En una forma de Tiempo
como la que dice conformar nuestro presente, tal vez sea buena idea empezar
a asumir más que a dar por hecho, haciendo por ello de pensar, una opción más adecuada que la de citar quién sabe si convencidos de que de la mera repetición de verdades equivocadas, pueda en realidad
acabar por salir alguna suerte de verdad
aplicable, que no aprovechable.
Sea como fuere, lo único realmente cierto, acaso que en un
mundo parcial y ante todo relativo como
el que conforma nuestro ahora tal
expresión merezca cabida; pasa por asumir que no por aceptar una suerte de
consideraciones varias cuya principal consideración procede, curiosamente, no
tanto de aportarnos en si mismas alguna suerte de consideración novedosa, ni
tan siquiera original. Más bien al contrario su aportación a la deseada verdad procede más bien de
erigirse en valedores acérrimos y a la sazón últimos de la certeza de que muy
probablemente, la postura quizá no más sencilla de defender de cara al público,
pero no por ello menos evidente de cara a nuestro compromiso con el futuro no
pase tanto por aspirar al progreso, como si más bien a la adopción de medidas
destinadas a encajar con firmeza los golpes
que sin duda habrán de devengarse del a
estas horas ya ineludible proceso de colapso al que estamos abocados.
Redunda un clásico en
la tesis de que ningún sistema posterior puede en realidad manifestarse sin que
el que resulta precedente haya sido absolutamente superado. La veracidad de
semejante tesis participa de una suerte de obviedad semejante a la mostrada en
Geología por la
denominada Teoría de la Superposición de Estratos, la
cual a grandes rasgos viene a afirmar que en un terreno de características
sedimentarias, todo estrato redundante de una capa superficial, es más moderno
que cualquiera de los ubicados debajo de éste.
La presente afirmación resulta fácilmente criticable. De
entrada, tratar de acceder que no ya de desmitificar los misterios de la una
realidad violentamente adicta al fenómeno de la actualidad, acudiendo a
protocolos y procedimientos pertenecientes a una rama científica enamorada de
la melancolía, no parece, cuando menos a priori, el más acertado de los
procederes.
Pero tal y como sucede muy a menudo con las grandes
consideraciones, y a menudo también con un reducido grupo de consideraciones grandes, basta con dejar
pasar un instante, generalmente ése en el que al mismo viene a confluir la
verdad ajena a las presiones del tiempo, para constatar hasta qué punto en un
Universo en el que todo procede del polvo
de estrellas, la convergencia de realidades opuestas en certezas
constructivas comienza siendo una quimera, para acabar reducida a una certeza
matemática.
Es así que retomando la línea argumental, y en un intento
esperemos que no condenado de antemano, de no perder la mal llamada trama argumental, que hemos de volver
sobre nuestros pasos en pos de estrechar la relación que apenas habíamos
sugerido, y que cada vez amenaza con mayor grado de concreción la posibilidad
de integrar en un mismo razonamiento disposiciones del Pleistoceno, con certezas procedentes de la interpretación del canon desde el que bien puede ser
comprensible el espíritu, quién sabe si la esperanza, que posibilita cuando no
justifica, la certeza de la última noticia que puede haberse colado en la primera de cualquiera de los
informativos emitidos bien pudiera hacer a duras penas un par de horas.
Sea como fuere, una de las pocas certezas a las que hoy
podemos acceder desde el plano de la metodología
sencilla pasa por la consagración del eufemismo según el cual, pocas por no
decir ninguna son las posibilidades de las que hoy gozamos para acceder de
manera más o menos eficaz no tanto a la Verdad, como sí más bien a la suerte de
componendas que actualmente vienen no tanto a componerla, cuando sí más bien a
hacerla comprensible, en la medida de lo posible.
Eufemismo, sí, eufemismo. Porque si algo resulta hoy no ya
claro, diría más bien evidente, es que no tanto la Verdad, como sí más bien la
manifiesta incapacidad para acceder a la misma de forma responsable, se ha
revelado como la más evidente de cuantas definiciones pueden resultar
preceptivas a la hora de consagrarse al éxito del que es sin duda el gran monstruo del Siglo XXI, y que no
pasa por otro sino por el nihilismo galopante hacia el que con desmesura
tendemos.
Prestos cuando no raudos en el compromiso durante tanto
tiempo demostrado en pos no tanto de aspirar a la verdad, como sí más bien de
poder llevarnos a la tumba la prestancia de sabernos conocedores de nuestra
miseria; aquellos que de momento intuimos, sin negar por supuesto nuestra clara
aspiración por llegar algún día a saber, nos atrevemos definitivamente no tanto
a erigirnos en artífices de nuestra propia esencia, sino más bien a manifestar
sin el menor complejo la que es nuestra diferenta respecto a los que con
nosotros consumen oxígeno.
Dotados del arma en el que en este caso se convierte la
consistente unión de la curiosidad con la capacidad para encajar sin remilgos
lo que quiera que venga a conformar la certeza de lo que llamamos Realidad; lo
único que a estas alturas se pone de manifiesto como elemento incuestionable es
la aceptación de que en el peor de los
casos por colapso, en el mejor de ellos por superación, no tanto el mundo que
creíamos conocer, como si más bien la manera de enfrentarnos al mismo que
creíamos conocer, ha cambiado radicalmente, arrastrando con ello cualquier
apuesta de supervivencia que a título de empecinamiento pudiera ser augurada
por los que se niegan a aceptar una suerte de conclusión a la que nada como el saber popular da traslado por medio
de una magnífica frase en la que la esencia del comentario presente, pasado y
por supuesto futuro, convergen en un grado de precisión atroz: Se acabó lo que se daba.
Efectivamente, se acabó lo que se daba. Y si bien la misma
no merece ser tomada en consideración como máxima,
pues efectivamente no redunda en ninguna ventaja ni procedimental, ni por
supuesto conceptual; por otro lado no es menos cierto que si Nietzsche hubiera
dispuesto en su Lengua Materna de una frase tan intensa como la mentada, sin el
menor género de dudas que hubiera sido ascendida al grado de lema puesto que ¿acaso somos capaces de
diligenciar un aforismo capaz en mayor medida de traer a colación cuando no de
poner de manifiesto el cúmulo de fracasos, anhelos escasamente satisfechos y
falacias; todo lo cual viene a redundar no tanto en nuestro presente, como sí
más bien en la consideración que el mismo nos merece?
Tanto es así, que volviendo a la contraposición en principio
neurótica que hacíamos al disponernos a definir los parámetros de nuestra
acelerada actualidad, usando para ello componendas que hacen de la melancolía
su sello; nos encontramos con la sorpresa de que tal comparativa resulta si no
adecuada, sencillamente posible, porque del acceso a los datos por tales cauces
refrendados, el Hombre no aspira a obtener evidencias tal y como en principio
podría llegar a suponerse. Al Hombre de hoy le basta con sobrevivir.
De la constatación de éste y de parecidos argumentos,
obtenemos no tanto conclusiones, cuando sí más bien métodos. Prueba evidente
todo ello de que ya vivir no supone sino una permanente huida hacia delante en la que hemos abandonado toda
opción de saber, en lo que constituye la renuncia por excelencia, pues ese
deseo proactivo de dejar de saber encierra la consideración definitiva del
Nihilismo como opción, pues solo renunciando al saber, se reniega de toda
opción de progreso, dicho lo cual el Hombre emprende de manera voluntaria el
camino hacia la nada.
Un camino que si bien no es instantáneo, sí resulta
irreversible. Un camino que si bien parece indeseable, se muestra no obstante
transitado por un número cada vez más elevado de adeptos. Basta si no con
asumir, aceptar no resulta relevante, la intensidad de las conclusiones que de
la constatación de tamaña realidad puede llevarse a cabo. Una realidad
netamente nihilista pues solo la renuncia, eufemismos malicioso tras el que la
negación absoluta se oculta, puede aspirar a sobrevivir.
Pero se trata de una carrera de contrarios, de una oposición
dialéctica. Dicho lo cual, la certeza emerge por sí sola, poniendo de
manifiesto el más terrible de los escenarios, aquél en el que accedemos a la
terrible realidad de comprobar que efectivamente batalla ha existido, y los
nuestros han perdido.
Es entonces cuando definitivamente comprendemos el grado y
la categoría del desastre. Cuando formando parte de las columnas de
prisioneros, o en el peor de los casos integrando las listas de fallecidos,
reconocemos lo que otrora integró lo mejor de nosotros mismos, lo que siempre
mereció ser salvado. Lo que nunca hubimos de permitir que nos abandonara, pues
ello supondría abandonarnos a nosotros mimos.
Tal vez por ello hoy, siendo netamente conscientes de que,
efectivamente, un ciclo termina, experimentemos por primera vez la fría
sensación que el miedo produce. Miedo a `por primera vez no poder afirmar que
lo que está por venir sea efectivamente mejor.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.