miércoles, 30 de marzo de 2016

DEL COLAPSO COMO UNIDAD DE OBVIEDAD.

En una forma de Tiempo como la que dice conformar nuestro presente, tal vez sea buena idea empezar a asumir más que a dar por hecho, haciendo por ello de pensar, una opción más adecuada que la de citar quién sabe si convencidos de que de la mera repetición de verdades equivocadas, pueda en realidad acabar por salir alguna suerte de verdad aplicable, que no aprovechable.

Sea como fuere, lo único realmente cierto, acaso que en un mundo parcial y ante todo relativo como el que conforma nuestro ahora tal expresión merezca cabida; pasa por asumir que no por aceptar una suerte de consideraciones varias cuya principal consideración procede, curiosamente, no tanto de aportarnos en si mismas alguna suerte de consideración novedosa, ni tan siquiera original. Más bien al contrario su aportación a la deseada verdad procede más bien de erigirse en valedores acérrimos y a la sazón últimos de la certeza de que muy probablemente, la postura quizá no más sencilla de defender de cara al público, pero no por ello menos evidente de cara a nuestro compromiso con el futuro no pase tanto por aspirar al progreso, como si más bien a la adopción de medidas destinadas a encajar con firmeza los golpes que sin duda habrán de devengarse del a estas horas ya ineludible proceso de colapso al que estamos abocados.

Redunda un clásico en la tesis de que ningún sistema posterior puede en realidad manifestarse sin que el que resulta precedente haya sido absolutamente superado. La veracidad de semejante tesis participa de una suerte de obviedad semejante a la mostrada en Geología por la denominada Teoría de la Superposición de Estratos, la cual a grandes rasgos viene a afirmar que en un terreno de características sedimentarias, todo estrato redundante de una capa superficial, es más moderno que cualquiera de los ubicados debajo de éste.
La presente afirmación resulta fácilmente criticable. De entrada, tratar de acceder que no ya de desmitificar los misterios de la una realidad violentamente adicta al fenómeno de la actualidad, acudiendo a protocolos y procedimientos pertenecientes a una rama científica enamorada de la melancolía, no parece, cuando menos a priori, el más acertado de los procederes.

Pero tal y como sucede muy a menudo con las grandes consideraciones, y a menudo también con un reducido grupo de consideraciones grandes, basta con dejar pasar un instante, generalmente ése en el que al mismo viene a confluir la verdad ajena a las presiones del tiempo, para constatar hasta qué punto en un Universo en el que todo procede del polvo de estrellas, la convergencia de realidades opuestas en certezas constructivas comienza siendo una quimera, para acabar reducida a una certeza matemática.

Es así que retomando la línea argumental, y en un intento esperemos que no condenado de antemano, de no perder la mal llamada trama argumental, que hemos de volver sobre nuestros pasos en pos de estrechar la relación que apenas habíamos sugerido, y que cada vez amenaza con mayor grado de concreción la posibilidad de integrar en un mismo razonamiento disposiciones del Pleistoceno, con certezas procedentes de la interpretación del canon desde el que bien puede ser comprensible el espíritu, quién sabe si la esperanza, que posibilita cuando no justifica, la certeza de la última noticia que puede haberse colado en la primera de cualquiera de los informativos emitidos bien pudiera hacer a duras penas un par de horas.

Sea como fuere, una de las pocas certezas a las que hoy podemos acceder desde el plano de la metodología sencilla pasa por la consagración del eufemismo según el cual, pocas por no decir ninguna son las posibilidades de las que hoy gozamos para acceder de manera más o menos eficaz no tanto a la Verdad, como sí más bien a la suerte de componendas que actualmente vienen no tanto a componerla, cuando sí más bien a hacerla comprensible, en la medida de lo posible.

Eufemismo, sí, eufemismo. Porque si algo resulta hoy no ya claro, diría más bien evidente, es que no tanto la Verdad, como sí más bien la manifiesta incapacidad para acceder a la misma de forma responsable, se ha revelado como la más evidente de cuantas definiciones pueden resultar preceptivas a la hora de consagrarse al éxito del que es sin duda el gran monstruo del Siglo XXI, y que no pasa por otro sino por el nihilismo galopante hacia el que con desmesura tendemos.

Prestos cuando no raudos en el compromiso durante tanto tiempo demostrado en pos no tanto de aspirar a la verdad, como sí más bien de poder llevarnos a la tumba la prestancia de sabernos conocedores de nuestra miseria; aquellos que de momento intuimos, sin negar por supuesto nuestra clara aspiración por llegar algún día a saber, nos atrevemos definitivamente no tanto a erigirnos en artífices de nuestra propia esencia, sino más bien a manifestar sin el menor complejo la que es nuestra diferenta respecto a los que con nosotros consumen oxígeno.
Dotados del arma en el que en este caso se convierte la consistente unión de la curiosidad con la capacidad para encajar sin remilgos lo que quiera que venga a conformar la certeza de lo que llamamos Realidad; lo único que a estas alturas se pone de manifiesto como elemento incuestionable es la aceptación de que en el  peor de los casos por colapso, en el mejor de ellos por superación, no tanto el mundo que creíamos conocer, como si más bien la manera de enfrentarnos al mismo que creíamos conocer, ha cambiado radicalmente, arrastrando con ello cualquier apuesta de supervivencia que a título de empecinamiento pudiera ser augurada por los que se niegan a aceptar una suerte de conclusión a la que nada como el saber popular da traslado por medio de una magnífica frase en la que la esencia del comentario presente, pasado y por supuesto futuro, convergen en un grado de precisión atroz: Se acabó lo que se daba.

Efectivamente, se acabó lo que se daba. Y si bien la misma no merece ser tomada en consideración como máxima, pues efectivamente no redunda en ninguna ventaja ni procedimental, ni por supuesto conceptual; por otro lado no es menos cierto que si Nietzsche hubiera dispuesto en su Lengua Materna de una frase tan intensa como la mentada, sin el menor género de dudas que hubiera sido ascendida al grado de lema puesto que ¿acaso somos capaces de diligenciar un aforismo capaz en mayor medida de traer a colación cuando no de poner de manifiesto el cúmulo de fracasos, anhelos escasamente satisfechos y falacias; todo lo cual viene a redundar no tanto en nuestro presente, como sí más bien en la consideración que el mismo nos merece?

Tanto es así, que volviendo a la contraposición en principio neurótica que hacíamos al disponernos a definir los parámetros de nuestra acelerada actualidad, usando para ello componendas que hacen de la melancolía su sello; nos encontramos con la sorpresa de que tal comparativa resulta si no adecuada, sencillamente posible, porque del acceso a los datos por tales cauces refrendados, el Hombre no aspira a obtener evidencias tal y como en principio podría llegar a suponerse. Al Hombre de hoy le basta con sobrevivir.
De la constatación de éste y de parecidos argumentos, obtenemos no tanto conclusiones, cuando sí más bien métodos. Prueba evidente todo ello de que ya vivir no supone sino una permanente huida hacia delante en la que hemos abandonado toda opción de saber, en lo que constituye la renuncia por excelencia, pues ese deseo proactivo de dejar de saber encierra la consideración definitiva del Nihilismo como opción, pues solo renunciando al saber, se reniega de toda opción de progreso, dicho lo cual el Hombre emprende de manera voluntaria el camino hacia la nada.

Un camino que si bien no es instantáneo, sí resulta irreversible. Un camino que si bien parece indeseable, se muestra no obstante transitado por un número cada vez más elevado de adeptos. Basta si no con asumir, aceptar no resulta relevante, la intensidad de las conclusiones que de la constatación de tamaña realidad puede llevarse a cabo. Una realidad netamente nihilista pues solo la renuncia, eufemismos malicioso tras el que la negación absoluta se oculta, puede aspirar a sobrevivir.

Pero se trata de una carrera de contrarios, de una oposición dialéctica. Dicho lo cual, la certeza emerge por sí sola, poniendo de manifiesto el más terrible de los escenarios, aquél en el que accedemos a la terrible realidad de comprobar que efectivamente batalla ha existido, y los nuestros han perdido.
Es entonces cuando definitivamente comprendemos el grado y la categoría del desastre. Cuando formando parte de las columnas de prisioneros, o en el peor de los casos integrando las listas de fallecidos, reconocemos lo que otrora integró lo mejor de nosotros mismos, lo que siempre mereció ser salvado. Lo que nunca hubimos de permitir que nos abandonara, pues ello supondría abandonarnos a nosotros mimos.

Tal vez por ello hoy, siendo netamente conscientes de que, efectivamente, un ciclo termina, experimentemos por primera vez la fría sensación que el miedo produce. Miedo a `por primera vez no poder afirmar que lo que está por venir sea efectivamente mejor.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

jueves, 17 de marzo de 2016

NADIE MÁS CIEGO QUE EL QUE NO QUIERE VER.

Extraño sin duda el instante que nos ha tocado vivir. Abocados a una destrucción inevitable, la constatación que a diario hacemos de tal condición, lejos de asustarnos, no parece sino insuflar en nosotros una suerte de desafección opulenta presagio no de la mayor de las heroicidades, cuando sí más bien de las más nefastas veleidades.

Detengámonos unos instantes, si acaso tal pretensión no resulta imposible, o su mera consideración nos eleva a la condición de pecadores; y tratemos de buscar en nosotros mismos, como ni puede ni debe ser de otro modo, la causa de nuestras desgracias.
Si somos capaces de reunir la valentía suficiente para proceder de semejante modo, en aras no debemos olvidarlo de tan noble fin, es posible aunque no seguro que nuestra valentía obtenga el premio si no de proporcionarnos respuestas, sí tal vez de ir poco a poco acotando los espacios en los que las mismas, como esquivos animales, pacen a sus anchas, ocultando en lo más profundo de su ser el oscuro deseo de ser apresada puesto que, ¿acaso algún otro fin justifica la existencia de tales realidades, que los propios de formar parte del acerbo de los hombres?

Sn embargo, lejos en nuestro ánimo el limitar el espacio y mucho menos el tiempo en el que los desarrollos ya sean propios o impropios han de llevarse a cabo; lo cierto es que atendiendo no tanto a la pureza del fin, como sí más bien a la salvaguarda del procedimiento en su propia extensión, que resulta imprescindible la toma en consideración de una suerte de posibilidades destinadas de una u otra manera a tratar de llevar a comprensibles cuestiones que de otro modo resultarían inabordables.
Esgrimidos tales argumentos, pergeñados si se prefiere en aras del escenario más o menos descrito; lo cierto es que si hoy por hoy nos vemos formando parte de una sociedad en la que no  nos reconocemos, no debemos olvidar que la misma no es sino la traducción más o menos evidente de un mundo que en la actualidad juega un papel que va más allá de el de mero contenedor, papel que hasta ahora era impropio, o a lo sumo había pasado desapercibido, para las sociedades que nos han precedido, excepción hecha de la que intercaló los siglos XIX y XX.

Así, con el ánimo de encontrar fenómenos cuando no patrones que nos permitan hallar en una parámetros de anticipación en la otra; nos encontramos con que el espíritu de desasosiego y desafección que arrastró de manera inexorable al europeo de finales del XIX a desencadenar el drama que sin duda resulta fácilmente identificable en toda la primera mitad del XX, vuelve a aparecer ahora en su más brillante versión, la que adopta la forma de Nihilismo más o menos depurado, en tanto que el mismo no es identificado en tanto que no resulta reconocible.
La metáfora es clara. Un agente potencialmente nocivo es reconocible por un organismo cuando éste, bien por acción directa, bien por aporte en forma de vacuna, ha tenido acceso a la forma de tal patógeno. De ser tamaña premisa aplicable al momento actual, la previsión cuando no el miedo al que hacemos mención parecen del todo innecesarios, toda vez que el argumento que refrenda nuestra exposición parte precisamente de la constatación inexorable de la existencia de vestigios de un pasado reciente que acreditan sin el menor lugar a dudas que éste aquí, que éste ahora, tienen precisamente imagen en el corolario propio del recuerdo.
De ser así ¿dónde está el peligro? Pues el peligro está en la trampa que la amnesia autoimpuesta supone para nosotros.

A partir de la creencia aparentemente absurda de que olvidar ayuda, lo cierto es que Europa entera, empezando por cada uno de sus individuos, viene imponiéndose desde hace años una suerte de censura destinada al menos en apariencia, a tapar bajo toneladas de peso en forma de olvido la ingente cadena de atrocidades, oprobios e inclemencia que, nos guste o no, forman parte de nuestra genética como pueden hacerlo los descubrimientos de COPÉRNICO, o la expresión de la bondad implícita en la obra de MIGUEL ÁNGEL. Sin embargo, al contrario que éstas, su olvido, precisamente por regresivo, representan un peligro impropio precisamente en la medida en que vuelven a elevar a la categoría de desconocidos criterios y conductas contra los que ya deberíamos estar suficientemente vacunados.

Pero definitivamente, no lo estamos, y no lo estamos porque de ser así, conductas como las protagonizadas por ciertos holandeses en la Plaza Mayor de Madrid, no tendrían cabida, sencillamente porque algunas ciudades holandesas estaban siendo liberadas del horror nazi hace ahora poco más de setenta años por tropas de soldados de la misma nacionalidad que la que poseen algunas de las personas gratuita y miserablemente insultadas.

Que nadie se llame a engaño. Quedarnos en el acto individual, además de una conducta mediocre, no puede sino tener consecuencias burdas. Así, siguiendo con los paralelismos clínicos, a menudo la sintomatología resumida en la particularidad, de postergarse en su diagnóstico, no acaba sino transformándose ineludiblemente en una grave enfermedad, de consecuencias intratables, pero seguramente desastrosas.

Por ello, si permanecemos impertérritos ante la propuesta de volver a ver Europa recorrida por trenes de ganados con barrotes en las ventanas con las puertas atrancadas. Si permanecemos hieráticos ante la progresiva presencia de pastores alemanes nuevamente en las estaciones que jalonan nuestro Viejo Continente, estaremos una vez más condenados a repetir nuestra historia, perdiendo en este caso la excusa que otrora tuvimos de alegar desconocimiento porque pese a quien pese, todavía permanecen en pie algunas cercas de hierro cuya consistencia ha plantado cara a la acción devastadora del tiempo.

¡Lástima que los Hombres no mostremos la misma memoria!



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 9 de marzo de 2016

ENFRENTARSE A LA CRISIS, SUCUMBIR A LA REALIDAD.

Anochece. Un día más la jornada finaliza. Fuera, la oscuridad, metáfora viva del silencio, nos golpea con la dureza de la eternidad, refrendada por la apuesta segura que se oculta tras el ejercicio de lo rutinario.

Un día más, o menos, según se mire. Porque al final incluso para eso hay diferencia. O por ser más precisos incluso en eso influye la perspectiva.

Perspectiva… capacidad, deseo. De uno u otro modo, resulta a menudo la perspectiva, o por ser más precisos, el uso que de la misma se hace, el último refugio al cual aferrarnos cuando la realidad nos retira su aliento, cuando hemos consumido el último plazo, cuando el fin, sórdido y por ello si cabe más aterrador, se nos anuncia como la única de las posibilidades, como el último de los tránsitos…

Pero en realidad escasas son las ocasiones en las que cosas importantes llegan así, de repente, o en cualquier caso sin avisar. Más bien al contrario, las cosas importantes, cuando no las que merecen la pena, llegan despacito, con un tiempo previo; diríamos incluso que con un presagio.

Y ésta no iba a ser precisamente una excepción. Más bien al contrario, largo ha sido el camino recorrido, y mucho el tiempo empleado en su tránsito. Para al fin haber llegado, o por ser más preciso, siquiera más cautos: para haber alcanzado el final del camino.

Porque ocurre que a menudo no hace falta encontrarse con la muerte para haber muerto, ni siquiera hace falta haber muerto para morirse. ¿Suena paradójico? Pues esperad a ver cuando resulta que morirse no es la peor manera de dejar de estar vivo… Pero para eso todavía falta un rato, un transitar, y en este caso su espacio correspondiente.

Volvamos siquiera durante un instante a la perspectiva. Autora de falacias, descifradora de verdades. La perspectiva es a menudo el disfraz alcanzado por la realidad cuando juega a ser cronista de sí misma. Creadora de espacios donde no hay sino vacío, gestora de tiempo allí donde solo el infinito cabe; la perspectiva es el último truco que el mago falaz de la inventiva llamado excusas nos regala antes de la apoteosis final, la que pasa por negar Tiempo y Espacio.

Es la perspectiva el último refugio, aquel en el que siempre encontramos consuelo los que de manera consciente, o habría que decir de forma más acertada, inconsciente; jugamos al límite, persiguiendo en la oscuridad de la noche la excusa con la que justificar precisamente el que todo lo veamos siempre de un nítido color negro. Pero llegará un día en el que el primer rayo, precursor del alba, nos sorprenderá. En ese instante nuestras apologías caerán, nuestras misérrimas excusas se vendrán abajo, y el desvencijado carro en el que trasladamos nuestras esperanzas, último vestigio de lo que una vez fue nuestro hogar, pues en este viaje todos somos nómadas, trashumantes; dirá que no avanza ni un metro más. Pues ese primer rayo de sol no será, al contrario de lo esperado, el principio de nada. Más bien al contrario será el fin de un caminar que ya nació muerto, pues como tal su paso solo podía ser mortecino.

Perspectiva, excusa en cualquier caso para no querer más. O por ser más justos habría que decir que para no querer mirar lo que de por sí se ve.
Porque hemos estado demasiado tiempo refugiados, quizá sería más justo decir escondidos, tras la sombra de protección que nos proporcionaba, la perspectiva nos ha impedido acceder al mundo real. Ese mundo en el que los problemas no son más o menos en número, pues no importa cuántos son en número, con uno que no podamos superar, será más que suficiente.

De eso se trata en última instancia, de problemas, o para ser más exactos, de las diferentes maneras que cada uno de nosotros tenemos para afrontar esos problemas, unos problemas que en la mayoría de ocasiones no son nuestros, sino que nos son sobrevenidos.

Y es precisamente de la noción de semejante proceder, de donde irrumpe con absoluto viso de procedencia el conato desde el que enlazamos hoy nuestro aparente devaneo, con la sutil realidad.
Constituye el periodo que conforma nuestro aquí y nuestro ahora, un vergel especialmente fértil para erigir en torno de sí múltiples escenarios a partir de los cuales hacer emerger tanto a los monstruos mitológicos con los que luchar de manera desenfrenada se convierte hoy en la metáfora de la mera supervivencia; como descubrir las estratagemas detrás de las que no hacen sino esconderse los que llevan toda una vida sobreviviendo a base de pasar una y otra vez inadvertidos a la lucha.
¿Acaso nos encontramos los demás en disposición de criticar semejante proceder? Desde luego yo no lo haría toda vez que el único premio al que nos deja aspirar el paupérrimo momento que la historia nos ha reservado, y que no es otro que el de la supervivencia, es igual de injusto con ellos que con nosotros.

Comenzó el alcohol siendo arma que componía el arsenal de ataque. Se convirtió después en arma de defensa. Y acabó, como en otros muchos casos, volviéndose incontrolable, golpeando a quien una vez pensó que podría controlarlo.

En definitiva ellos, como nosotros, han sobrevivido.

Ellos como nosotros, cuestión de perspectiva.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 2 de marzo de 2016

DEFINIENDO LA SOLEDAD. LO QUE SIN DUDA HA DE SENTIR EL ELECTRÓN DEL ÁTOMO DE HIDRÓGENO.

Resulta que a veces, la respuesta a las cuestiones si no más complejas, tal vez sí más enrevesadas, aparecen nítidas una vez nos tomamos la molestia de prestar la debida atención a algunos de esos múltiples ejemplos que lo convencional, cuando no lo evidente, pone ante nosotros.

Así una de las grandes cuestiones, cuando no una de las grandes consideraciones a las que el Hombre Moderno ha debido dar respuesta, toda vez que desde tiempo inmemorial lleva enfrentándose a la misma sin satisfacción posible, me refiero al posicionamiento que el Hombre toma respecto del fenómeno de la Soledad, ha quedado satisfactoriamente respondida en la tarde de hoy. Y lejos de ser por medio de un enrevesado desarrollo conceptual, si quiera a través de un concienzudo proceder filosófico; que la respuesta ha venido a nosotros por medio de la puesta en práctica del simple y por ello siempre lícito procedimiento de la observación. Así tenemos pues que para encontrar respuesta a una de las más enrevesadas consideraciones éticas que ponían en peligro la continuidad de la especie, hemos tenido que ceder al empuje que procede del desarrollo conceptual del conocimiento de la Física.

Hemos pues comprendido hoy que nada mejor para comprender el impacto de la soledad en el devenir del Hombre, que observar el comportamiento del electrón que presenta todo átomo de Hidrógeno.

Observemos pues al mencionado electrón. Procediendo primero de manera estrictamente física, esto es, poniendo de manifiesto tan solo las consideraciones que ante nosotros afloran por medio de la observación de las características superficiales, o sea sin entrar en especulaciones al menos por ahora de cual habrá de ser su posible comportamiento en relación a su composición interna; diremos que el electrón del átomo de hidrógeno disfruta de una posición verdaderamente privilegiada. No teniendo nada por encima, el electrón del átomo de hidrógeno puede decir sin posibilidad de error que ciertamente tiene al resto del mundo a sus pies.

Sin embargo, y por más que la posición del mencionado sea a estas alturas realmente envidiables, ni podemos ni debemos olvidar que la esencia de cualquier elemento químico pasa no por el atrevimiento que se pueda devengar de su conducta física. Lo que verdaderamente hace grande a cualquier elemento químico es su capacidad, cuando no su predisposición, para llegar a acuerdos, queremos decir para establecer reacciones químicas, encaminadas a lograr la consecución de sustancias químicas que ante todo, y por encima de todo, garanticen la estabilidad de la nueva sustancia resultante, sea cual sea la naturaleza de la misma.

Y es ahí, precisamente ahí, donde nuestro átomo de hidrógeno muestra todo su poderío, cuando no su verdadero potencial.

Ejerciendo una libertad para la que está dotado gracias a la ambigüedad de la que hace gala por su específica conformación, el átomo de hidrógeno puede mirar de manera indiferente a izquierda y a derecha toda vez que a priori, la práctica totalidad de los elementos que lo rodean, y junto a los cuales conforma el universo químico, son potenciales receptores de sus ansias de combinatoria.

Cierto es, y negarlo sería una estafa, que determinados elementos parecen destinados por predisposición a lograr con relativa facilidad el nacimiento de enlaces capaces de, como decíamos, conformar nuevas sustancias en sí mismas estables. Así, la conformación de sales parecería el camino normal a seguir si es que a estas alturas la normalidad fuese el camino a seguir.
Pero más bien al contrario, a la vista de lo recientemente observado, el hidrógeno ha decidido seguir el camino de la novedad, en forma de experimentos.
De esta manera, reacciones químicas complejas, como las que han de ser llevadas a cabo con los elementos más alejados, y para las cuales resulta imprescindible la aportación externa de energía toda vez que las mismas son imposibles de apreciar de manera natural, han amenazado con presentarse ante nosotros rodeadas de una falsa certeza de normalidad según la cual la energía necesaria para romper esos enlaces habrá de ser tan grande, que la unión resultante de los mismos garantizará casi hasta el infinito la estabilidad del engendro creado.

El precio a pagar surge ante nosotros de manera casi evidente y así, al igual que las matemáticas de espacios no copernicanos demostraron que la distancia más corta entre dos puntos no ha de ser necesariamente la línea recta; de parecida manera, la química que a partir de ahora reproducirá los escenarios en los que habremos de desenvolvernos requerirá de manera inexorable de dar respuesta a cuestiones tales como de dónde procede el nuevo devenir que ha hecho saltar por los aires la política natural del ahorro de energía, para justificar ahora las reacciones endotérmicas, dicho de otro modo, las que para ser posible requieren de un tremendo aporte de energía exterior.

Mientras, la realidad a la que en mayor o menor medida estábamos acostumbrados, aquella en la que los compuestos químicos fluían con aparente naturalidad, habrá pasado a mejor vida. Todo para mayor gloria de la Nueva Química. Una Nueva Química que sin duda todavía nos tiene reservado lo mejor. La magia del Electrón Covalente.

Constituye el fenómeno del electrón covalente, sin duda una de las más hermosas manifestaciones con las que la naturaleza se regala, con la cual nos deleita y asombra. Por medio de un ejercicio de verdadera prestidigitación natural, el electrón covalente se da cuando el comportamiento del electrón cambia entre dos posiciones distintas, a menudo contradictorias entre sí, facilitando con ello el pacto entre o con sustancias en principio tenidas por irreconciliables; con tal de lograr una estabilidad que no por fingida, redunda menos en la satisfacción de los intereses del electrón de hidrógeno.
De esta manera, electrón viaja continuamente de un lado a otro del pacto, alimentando en su viaje la ilusión de la estabilidad, una estabilidad que si bien es fingida, sirve a sus intereses toda vez que se mantendrá estable en tanto que el movimiento no decaiga.

Pero que nadie se engañe. Si bien el electrón del átomo de hidrógeno está solo, que nadie ose atisbar malestar o desazón en esa soledad.

Más bien al contrario, el electrón del átomo de hidrógeno no durará en dar cumplidas muestras, tantas como sean necesarias y aunque en la mayoría de ocasiones éstas no le sean requeridas, de que tal soledad no es fruto o resultado de alguna desgracia o confabulación. Más bien al contrario se trata del resultado de un proceder largamente buscado, que tiene precisamente en su propia esencia, la que por ende lo define, el motivo de su existencia.

¿Acaso alguien duda del buen estado de salud del electrón del átomo de hidrógeno? Pues no debería. Y para el que albergue la menor duda en tal sentido, que observe los efectos, cuando no los resultados que precisamente a lo largo de la historia han dejado las bombas de hidrógeno.
Si bien la que Corea del Norte lanzó hace poco parece haber quedado reducida a una farsa publicitaria, no ya bombas de hidrógeno, sino derivadas de ésta, más pequeñas y tal vez por ello de menor poder destructivo, han caído recientemente en algunas de las más importantes ciudades españoles. Los resultados están todavía siendo objeto de evaluación, de lo que no hay duda es de que han formado algún que otro títere en torno a los lugares donde las explosiones han tenido efecto.

Sea cual sea el resultado en el que desemboque el estudio de la actual realidad, de lo que de una u otra manera no habrá dudas será en relación a la consideración del hecho en base al cual una gran parte de la Tabla Periódica le está vedada, por su propia naturaleza, al hidrógeno, y por ende a su electrón.
De perseverar en su actitud, habrá de tomar en serio firmemente la posibilidad de reaccionar químicamente de manera reflexiva. Será entonces cuando dará lugar a Helio, un elemento que definitivamente, y por su condición de Gas Noble, tiene casi imposible cualquier acercamiento a otro elemento quedando pues condenado, como ocurre en la superficie del Sol, a quemarse de manera muy espectacular generando con ello una reacción proporcional que le llevará a su inexorable desaparición.

Esto lleva siendo así desde hace miles de años. Podemos no entenderlo. Podemos no aceptarlo, pero eso en definitiva no cambia nada, al menos en lo esencial.
Incluso, de perseverar, cuando se acabe todo combustible disponible, el escenario del que dispondremos será el de un erial en el que solo los de siempre se sentirán cómodos, como siempre, dejándonos a los demás la desagradable sensación de haber perdido un tiempo magnífico.

¿De verdad es ésta la Nueva Política perdón, la Nueva Química?



Luis Jonás VEGAS VELASCO.