada marcha hacia el Oeste.
Fue entonces cuando comprendimos que la Ideología quemaba templos, desataba persecuciones furibundas, parecía justificar guerras e incluso rompía amistades fraguadas en el transcurso de decenios. Y sin embargo se quebraba en mil pedazos cuando se hallaba en la base del comportamiento que se traducía en el llanto de un niño hambriento.

Abandonamos entonces la Ideología, y apostamos por las personas. Fueron éstos los tiempos de las grandes personas. Grandes personas, incluso personas grandes, que de una o mil maneras parecieron fomentar en este caso la esperanza de que los vanos que tanto los sistemas, como incluso las ideologías habían dejado, serían ahora cubiertos por una suerte de magia que en este caso como una incipiente aura rodeaba en consecuencia a esa restringida caterva de elegidos en apariencia llamados si no a cambiar el mundo, sí cuando menos llamados a conocer en exclusiva sus límites, y los del mundo tambíén.

Fue entonces cuando el ídolo se hizo hombre, cuando el Dios se hizo Carne. Cuando la ensoñación se tornó más bien en pesadilla. Cuando una vez más hubimos de comprobar que ahora, tal vez no más que antaño, estamos legítimamente solos.

Pero constituye la soledad en este caso el último vestigio de responsabilidad. Porque detrás del atisbo de miedo que parece reducir la valía de quienes tienen la fuerza para asumir el peso de lo que ya es a estas horas evidente certeza; no se esconde sino una suerte de abulia que en este caso, lejos de resultar contraproducente, se erige en la máxima traducción de sentimientos a la que puede aspirar un individuo que, convertido en ciudadano en tanto que ente que ha asumido voluntariamente arrogarse el peso de la Ley que le identifica como libre precursor de la Democracia así como de los procederes que le son propios; se ha ganado el derecho a seguir esperando.

Esperar es el ejercicio que se le atribuye a quien ejerce el derecho activo a la esperanza. ¿Esperanza de hallar un Sistema adecuado? ¿Esperanza de redactar los parámetros que delimiten es espectro metafísico de la Ideología Perfecta?

Tal vez, y a lo sumo, esperanza en ser dignos de seguir esperando.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

DE UN TIEMPO CARENTE DE ÉPOCA.

Vivimos en un mundo en el que solo la certeza que se halla oculta formando parte definitiva de la paradoja, parece presagiar una suerte de aproximación si no a la realidad, sí al menos a la más cercana de las posiciones a la que con respecto a la misma podemos soñar con encontrarnos, en un momento dado.

Es a partir más bien de la aceptación de tales principio, que no por supuesto de su comprensión, que podemos no tanto hacernos una idea del mundo en el cual vivimos, como sí más bien del catálogo de actitudes que en pos sencillamente de sobrevivir, habrán poco a poco de consolidarse como el máximo de los acervos al que podemos optar, toda vez que la consolidación del lacónico proceso de involución en el que tal y como no podemos negar, llevamos decenios emplazados, ha convertido en inalcanzable para nosotros cualquier asomo de esperanza, cualquier atisbo de salvación.

Instalados así pues de manera rotunda en la desesperación, la renuncia parece instituirse no tanto ya como solución, sino que lo hace más bien como senda lógica, quién sabe si verdaderamente como última senda destinada a albergar nuestra última consideración para el futuro, nuestro último conato en pos de volver a recordar los ya casi del todo olvidados tiempos en los que se tenía algo que decir.

Es así que, respondiendo a un proceso maquiavélico, siguiendo un proceso que hace de su metódica condición su más furibunda condición, que el Hombre Moderno ha explicitado la que sin duda es la más terrible de las apuestas a las que nuestra especie se ha enfrentado nada más y nada menos que desde el principio de su tiempo, lo que viene a ser lo mismo, desde que tiene consciencia de su propia existencia.

Convergen en el Hombre tanto variables como certezas que, debidamente ordenadas, vienen de una u otra manera a configurar una suma de realidades que participan sin lugar a dudas de una última realidad, la que pasa por la necesidad de poder erigirse en definición de la misma, reduciendo pues a meras contingencias el resto de parámetros; muchos de los cuales en un momento dado aspiraron a ocupar el espacio de tales definiciones, o incluso en algunos casos llegaron a aspirar a convertirse en tales.
Pero tal y como siempre hemos sabido, ya procediera tal conocimiento de una fuente consciente, o en el peor de los casos quedara vinculada ésta a alguna clase de iluminación; lo único que a lo largo de los tiempos ha mantenido unido el pequeño resquicio de realidad que compone nuestro universo pasa por la asunción de cuestiones tales como la que procede de entender que nada que merezca la pena, puede lograrse sin un notable esfuerzo. A partir de aquí, la convergencia de tamaño principio, con la consideración que basa su evidencia en la constatación certera de que efectivamente toda decisión, por libre que ésta sea, conlleva inexorablemente una renuncia, sume a la Humanidad en una suerte de depresión comunitaria abonada fundamentalmente por la evidencia que rodea a la constatación del fracaso que sumerge en la más absoluta de las oscuridades a aquello que en los últimos años ha sido erigido como la más elevada apuesta a la que se podía llegar; o lo que es peor, a la constatación manifiesta de la que no es sino la más tramposa de cuantas consideraciones han podido en alguna ocasión erigirse en merecidas consideraciones de nuestro componente vital, la que nada más y nada menos se resume en poder llegar a pensar sinceramente que nuestros actos vienen a levantarse en el límite de nuestras posibilidades.

Se consuma así pues el más terrible de los actos, la más sublime de las aberraciones. La que se resume en la constatación de la denigración del Hombre en tanto que incapaz de sobreponerse a la que no es sino la enésima de las crisis, decide dotarla, sin saber muy bien por qué, de una suerte de carta de naturaleza diferente a la par que vinculante, que acaba por absorber la esencia del propio Hombre en tanto que los otrora procesos de permanente avance con los que siempre se identificó la evolución, son ahora sustituidos por una suerte de involución semántica de cuya existencia se convierte en el más sincero de los avales el reguero de víctimas que en forma de fracasados y alienados sociales, jalonan las que metafóricamente bien podrían ser las cunetas que más bien flanquean las sendas de este mecánico devenir.

La alienación, manifestación rutilante del por otro lado ajeno a los tiempos nihilismo, que poco a poco acaba por dar la cara, por manifestarse, permitiéndonos a partir de la comprensión de tal hecho, o por ser más concretos a partir de la comprensión de las consecuencias que su reaparición trae aparejadas, concita de manera bastante precisa el discurso de aceptación de que los nuevos tiempos, definitivamente, han llegado. Y parece que lo han hecho para quedarse.

Es así pues que sufrimos y padecemos el discurrir de un presente que, lejos de sernos cuando menos satisfactorio, redundaría a lo sumo en transitable si verdaderamente no redundáramos en el ejercicio sarcástico en el que se convierte el ser conscientes de nuestra propia miseria, hecho que viene a acrecentar ignominiosamente nuestra desgracia, conduciéndonos pues al debate final.

Porque ese y solo ese es el último objetivo a partir del cual todo lo descrito ha sido pergeñado. Un objetivo que de nuevo lejos de ser mesurable para nosotros, nos proporciona a lo sumo atisbos de proximidad que se manifiestan no tanto en hallar lógica en sus respuestas, como sí más bien en el a la larga igualmente nocivo proceso de aspirar a entender las respuestas.
Un objetivo cuya capacidad alienante sorprende no tanto por su genialidad, como sí más bien por la violencia del ataque que contra nuestra realidad concita. Un ataque que se describe como la puesta en marcha de manera netamente consciente y a la sazón alentada de un protocolo destinado a aislar al individuo del devenir de la Historia, un proceso envenenado cuya proliferación pasa por enajenar al Hombre de su referencia temporal, buscando evidentemente una substancial reducción de los elementos a partir de los cuales poder llevar a cabo presentes o futuras comparaciones.

Se trata pues de aislar en un inexistente presente, el cual a su vez se erige en un lacónico para siempre, todos aquellos parámetros que de una u otra manera contribuyeron a conformar el pasado. Un pasado que se erige en punto de referencia inexcusable a la hora de definir cuando no de categorizar el presente, en pos de considerar una vez más a éste como la antesala del futuro.

Será así pues que una vez desvinculado el Hombre de toda consideración para con el Tiempo, Una vez rotos los lazos con el orden, desaparecerán todos los elementos preconizadores otrora destinados a erigirse en elementos confeccionadores de una suerte de Justicia destinada a avalar o reprimir los actos que  a su juicio se sometieran según el grado de cumplimiento que para el acervo cultural respectivo, pudieran ser considerados como válidos.

Habría  de ser entonces cuando, siempre asumiendo los hipotéticos parámetros de este maquiavélico plan, las grandes autoridades resultantes, corrieran a ocupar de manera evidentemente satisfactoria, los espacios vacíos dejados por esas otras estructuras que hasta este preciso momento venían desempeñando gozosas tamaña función.

Sin embargo, redundando con ello en un aumento sin par no solo del drama como sí más bien sobre todo de las circunstancias que a éste le son inherentes, que el maquiavélico plan fracasa en tanto que la naturaleza de esas ansiadas figuras individuales que habrían de surgir para lograr nuestra salvación, conquistando de paso nuestros corazones, no solo no se dan sino que además, lejos del que a priori constituía su fundamental marco de demanda, son sustituidas por una suerte de elementos inconcebibles para la consecución de tamaño acto, quién sabe si incluso deficientes; reflejo tan solo del enésimo fracaso del Hombre. Un fracaso que tiene como en tantas otras ocasiones una doble vertiente, la que por un lado se consagra en la constatación del fracaso identificado con el proyecto en sí mismo, y que de nuevo no sirve para ocultar el drama que supone enumerar uno por uno los componentes del fracaso en lo tocante a sus fines, en lo que nos permite redundar en el fracaso pleno.

Y así estamos hoy. Sumidos en una suerte de bazofia que si no lo parece no es porque no lo sea, sino que más bien aspira a mantener la ficción todo el tiempo que sea posible o sea, mientras pueda seguir manteniendo a los interesados sumidos en otros intereses.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

DE CUANDO EL PRESENTE SALTA POR LOS AIRES, ARRASTRANDO AL FUTURO, DEJANDO CON ELLO EN EVIDENCIA AL PASADO.

“Es ésta una guerra sin batallas, y por ello carente de héroes.” Difícil es definir mejor el actual estado de las cosas. Tal vez porque tal y como suele pasar en la mayoría de ocasiones la perspectiva, la capacidad para tomar distancia respecto de las cosas cuando el exceso de proximidad amenaza con restar eficacia minorando con ello el efecto de las acciones a desarrollar, se convierte en la más aconsejable de las conductas, a la vez que en la más difícil de desempeñar.

No me hagan mucho caso, pero lo cierto es que o mucho me equivoco, o en alguna suerte de manual si no de panfleto, yo he debido leer que uno de los motivos por los que el pueblo delega su notoriedad, y hace dejación de funciones sobre sus poderes cediendo éstos precisamente al grupo que a partir de ese momento se llama Gobierno, es precisamente porque en esa frenética lucha que al final del Periodo Ilustrado mantuvieron las dos tendencias predominantes, resultó vencedora la que, dicho de manera muy sucinta, venía a afirmar que de cara a garantizar la normalidad a la hora de desempeñar las funciones del denominado buen gobierno, sería precisamente la adopción de medidas en pos de promover el ascenso de una élite sobre la que recaerían no tanto las funciones de gobierno propiamente dichas, cuando sí más bien las de ordenación y representación, las dispuestas para al menos en apariencia garantizar el buen funcionamiento del sistema que de tal menester surgiría.

Pasadas varias centurias, muchas son las cuestiones que a la vista no tanto de las lamentables conclusiones alcanzadas, como sí más bien de las espeluznantes medidas que para su obtención han sido necesarias; creo necesario han de ser planteadas, todas ellas precisamente en pos de garantizar el correcto funcionamiento de éste, nuestro modelo, que a mi entender está viendo como todos y cada uno de los motivos que en uno u otro momento de la historia emergieron para terminar mediante su confluencia por dar como resultado nuestro aquí y nuestro ahora, se han visto hoy relegados a una consideración bastante cercana a lo chabacano, representación tal no tanto de un verdadero estado de las cosas, cuando sí más bien de una enfervorizada sobreactuación.

Y todo ello, sin restar un ápice de importancia a los dramáticos acontecimientos sufridos. Porque no habiéndose cumplido cinco días desde los nefastos acontecimientos de París, una y solo una es la certeza que con fuerza adquiere ya todo el protagonismo, certeza que pasa no tanto por comprender, como sí más bien por constatar que nada, absolutamente nada, volverá a ser igual.

Pero habrá de ser necesariamente entonces, una vez que las lágrimas dejen de empañar los ojos de los que de verdad crean tener motivos fundados para llorar, una vez que la ira deje de ofuscar la capacidad de reacción de quienes se consideran en disposición de mostrar desde las posiciones evidentes cuál habría de ser el próximo paso; cuando tal vez con más fuerza hayamos de pararnos un instante para reflexionar. Para reflexionar y valorar por ejemplo qué era lo que verdaderamente perseguían los radicales con su abominación y lo que es más, para constatar hasta qué punto no lo han conseguido, de verdad.

Es llegado a este momento que como suelo hacer casi siempre me detengo, y lo hago de nuevo para volver la vista atrás. Retrotraigo mis pasos en esta ocasión hasta finales del siglo XX, y es entonces cuando una melancolía impropia, que además no merece ser confundida con el síndrome del “cualquier tiempo pasado fue mejor”, me acompaña en un placentero viaje que tiene en la rememoración de tamaños recuerdos su mayor fuerza. ¿Os acordáis del “Efecto 2000”? Eran aquellos unos tiempos en los que nuestro mayor problema pasaba por saber de qué manera iba a afectar a nuestro microondas el tan temido cambio de milenio.
Es entonces que una terrible fecha asalta mi recuerdo. Once de septiembre. Entonces, inmerso en una sociedad de la tecnología que me permitió seguir minuto a minuto el desplome de las Torres Gemelas, solo un recuerdo me queda, recuerdo que he vuelto a rememorar el pasado viernes, recuerdo que evoluciona hacia certeza, la de que nada, absolutamente nada, volverá a ser lo mismo.

Es el tiempo no ya precursor de cambios, cuando sí más bien el parapeto tras el que éstos se ocultan. Como en un juego miserable, dotado de fugaces síntomas de enfermedad cuando no de sadismo, se convierte la vida en consagración ordenada a lo sumo de momentos, los cuales adquieren sentido en tanto que pueden aspirar a verse ordenados, en tanto que se convierten en vivencias. Será entonces vivir algo así como participar en este juego tramado para  los vivos. Es entonces vivir algo así como una suerte de aventura destinada a desentrañar misterios los cuales pasan por constatar verdades casi épicas como las que se materializan ante nosotros a la hora de tener que asumir cuestiones tales como la de la aparente inexistencia del tiempo, la inexistencia de un presente que en tanto que es pensado, se diluye ya en pasado; o de un futuro, el de mañana, que mañana mismo se verá condenado a ser olvidado en tanto que pasado.

Una vez más el tiempo, y sus respectivas entonaciones, ya sean éstas en pasado o en futuro, pues no creo en el presente; que se erige cuando no en respuesta a nuestras preguntas, sí tal vez en moderador de las mismas ya que, si tan avanzados somos, ¿cómo resulta posible que en las reacciones tomadas por nuestros dirigentes resulte tan sencillo localizar conductas y modos tan propios de épocas pasadas?
Quizá no tanto para hallar la pregunta, pero sí seguro en pos de ser capaces de dotar a ésta de la debida conformación, será preciso que hagamos un  esfuerzo destinado sencillamente a dilucidar qué es no tanto lo que debemos preguntar, como sí más bien qué es lo que verdaderamente deseamos preguntar ya que, llegados a este aquí, a este ahora, las preguntas se agolpan en mi cabeza.
Pero por no complicar en exceso las cosas, y en tanto que considero su tiempo un bien valioso, en todas las acepciones e interpretaciones del término, centraré precisamente en éste, en el tiempo, la pauta a partir de la cual tratar no tanto de explicar, cuando sí de entender, la dinámica en la que desgraciadamente nos hallamos metidos.

Detengámonos pues, en el tiempo, y tratemos a través de él de entender qué se les puede pasar por la cabeza a un grupo de jóvenes, pues ninguno alcanzaba los treinta años para, estando en lo mejor de la vida, decidan gustosos poner fin a sus vidas. Pero no se trata de un suicidio, se trata de una inmolación. La diferencia en tanto que obvia, resulta a la sazón radical hasta la extenuación y pasa, nada más y nada menos que por aceptar gustosos que su muerte tiene más valor que su vida.

Revisemos por favor lo dicho: Un grupo de jóvenes acepta gustoso la certeza de que su muerte da en un solo instante sentido a toda su vida.
Tal y como podemos comprender, la causa esencial de tamaña reflexión nos conduce a una certeza inexorable, la que pasa por asumir que para los protagonistas mismos de tales vidas éstas tienen en realidad poco valor.
¿Cómo puede ser esto posible? Dicho de otra manera. ¿Cómo se puede llegar a pensar así?
Detengámonos unos instantes. Llegar a pensar así. Afirmo rotundamente que el estado emocional que conduce a alguien a desarrollar el drama conocido obedece no a una psicosis momentánea, ni siquiera a un episodio de stress. La adopción de tamaña decisión, así como la puesta en práctica y con éxito del protocolo por todos conocido exige de un nivel de preparación respecto del cual, negar la evidencia y con ello tratar de ignorar el proporcional de responsabilidad que del mismo se devenga, lejos de ayudar en algo no se transformará sino en el cimiento sobre el que cada vez más pronto que tarde se asentarán parecidos movimientos cuyo nivel de radicalización será cada vez mayor. Sencillamente porque el mal que no mejora, cada día que pasa empeora.

Retomamos aquí pues nuestra atención sobre las Administraciones Públicas, concretamente sobre lo que de manera un tanto ambigua denominamos Gobierno, ni más ni menos que para llamar su atención sobre ese pequeño detalle que tal y como ocurre en muchos países, en especial en el país galo, se traduce en el ejercicio perverso de pensar que necesariamente han de acabar haciendo participes de sí mismos, a todo el que desea vivir con ellos, o a lo sumo en su territorio.

Si ni tan siquiera en el caso del episodio conocido como La Caída del Imperio Romano, a la sazón único momento de la historia en el que el conquistador no solo no quiso destruir las conductas y costumbres del pueblo conquistado, sino que las hizo propias; tal hecho fue capaz de consagrar todas esas conductas para el futuro. ¿Qué puede llevar a un pueblo, aparte de una imperdonable muestra de soberbia, a pensar que verdaderamente tienen justificada su labor de socialización, conducta que ejercen gustosos con todo aquél que, insistimos, desea vivir en Francia?

Cuando a la pregunta vertida por un periodista en relación a qué era lo que pensaba sobre como podían llegar a reaccionar las distintas comunidades, Hollande respondía de una manera más o menos literal que él solo conocía una comunidad, la Comunidad Francesa.

Revisados tales términos, y tras colocarlos en el entramado del actual estado de las cosas, a lo mejor podemos llegar no obviamente a intuir repito, qué es lo que lleva a un joven a inmolar la certeza que supone su vida, en pos de una duda como la que en principio se cierne sobre la existencia o no de un potencial Paraíso. Pero cuando planteamos la pregunta desde la tesitura que le es propia a un joven que procedente de manera directa o indirecta de la inmigración, ha pasado toda su vida malviviendo en trabajos burdos, o incluso sobreviviendo con el menudeo envejeciendo sin plan de vida, sin llegar a tragarse nunca esa supuesta certeza de que tiene que sentirse orgulloso de pertenecer a Francia, y de repente es captado por un radical religioso que más allá de prometerle el Paraíso y setenta vírgenes hace algo mucho más macabro, demostrarle que una muerte cargada de violencia tiene más valor que una vida llena de esperanzas, es cuando sin duda no ya la sociedad francesa cuando sí más bien todo el mundo, ha necesariamente de parar un instante su presente instantáneo, en pos de albergar la esperanza de encontrar en el pasado respuestas. Sobre todo si quiere aspirar a tener un futuro.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

DE “EL MIEDO A LA LIBERTAD” A “EL MIEDO A LA DEMOCRACIA”. SI LO PENSAMOS, SE TRATA TAN SOLO DE UNA CONSECUENCIA LÓGICA.

Superada la etapa de la desolación, inmersos ahora en la de la sorpresa; lo cierto es que solo desde el sonrojo que produce la olvidada satisfacción que proporciona el tan castellano proceder de la vergüenza ajena, es desde donde podemos comenzar no ya tanto a entender, como sí a lo sumo intuir, el desvarío en el que a estas alturas parecen haberse abandonado muchos de los que hasta hace algún tiempo, se decían firmes defensores de la sagrada profesión periodística.

Mas basta aplicar una mínima capa de ese limpiador multiusos conocido como cinismo aplicado a la capacidad crítica, para ver cómo de los lugares y por qué no, en las personas en las que otrora pensamos hallaríamos modelos de pensamiento dignos incluso de las más importantes Escuelas de Pensamiento Griegas, no se esconden sino parásitos, cuando no estómagos agradecidos, perfectamente competentes para caracterizar ese inolvidable género que queda englobado en lo que una vez se dio en llamar Sepulcros Encalados.

Valorado aunque sea someramente el actual estado de las cosas, en proceder erróneo caería quien piense que entre la voluntad del que esto escribe se encuentra el librar de culpa a uno solo de cuantos hoy por hoy se han erigido, o de cómo tal han quedado demostrados; firmes causantes del mayor deterioro que ha sufrido la Democracia desde su restauración. No hace falta ser muy inteligente, ni por supuesto resulta imprescindible gozar de alguna predisposición especial, no ya para intuir, como sí más bien e incluso para constatar, el manifiesto estado de colapso hacia el que ahora ya sí de manera aparentemente irreversible camina no ya solo nuestro modelo, como sí más bien la totalidad de la Sociedad a la que el mismo decía representar.
Así que, como pauta de un modelo cargado de lo aplastante que a menudo puede resultar La Lógica, nos bastamos cuando no nos sobramos nosotros solitos para, poco a poco al principio, terminando por alcanzar luego velocidad de crucero, comprender por supuesto a base de constatación, la existencia de esa otra forma de corrupción por ladina más mezquina, que se esconde no tanto en el ejercicio de aquéllos que la practican, sino más bien en la lengua viperina de quienes al menos hace algún tiempo tenían atribuida la labor de contarlo.

“Una Prensa sana es garantía de una Democracia fuerte”. Si eso fue alguna vez cierto, lo mejor que podemos decir hoy es que la nuestra está para ingresar en la UCI.
Si alguien se pregunta por las causas que han redundado en el actual estado de las cosas, le diremos que, obviamente, no es que no se resume en una, de hecho ni siquiera en unas pocas, el cúmulo de cosas que perfectamente alineadas cada una con el momento histórico en el que se encontraban encuadradas, terminaban por componer cuando no por dar forma, al momento histórico al que no lo olvidemos “correspondían”.
Porque pocas son las situaciones, por no decir ninguna, que ocurren porque sí, ni por supuesto situaciones que se desarrollan atendiendo a cúmulos de circunstancias que emergen de manera aparentemente aisladas si no casuales, terminan por convertirse en protagonistas de un solo hecho digno de ser tomado en consideración. Atendiendo pues a ese estado de las cosas, muchas y diversas han debido de ser las circunstancias que han terminado por poner de manifiesto la seriedad del que en este caso interpretaremos como actual estado de las cosas. Un estado en el que la materia se confunde con la forma, un estado en el que lo contingente se erige en notorio sobre lo necesario, en definitiva un mundo en el que no se trata ya de que hayamos perdido las consideraciones morales, es que la tenencia pública de las mismas se castiga con la chanza y la bravuconería.

Asistimos así pues en muy recientes fechas a un caso concreto que, con nombres y apellidos, ambos de profunda raigambre en lo mentado, no vienen sino a poner de manifiesto lo evidente no tanto de la existencia del problema, como sí más bien de la intensidad con la que el mismo se da por todos los lugares, por inhóspitos que éstos sean, por alejados que los mismos se encuentren.
Mas en este caso una peculiaridad irrumpe revolucionando lo que en cualquier otro caso hubiera monopolizado tanto la forma como el espíritu del que podríamos haber llamado fenómeno propio de la corrupción. En este caso el sujeto que es activo del fenómeno corrupto, como el que a título pasivo se convierte en receptor del mismo, coinciden.

De esta manera, cuando un medio abandona el que no lo olvidemos ya suponía un proceder al menos en lo formal, ilícito, cual era el de deberse a una determinada Línea Editorial para; de manera además de ilícita, repugnante, dar el último paso en forma de un dramático sucumbir ante las presiones de los que hoy por hoy se erigen como los tenedores últimos de su deuda real, en otras palabras, de los que objetivamente pueden ser identificados como sus legítimos acreedores, es cuando sin el menor género de dudas podemos decir que la Democracia, al menos en la versión romántica que todos recordábamos, ha muerto.

Para los que una vez más se empecinen en jugar al disimulo, último vestigio de la más bochornosa de las excusas; les diremos que la Democracia no ha muerto de repente; tampoco podremos decirles que ha muerto de manera indolora. Su muerte ha sido, sin duda, un suplicio. Un suplicio que se ha extendido a lo largo y ancho del proceder del Género Humano de los últimos cuarenta años. Un suplicio que en las dos últimas décadas alcanzó su máximo esplendor. Un suplicio que como en todos los demás casos, comenzó en una única y primera manzana infectada que por contacto, acabó por echar a perder el cesto entero.

Y en el centro de toda la polémica, la mal llamada Línea Editorial. Como en un cáncer con metástasis, una primera célula que por mutación fallida se erige en disposición errónea, deja de cumplir la función para la que en un principio estaba concebida y, no contenta con ello, se erige en manifiesto detrimento del resto del organismo del que en buena lógica parecía proceder.

Empiezan así las copias, y por ende el mal que, lejos de corregirse, se extiende inaugurando un proceso ahora ya sí, imparable; primero por irreconocible, luego por inabordable.

Y en medio de todo esto, la perfidia de un mimetismo que nos lleva a confundir el fondo con la forma. Un mimetismo que alcanza su máximo grado de exponente cuando somos testigos del grado de identificación que hay entre la Prensa y la Política; entre los políticos y los periodistas. Un mimetismo que se erige directamente en insoportable desde el momento en el que queda definitivamente desvelada en esa nueva forma de actuar que son las tertulias, lugares en los que a base de practicar el mal llamado todo vale, malos políticos juegan a periodistas tratando de promover las formas determinadas mediante las que la sociedad ha de dirigirse a ellos; a la vez que periodistas frustrados se empecinan haciendo votos destinados a erigirse ellos en protagonistas de una noticia de la que en todo caso, de estar en un país serio, jamás se hablaría.

Sea como fuere, lo cierto es que el serial toca a su fin. El experimento, no por fallido ni por fracasado, sino más bien por excesivamente satisfactorio, ha de finalizar toda vez que de perseverar en el mismo, podría dar lugar a la triste paradoja de que unos y otros murieran de éxito en el caso de que se alcanzara la fase más severa de la enfermedad, no sin olvidarnos de los diversos estados intermedios de la misma a lo largo de los cuales, como es sabido, se van paulatinamente alcanzando estados que pasan por los conocidos de neurosis, etc.

Con todo y con ello, los dados están echados. Estando como estamos en lo que podríamos denominar estado previo a la precampaña electoral, es suficiente un ligero vistazo no tanto a los sucesos por todos conocidos, como sí más bien a las distintas maneras que de tratar los mismos son elegidas por todos y cada uno de los que verdaderamente entran en lid, para comprender hasta qué punto unos y otros se juegan mucho porque, en el colmo de la desazón, resulta difícil decir a ciencia cierta quién gana más, o quién puede incluso perderlo todo, a raíz de los diversos posicionamientos que no ya de manera no oculta cuando sí más bien de manera manifiestamente descarada, se adoptan de cara a promover o exiliar,  a unos y a otros.

Y como siempre, al final, el ciudadano como último receptor, como filtro pero… ¿Estamos verdaderamente capacitados para diferenciar lo que se nos ofrece?



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

DE QUE SEAN MANEJABLES, MEJOR QUE MANEJADOS.

Abrumados, ahora ya sí, no por el peso de la realidad, cuando sí más bien por la constatación de los métodos que aquéllos que verdaderamente están capacitados para inducirla, están dispuestos a desentrañar; todo ello en pos no tanto de conseguir sus respectivos objetivos, como sí más bien de que los demás no seamos capaces ni tan siquiera de distinguir las directrices en torno a las cuales se desarrollarán sus artificios, lo cierto es que cada vez da, sencillamente más miedo, no ya el tratar de intuir los derroteros por los que habrá de discurrir nuestro futuro, como sí más bien el aceptar los parámetros en los que se enclava nuestro presente.

Inmersos en un eterno fracaso, obligados a permanecer en un permanente estado de agitación que tiene su reflejo en el presente continuo, el “estar haciendo” se convierte en expresión del permanente dinamismo en el que el “Hombre Moderno” se halla, nunca mejor dicho, permanentemente instalado.
La sustitución de los principios, de lo que prueba evidente es ver cómo la acción sustituye al pensamiento; nos conduce a una visión de la realidad en la que en una forma de retorno al pasado, ya no se trata tanto de hacer las cosas bien, como sí de hacerlas rápido.

Lejos de cuestionar si tal o cual conducta es o no acertada, o si tan siquiera si resulta no digamos ya propicia cuando sí más bien coherente con los nuevos tiempos en los que nos hallamos implantados la presente, lejos de albergar un somero motivo de crítica, pretende, a lo sumo, erigirse en un mero instante de atención a partir del cual discutir no tanto los procedimientos, cuando sí más bien las finalidades, desde las que tamaños cambios están siendo implementados.

Dicho de otra manera, en una Sociedad como la nuestra, en la que múltiples son, sin duda, las acepciones a partir de las cuales generar una definición propicia. ¿Por qué se empecinan de repente en emplazarnos hacia la modificación de patrones que eran y son imprescindibles de cara a mantener viva cuando no indemne nuestra esencia?

Una vez más, la respuesta bien pudiera hallarse implícita en la pregunta. Me pregunto pues si de verdad resultaría excesivamente  descabellado no tanto el afirmar, a lo sumo el suponer, que estamos asistiendo a la puesta en marcha de los primeros plazos de un proceso a la sazón mucho más profundo destinado a modificar no tanto nuestros procedimientos, como sí más bien nuestros patrones de conducta y aceptación; amparándose para ello en la instauración de unos mecanismo en los que la velocidad de análisis suple las carencias de la falta de rigor de los mismos.

A partir de la asunción toda vez que la comprensión de los mismos no resulta ni tan siquiera necesaria, los parámetros hasta el momento considerados, terminan por erigirse en una suerte de muro cargado de autoridad, contra el cual se refleja con la notoriedad propia de la conciencia de lo que así ha sido siempre, la luz aparentemente procedente de las fuentes universales. Y es así que un nuevo día amanece. Un día en el que primero las tradiciones, y luego los usos y costumbres van, de manera aparentemente lenta al principio, pero feroz y desbocada al final, sucumbiendo ante el inusitado desmán que el aprecio por la instantaneidad representa.

Es pues tiempo no solo de nuevos menesteres, sino más bien, y ahí reside precisamente el drama, de nuevas interpretaciones. Interpretaciones que afectan, cómo no, a aspectos esenciales; aspectos cuya superación arroja un doble drama, primero el que procede de constatar la aparente velocidad con la que el Hombre no duda en poner de manifiesto el desprecio a si mismo en tanto que desprecia sus propias tradiciones, despreciando por ello su Cultura; segundo, un drama en este caso derivado, más bien deducido, que procede de constatar lo poco que tardamos en aceptar como propias no solo conceptos, sino incluso los procederes que les corresponden, en muchos casos en apariencia intransigentes con lo que somos, con lo que fuimos.

Se va, así pues, conformando el nuevo escenario. Un escenario en el que todo es nuevo, y por ende desconocido. Un escenario en el que el aroma a limpio sustituye al olor de las otrora rancias tradiciones, Un escenario diseñado por y para, fomentar la confusión, una confusión del todo imprescindible para lograr el objetivo final de todo el procedimiento, Un objetivo que tal y como podemos imaginar, no presagia nada bueno.

Es así como acelerados por las altas velocidades que se han suministrado al proceso; desorientados por la falta de costumbre que respecto a tales conductas tenemos, y por supuesto asustados ante la magnitud del rugido del monstruo que ahora ya sí se muestra ante nosotros en todo su ser; que comenzamos a intuir la trascendencia del momento en el que nos hallamos, o al que por ser más estrictos y justos habría que decir, nos han traído.

Un tiempo, el llamado a conformar nuestro presente, en el que un grupo ahora ya sí perfectamente identificado, parece perentoriamente destinado a configurar una nueva realidad en la que lo escandaloso no pasa ya por la comprensión de que ni una sola de nuestras costumbres (reflejo todas ellas de nuestras tradiciones y costumbres) podrán soñar con sobrevivir; más bien al contrario, todo un ingente cúmulo de nuevas formas de proceder, amparadas como es obvio en una suerte de tradiciones que en el mejor de los casos proceden de otras culturas, si no han sido abiertamente creadas ad hoc, se disponen a ser inferidas, de parecida manera a como un virus informático es implantado, consiguiendo sin duda parecidos resultados.

Es así como desde un plano social primero, que poco a poco va dando lugar a  una implementación que afecta a lo individual, todos los integrantes que nos identificamos con una determinada unidad social, en un tiempo determinado, somos presa de un proceder que por definición responde a los esquemas de algo absoluta y eminentemente pergeñado, en base a lo cual nuestros principios, morales primero y éticos también al final en realidad, saltan por los aires una vez la realidad, en sus más diversos modos y facetas ha sucumbido presa de la realidad que se esconde tras esas modas aparentes cuyos cambios, inducidos desde la aparente bondad, no han hecho sino preparar el terreno.

Interrogados en relación al indudable éxito alcanzado por tan maquiavélica acción, en la incapacidad para comprender la magnitud del mismo que demuestran sus víctimas se halla implícito la huella del mismo. No en destacar sino más bien en mimetizarse alberga el ladrón su triunfo mientras espera la caída de la noche, cuyo manto homogéneo y precursor de lo homogéneo, hará todo más fácil y sencillo. De parecida manera, la confusión se erige en respuesta, cuando no en catalizador, para entender la magnitud de la pregunta.

Resulta así pues evidente, sobre todo desde esta nueva perspectiva, que así como los tontos y los muertos se parecen entre sí en que ni los unos ni los otros son conscientes respectivamente de sus tremendas situaciones; de parecida manera han de obrar cualesquiera estructuras que deseen permanecer al abrigo de sospechas al respecto de sus verdaderas intenciones.
De esta manera, la mejor forma de conseguir que una modificación estructural, ya obedezca ésta a cánones individuales, o se amplíe a cánones sociales, pase desapercibida, requiere de la consolidación de una serie de condicionantes cuya intercesión pase por la constatación de que ni uno solo de los alterados sea consciente de semejante hecho. La manera de conseguirlo, al final no resulta en absoluto difícil, basta con que el proceso permanezca indefinidamente abierto, de manera que la consecución de los cambios nunca se consagra.

Se trata de uno de esos casos en los que el Lenguaje acude en nuestra ayuda. Para entendernos, si aplicásemos el concepto de participio perfecto a un elemento de los definidos, la condición de perfecto llevaría implícito el hecho de acabado, de modo y manera que las modificaciones pergeñadas serían accesibles tanto para el que las sufre, como para quienes pueden sentirse propensos a sufrirlas. De esta manera acabaría por suscitarse un ambiente de recelo y desconfianza, que haría plausible una suerte de revolución o cuando menos de generación de un ambiente de intolerancia hacia los planes descritos.
Por el contrario, el uso de los términos en modo imperfecto, denota la permanente condición de inacabado de un proceso que si bien puede amenazar con postergarse hasta el infinito, no es menos cierto que puede alcanzar sus metas en un momento o instante determinado en función de los parámetros que resulten de interés para el desencadenante de los mismos.

De este modo, resulta más satisfactorio, tanto para unos, como desgraciadamente para otros, vivir en un país no de domesticados, como sí más bien de domesticables. En un país de sometibles, más que de sometidos.

Al final es todo cuestión de tiempo, y de percepciones. Y la verdad es que ni el fluir de uno, ni lo que las otras revelan, dicen mucho en nuestro favor.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 28 de octubre de 2015

DE CUANDO LO PRIMERO NO ES LO ÚLTIMO, SINO MÁS BIEN LO ÚNICO; Y DE OTRAS MUESTRAS DE NEUROSIS.

Abrumados ya por el peso no de las dudas, como sí más bien de las certezas, dolor causa no tanto el comprobar, como sí más bien el constatar hasta qué punto cuestiones consideradas hasta ahora como de mero procedimiento, terminan por erigirse en claros auspicios de una realidad frustrante no tanto por lo diabólico de sus potencialidades, como sí más bien por el patetismo que se halla vigente en lo que termina por comprobarse como sus verdaderas consecuencias.

En un instante como el que nos ha tocado vivir, en el que por primera vez las hasta ahora denostadas meras cuestiones de orden comienzan a ganar en primacía no sabemos muy bien si por el aumento de su propia valía, o más bien por la depauperante evolución que se hace palpable en aquéllas que estaban llamadas cuando menos en principio a erigirse en cuestiones de oposición; lo cierto es que tales consideraciones incluso en su mera constatación práctica adquieren verdadera consideración al albor sobre todo del impacto que otras cuestiones éstas sí directamente involucradas en las verdaderas guerras, terminan por mostrar a partir de la comprensión de la suerte de relativismo que las impregna, el grado de chabacanería que se hace patente no solo en la acción, como sí más bien en la esencia, de aquellos que estando llamados a protagonizar las que denominaríamos grandes cuestiones; no acaban sino opositando a un papel de reparto.

Es por ello que tras confesar lo abiertamente abrumado que me encuentro una vez constatado de nuevo el estado de las cosas que tanto de cerca como de lejos me rodean; que he de poner de manifiesto una vez más, aquí y ahora, lo que no es sino la constatación formal de la certeza que un día más habrá de considerarse en evidencia, y que pasa por la sorpresa que me causa el ver cómo un día más, personajes que en cualquier otro lugar no se encontrarían en disposición objetiva de desempeñar una labor con repercusiones de responsabilidades mayores a las que puede llevar aparejado un puesto de vendedor de globos ambulante, en España no solo tienen licencia para llenarlos de helio, sino que la experiencia demuestra hasta qué punto nos sentimos felices de comprobar el poder de los sueños cuando acompañamos a éste, en su ascenso, en este caso hasta un puesto…¿En la Presidencia del Gobierno por ejemplo?

En un país en el que el proceso habitual para abandonar la condición de plebeyo pasa inexorablemente por la adquisición de una grosera cantidad de dinero, haciendo con ello bueno que de plebeyo lo más normal es que acabes reducido a chusma; lo cierto es que la paradoja acaba siendo el método más socorrido, y el relativismo acaba por convertirse en el sistema epistemológico más recurrente. De la religión, con sus santos y sus milagros para interpretar, cuando no para justificar los desastres y desmanes, en otra ocasión hablaremos.

Así resulta, ¡cómo no, paradójico! que en un contexto recalcitrante y dogmático como el que resulta propio una vez analizados los parámetros desde los que se ha tenido a bien descifrar el devenir de esta legislatura que ya acaba; hayamos de conceder cierto grado de virtuosismo precisamente al relativismo de cara a tratar de encontrar cierto grado de coherencia para con un Gobierno que, no lo olvidemos, además de albergar muchos puntos de coincidencia, al menos en lo que respecta a su proceder para con otros ejemplos igualmente decimonónicos; presenta como elemento característico una suerte de interpretación de la realidad que por lo personal, cuando no por lo abiertamente distorsionada, parece más bien concebida no desde una mente dada al relativismo, como sí más bien acostumbrada al pensamiento abstracto.

Abandonada toda esperanza de encontrar agua en el desierto en lo que se refiere a dar con alguna muestra de vida inteligente en lo que concierne al catálogo de entes que hoy por hoy pergeñan en su labor de conservar su puesto a cualquier precio en lo que ya es otra carrera a ninguna parte; lo cierto es que abandonada la cuestión cualitativa habremos al menos si no de confiar, sí guardar alguna esperanza en lo concerniente a encontrar a alguien que si bien no cuente, sepa colocar las piezas.
Es entonces cuando constatamos de primera mano el ingente cúmulo de complejidades que subyacentes a las al menos en a priori sencillas maniobras que el orden llevaba aparejadas, surgen ahora a modo de fortalezas infranqueables, volviendo intransitable un recorrido que hasta hace unos momentos alcanzó momentos propios de un paseo idílico.

Es entonces cuando poco a poco, al principio casi sin querer, pero finalmente alcanzando una intensidad verdaderamente desbordante, que lo grotesco emerge del interior, en este caso de quienes nos tenían relativamente engañados, para terminar consagrando el hecho a la verdad esto es, poniendo de manifiesto que como dice el refranero aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

Es entonces cuando una vez perdido el sujeto, necesariamente hemos de volver nuestra mirada hacia las posibilidades que nos ofrece el Sistema. Preñado de la hasta ahora considerada como verdad incuestionable, los ardides del relativismo terminan por confabularse en una suerte de realidad, o cuando menos en una interpretación condicionada desde los protocolos en los que éste se siente cómoda, en base a la cual la ignorancia se siente cómoda con los procederes y las prerrogativas relativistas toda vez que las mismas, a menudo, se convierten en refugio consensuado de la ignorancia y la falacia.

Así y solo así podremos cuando no comprender, sí al menos posicionar en los términos que le sean más o menos propios un proceder en base al cual podamos aptar a tergiversar los cánones destinados a conformar el orden estructural de una digamos, cuestión de Estado, sorprendiéndonos luego de que la misma no evolucione siguiendo las pautas que al menos en principio habían sido declaradas a tal efecto. Y no contentos con ello, osamos mostrarnos no tanto ya consternado, como si indignados con la evolución que los acontecimientos han alcanzado.

Anonadados no tanto por el rumbo como sí más bien por el puerto al que nosotros y nuestros designios parecemos haber sido trasladados; son muchas las cuestiones que cabrían ser dignas de prevalecer, pero sobre todo una, curiosamente de carácter contextual, la que merece la pena ser formulada. Y ha de serlo en términos muy concretos, que bien podrían oscilar en torno a los siguientes: ¿Tiene a estas alturas sentido albergar el menor género de dudas a la hora de comprender que la formulación de la que sin duda supone la mayor amenaza para la estabilidad de España desde el triunfo de La Transición ha tenido que darse, precisamente, como consecuencia de las formas propias de un régimen directamente vinculado con los arcaísmos propios de la más rancia de las Derechas que España recuerda?

Evidentemente, a nadie se le escapa que solo como consecuencia directa de las directrices, o más bien habría que decir que desde la ausencia de éstas; del que a todas luces es ya el peor gobernante de la Historia de España desde Fernando VII, podría llegar a escenificarse un cuadro destinado a representar un escenario tétrico como solo en las series negras de Goya podemos atisbar.

Al menos Fernando VII tenía a Dios para empezar a atisbar su suerte de dominación. Mariano no se atreve a citar a Dios, o al menos no lo hace en los términos conceptualmente dispuestos para ello. Tiene en pos su propia concepción divina a saber, la Ley.
Adolecen pues no tanto la Derecha como sí más bien los representantes que le son propios, de los vicios que de parecida manera resultan una vez más netamente vinculantes y, como tal, describen un escenario no por previsible menos sintomático de lo que no es sino una visión viciada de una realidad en sí misma no menos esperpéntica. Y qué podemos observar, sino esperpentos, en una realidad que al menos en principio parece estar inquisitivamente diseñada para conciliar en derredor de sí misma toda una suerte de engendros y parásitos; miscelánea en cualquier caso de un momento ajeno, propio en cualquier caso de monstruos y acertijos que ya creíamos olvidados.

El Relativismo se convierte en refugio de la Ignorancia. Y la imposición de la Ley, que no de la Justicia, se erige en manifestación definitiva del más sonoro de los fracasos,  del que pasa por comprender hasta qué punto la Ley no está en realidad para resolver problemas, y que la capacidad de ésta queda ampliamente mermada, si no evidentemente distorsionada cuando se emplea para lo que no es, como en el caso que nos ocupa, cuando lo que se pretende no es sino obviar con cobardía las obligaciones destinadas a concebir un espacio para el desarrollo de la Política, sustituyéndolo por defecto por un escenario judicial en el que todo, absolutamente todo, queda supeditado a la ejecución de una serie de sentencias en el mejor de los casos, de amenazas en otros; la suma de las cuales no podrá hacer nunca el ruido suficiente como para acallar lo que gracias a la estulticia demostrada, comienza a ser hoy un verdadero clamor.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.