Tan convencidos como estamos de nuestra superioridad, ya
proceda tal convicción del efecto evolutivo cuando surge de compararnos con
otras especies; o de la comparación que efectuamos respecto de nosotros mismos,
cuando la comparación se lleva a cabo respecto de semejantes que nos
antecedieron en un tiempo más o menos remoto; que de una u otra forma nuestra pedantería vuelve a jugarnos una muy
mala pasada cuyo reflejo se aprecia de forma específica en la incapacidad que
demostramos para identificar de manera efectiva al que no es sino el verdadero
enemigo.
Vivimos sin duda tiempos complicados. La afirmación, en
apariencia redundante, e incluso inadecuada dirán algunos de aplicarse a los
tiempos que corren, adquiere su absoluta vigencia cuando a la misma le
aplicamos el matiz destinado a poner de manifiesto la alevosía referida cuando el
problema denunciado conmueve no tanto a nuestras disposiciones pecuniarias,
como si más bien a aquellas destinadas a refrendar nuestra posiciones más
éticas.
“Honni soit qui mal y
pense”. Infame sea el que piense mal. Así, desde un primer momento habremos de dejar claro el
espíritu llamado a refrendar no tanto las tesis como sí más bien el proceder
llamado a secundarlas, espíritu desde el que el proceder clama por la puesta en
vigor no tanto de procederes manidos, lacerados por la ignominia y en ocasiones
flagrantemente traicionados.
Alcanzado el actual momento, y una vez superado el límite
propio a considerar el mismo tan solo como nuestro
mero presente; para pasar a un rango superior como es el propio de apreciar
el tiempo como una mera sucesión de acontecimientos; bien podríamos llegar a
entender que lo que llamamos aquí y ahora
es mucho más que una mera sucesión de instantes y de momentos; para pasar
en realidad a convertirse en una consecuencia; la consecuencia propia de ser el
resultado de la multitud de variables cuya convergencia, aparentemente azarosa
y presuntamente caótica, de profundizar un poco bien podría llegar a
proporcionarnos una visión mucho más complicada, en la que un concepto hasta el
momento nunca asociado a estos menesteres, a saber el de la responsabilidad,
nos traslada a un nuevo escenario en el que el
aquí se aprecia en realidad como el resultado de una suma de procederes que
han surgido como la respuesta que a lo largo de un periodo casi infinito han
acabado por erigirse como las respuestas que el hombre ha ido dando a las
grandes cuestiones; fruto siempre de la acción de una tendencia multidisciplinar cuyo núcleo de convergencia
se halla implícito en el propio hombre.
Presumimos así pues un escenario en el que el hombre bien
puede ser considerado como un resultado. Sin embargo, tal resultado no ha
seguido un proceso lineal (de ser así nuestro proceso estaría sin duda mucho
más avanzado) ni ha sido capaz de librarse de los efectos de lo que bien
podríamos llamar toma de decisiones
erróneas, las cuales obviamente no son apreciables, mas sus consecuencias
sí lo son, manifestándose éstas en una suerte de retroceso en el proceso que
tiene como resultado la vuelta sobre
nuestros pasos haciendo que el hombre se enfrente a menudo con episodios
que creía ya superados.
Definimos entonces, casi sin querer, lo que bien podría
constituir hoy el nudo de nuestra reflexión a saber, la relación que el hombre
ha seguido con ese extraño e infatigable compañero de viaje que es la
ignorancia. La ignorancia, ya sea como concepto, ya sea
como proceder, ha estado ligada al hombre desde el principio, si bien y como es
de suponer su presencia solo ha podido ser captada una vez que el hombre ha
dispuesto de los medios, fundamentalmente de carácter conceptual, que le han
permitido identificarla. Aunque como por todos es sabido estos medios no han
sido capaces de erradicarla.
Es la ignorancia un concepto más propenso a ser sufrido que
a ser comprendido. Superada la consideración individual, la propia que nos
lleva a pensar qué la hace tan atractiva cuando comprobamos la felicidad en la
conducta del individuo que de manera consciente vive inmerso en su cálido
abrazo; resulta evidente que nos referimos hoy a la ignorancia social, a
aquella cuyos efectos redundan a partir de la conducta de grupo, y cuyas
consecuencias se extienden por ello trascendiendo de lo ético, para afectar a
lo moral.
Resumimos pues la ignorancia social como el fenómeno que nos
lleva a tomar por lógico esperar resultados diferentes, a partir de sendos
procesos en los cuales hemos repetido uno por uno de manera del todo literal
todos los procedimientos implícitos de
una u otra manera, llamados a afectar en el resultado.
Es como si una cocinera tratara de convencernos de que una
tortilla que ha hecho hoy resulta obviamente
más sabrosa que otra hecha ayer, cuando tanto los ingredientes, como la
sartén e incluso el aceite empleados para su elaboración, son exactamente los mismos.
¿Absurdo no? Entonces, si es tan absurdo, por qué es tan
difícil de comprender que de la lectura atenta del estado en el que se
encuentra no ya España, como sí más bien Europa, no resulta para nada
descabellado presagiar una explosión semejante a la que el continente ya
sufriera en el primer tercio del pasado siglo.
Siguiendo con el paralelismo culinario, el estado de los
ingredientes es parecido, tanto las patatas como la cebolla han sido
preparadas, la sartén lleva tiempo al fuego, y lo que se desprende de la
observación es que los cocineros de hoy parecen especialmente deseosos de
aplicar al pie de la letra la receta que deparó el resultado conocido.
Entonces, puede alguien justificarme que no es una conducta ignorante dar por
sentado que, pese a la evidencia, el resultado no puede ser como el que ya evidentemente fue.
Es precisamente esa suerte de inmunidad que parece recorrer
cada uno de nuestros poros, otra muestra más de lo embebidos que en realidad
estamos. Precisamente creer que a
nosotros nada puede pasarnos, se identifica de manera precisa con el
pensamiento de aquel que de entre todos podemos identificar sin esfuerzo como
digno de ser tenido por ignorante. La paradoja; el ignorante es el único de
todos que como ocurre con los muertos, no es consciente de su condición; y si
se le apura, llega a mostrarse convencido de que todos los demás comprenden en
realidad el catálogo de los llamados a considerarse como dignos de la acepción.
Ejemplos de tal conducta nos sobran, si bien no me resisto a
poner de manifiesto alguno precisamente por su carácter de palmario. Porque
¿cómo hemos de considerar al que se va a Venezuela a buscar lo que bien podría
haber encontrado en su casa, ahorrándonos así el esfuerzo o el pago de su
excursión?
Sin embargo, malo si lo anecdótico fuera una vez más capaz de desplazar nuestra atención
del que se constituye en foco del
problema. Así, Europa arde, y para no verlo hay que ser mucho más que
ignorante.
Mientras Francia se enfrenta a un serio peligro de colapso
en respuesta a una imposición gubernativa, en Austria nos hemos vuelto a asomar
peligrosamente al precipicio. Y lo peor es que mucha gente comienza a ver el salto al vacío con buenos ojos.
¿De verdad necesitamos más avisos? ¿Acaso el salto sin red
vuelve a ser una opción?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.