jueves, 26 de mayo de 2016

HONNI SOIT QUI MAL Y PENSE.

Tan convencidos como estamos de nuestra superioridad, ya proceda tal convicción del efecto evolutivo cuando surge de compararnos con otras especies; o de la comparación que efectuamos respecto de nosotros mismos, cuando la comparación se lleva a cabo respecto de semejantes que nos antecedieron en un tiempo más o menos remoto; que de una u otra forma nuestra pedantería vuelve a jugarnos una muy mala pasada cuyo reflejo se aprecia de forma específica en la incapacidad que demostramos para identificar de manera efectiva al que no es sino el verdadero enemigo.

Vivimos sin duda tiempos complicados. La afirmación, en apariencia redundante, e incluso inadecuada dirán algunos de aplicarse a los tiempos que corren, adquiere su absoluta vigencia cuando a la misma le aplicamos el matiz destinado a poner de manifiesto la alevosía referida cuando el problema denunciado conmueve no tanto a nuestras disposiciones pecuniarias, como si más bien a aquellas destinadas a refrendar nuestra posiciones más éticas.

“Honni soit qui mal y pense”. Infame sea el que piense mal. Así, desde un primer momento habremos de dejar claro el espíritu llamado a refrendar no tanto las tesis como sí más bien el proceder llamado a secundarlas, espíritu desde el que el proceder clama por la puesta en vigor no tanto de procederes manidos, lacerados por la ignominia y en ocasiones flagrantemente traicionados.

Alcanzado el actual momento, y una vez superado el límite propio a considerar el mismo tan solo como nuestro mero presente; para pasar a un rango superior como es el propio de apreciar el tiempo como una mera sucesión de acontecimientos; bien podríamos llegar a entender que lo que llamamos aquí y ahora es mucho más que una mera sucesión de instantes y de momentos; para pasar en realidad a convertirse en una consecuencia; la consecuencia propia de ser el resultado de la multitud de variables cuya convergencia, aparentemente azarosa y presuntamente caótica, de profundizar un poco bien podría llegar a proporcionarnos una visión mucho más complicada, en la que un concepto hasta el momento nunca asociado a estos menesteres, a saber el de la responsabilidad, nos traslada a un nuevo escenario en el que el aquí se aprecia en realidad como el resultado de una suma de procederes que han surgido como la respuesta que a lo largo de un periodo casi infinito han acabado por erigirse como las respuestas que el hombre ha ido dando a las grandes cuestiones; fruto siempre de la acción de una tendencia multidisciplinar cuyo núcleo de convergencia se halla implícito en el propio hombre.

Presumimos así pues un escenario en el que el hombre bien puede ser considerado como un resultado. Sin embargo, tal resultado no ha seguido un proceso lineal (de ser así nuestro proceso estaría sin duda mucho más avanzado) ni ha sido capaz de librarse de los efectos de lo que bien podríamos llamar toma de decisiones erróneas, las cuales obviamente no son apreciables, mas sus consecuencias sí lo son, manifestándose éstas en una suerte de retroceso en el proceso que tiene como resultado la vuelta sobre nuestros pasos haciendo que el hombre se enfrente a menudo con episodios que creía ya superados.


Definimos entonces, casi sin querer, lo que bien podría constituir hoy el nudo de nuestra reflexión a saber, la relación que el hombre ha seguido con ese extraño e infatigable compañero de viaje que es la ignorancia. La ignorancia, ya sea como concepto, ya sea como proceder, ha estado ligada al hombre desde el principio, si bien y como es de suponer su presencia solo ha podido ser captada una vez que el hombre ha dispuesto de los medios, fundamentalmente de carácter conceptual, que le han permitido identificarla. Aunque como por todos es sabido estos medios no han sido capaces de erradicarla.

Es la ignorancia un concepto más propenso a ser sufrido que a ser comprendido. Superada la consideración individual, la propia que nos lleva a pensar qué la hace tan atractiva cuando comprobamos la felicidad en la conducta del individuo que de manera consciente vive inmerso en su cálido abrazo; resulta evidente que nos referimos hoy a la ignorancia social, a aquella cuyos efectos redundan a partir de la conducta de grupo, y cuyas consecuencias se extienden por ello trascendiendo de lo ético, para afectar a lo moral.

Resumimos pues la ignorancia social como el fenómeno que nos lleva a tomar por lógico esperar resultados diferentes, a partir de sendos procesos en los cuales hemos repetido uno por uno de manera del todo literal todos los procedimientos  implícitos de una u otra manera, llamados a afectar en el resultado.
Es como si una cocinera tratara de convencernos de que una tortilla que ha hecho hoy resulta obviamente más sabrosa que otra hecha ayer, cuando tanto los ingredientes, como la sartén e incluso el aceite empleados para  su elaboración, son exactamente los mismos.

¿Absurdo no? Entonces, si es tan absurdo, por qué es tan difícil de comprender que de la lectura atenta del estado en el que se encuentra no ya España, como sí más bien Europa, no resulta para nada descabellado presagiar una explosión semejante a la que el continente ya sufriera en el primer tercio del pasado siglo.
Siguiendo con el paralelismo culinario, el estado de los ingredientes es parecido, tanto las patatas como la cebolla han sido preparadas, la sartén lleva tiempo al fuego, y lo que se desprende de la observación es que los cocineros de hoy parecen especialmente deseosos de aplicar al pie de la letra la receta que deparó el resultado conocido. Entonces, puede alguien justificarme que no es una conducta ignorante dar por sentado que, pese a la evidencia, el resultado no puede ser como el que ya evidentemente fue.

Es precisamente esa suerte de inmunidad que parece recorrer cada uno de nuestros poros, otra muestra más de lo embebidos que en realidad estamos. Precisamente creer que a nosotros nada puede pasarnos, se identifica de manera precisa con el pensamiento de aquel que de entre todos podemos identificar sin esfuerzo como digno de ser tenido por ignorante. La paradoja; el ignorante es el único de todos que como ocurre con los muertos, no es consciente de su condición; y si se le apura, llega a mostrarse convencido de que todos los demás comprenden en realidad el catálogo de los llamados a considerarse como dignos de la acepción.

Ejemplos de tal conducta nos sobran, si bien no me resisto a poner de manifiesto alguno precisamente por su carácter de palmario. Porque ¿cómo hemos de considerar al que se va a Venezuela a buscar lo que bien podría haber encontrado en su casa, ahorrándonos así el esfuerzo o el pago de su excursión?

Sin embargo, malo si lo anecdótico fuera una vez  más capaz de desplazar nuestra atención del  que se constituye en foco del problema. Así, Europa arde, y para no verlo hay que ser mucho más que ignorante.
Mientras Francia se enfrenta a un serio peligro de colapso en respuesta a una imposición gubernativa, en Austria nos hemos vuelto a asomar peligrosamente al precipicio. Y lo peor es que mucha gente comienza a ver el salto al vacío con buenos ojos.

¿De verdad necesitamos más avisos? ¿Acaso el salto sin red vuelve a ser una opción?


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

jueves, 19 de mayo de 2016

DE LA REFLEXIÓN COMO ÚLTIMO REFUGIO.

No es la piedad buen consejero, de hecho se convierte en un mal presagio, si se erige en la última de las justificaciones a la hora de promover una suerte de bondad en lo concerniente a las acciones de la conducta política. Resulta así paradójico que si bien en el trato individual, resulta la conducta piadosa como algo digno de ser encuadrado dentro de los aspectos digamos, virtuosos; no es menos cierto que cuando tal menester se prodiga dentro de los aspectos sociales, de los vinculados al grupo; la experiencia antropológica ligada a la psique social atribuye de forma contundente un elevado componente de dramatismo en forma de debilidad procedimental al grupo que da muestra de ello.

Vivimos tiempos convulsos, y una prueba de la certeza de tal afirmación pasa por el hecho unívoco que se manifiesta a partir de constatar lo elevado del número de ocasiones en las que necesitamos acudir a  lo que otrora denominamos grandes cuestiones, con la diferencia de que cada vez el contexto dentro del cual necesitamos implementar tales, es en realidad menos trascendental, menos importante; llegándose a dar la circunstancia de que a menudo el uso no solo resulta abusivo, sino que alcanza rasgos de verdaderamente superfluo.

Aparece entonces ante nosotros el que habrá de ser otro de los elementos digno de ser tenido muy en cuenta. Es la superficialidad uno de esos conceptos complejos, toda vez que dentro de sí esconde mucho más de lo que podría aparentar. No es en este caso, o al menos no del todo, que nos interese como concepto. Nos ocuparemos de él en consecuencia a partir de las valoraciones que desde su faceta de procedimiento, puede aportarnos a la hora de especificar esa suerte de escenario dentro del cual contextualizar el tiempo y el espacio en el que resulta mucho más sencillo entender el proceder referido en este caso a los criterios que le resultan propios a la sociedad dentro de la cual nos encuadramos.
Tenemos así que nos interesa más la conducta superficial. Sobre todo como ejemplo no ya del proceder de un sujeto, sino a partir de las valoraciones que llevan a considerar las causas que pueden consolidar en el mismo la conveniencia de proceder de manera superficial. El fracaso que se halla implícito en tal proceder, podría llevarnos a un análisis erróneo si las consecuencias derivadas del mismo se restringieran a un componente ético (en tanto que afectan a un solo individuo), impidiendo con ello la profundización hasta estratos más severos, tanto que afectarían no ya al individuo, sino que tendrían a bien la puesta en marcha de acciones destinadas a poner de manifiesto la necesidad de buscar en el compendio de lo moral el verdadero campo semántico del problema.

Porque solo desvelando la existencia de este error, podremos ponernos en antecedentes a la hora de anticipar las consecuencias del otro error, de carácter éste por supuesto mucho más sensible, de cuya magnitud apenas podemos tener conciencia en tanto que más que conocerla, solo podemos intuirla.

Dicho de otra manera, solo a partir de la asunción de nuestra incapacidad para comprender la realidad en toda su magnitud, podemos aceptar como válido lo que no es sino un sencillo gesto de piedad que se demuestra ante hechos tales como los de pensar que como ciudadanos españoles podemos seguir sintiéndonos orgullosos de lo que hemos creado, a pesar de que para ellos tengamos que obviar la parte de la totalidad que no nos gusta.
Podemos así no digo ya dormir tranquilos, sino aceptar levantarnos; aunque para ello, y como condición sine qua non hayamos de aceptar que el total del esfuerzo que como ciudadanos llevamos a cabo, se encuentre y no por ventura absolutamente hipotecado toda vez que aquéllos que justificaban lo injustificable en términos de actitud hacia lo demás, lo hacían amparados en una supuesta superioridad que parecía dotarles de una inmunidad a cuya concreción, he de confesar, nunca llegué a acceder. ¿Se encontraba acaso tal justificación en la repetida tesis según la cual ellos sabían gestionar? No entiendo de Ingeniería Financiera, pero apuesto todos mis ahorros a que los que sí saben de ello, estarán conmigo en que las cifras recién publicadas en base a las cuales la totalidad del PIB que podamos generar a lo largo del ciclo interanual, se encuentra ya totalmente comprometido; me traslada a una realidad en la que ni las Matemáticas, ni la Lengua, diría que ni siquiera la Filosofía, resultan de ninguna utilidad. Y si no resultan de utilidad, no es porque hayan dejado de ser útiles aquí, en lo que bien podríamos denominar mundo real. Si no resultan de utilidad es porque allí donde habitan los que al menos en teoría han de resolver nuestros problemas, tanto el tiempo como el espacio parecen hoy discurrir a una velocidad diferente, y a la sazón inconmensurable.

Resumiendo, o por ser más específicos, integrando todo lo expuesto hasta el momento; tenemos planteada una ecuación paradójica según la cual los escenarios hipotéticamente comprendidos para salvaguardar el bienestar de la sociedad; a priori función a la que ha de referirse el Estado; han colapsado. Y todo parece indicar que tal colapso procede del interior de los propios escenarios, es decir, la causa forma parte de la naturaleza de los mismos.
En conclusión, los escenarios habilitados por el Estado son nulos de pleno derecho toda vez que los mismos encierran la contradicción innata de impedir en esencia el desarrollo de aquello para lo que estaban destinados. Y si la supervivencia del Estado viene ligada a su utilidad, hemos pues de concluir como lícita la superación de las actuales Ideas de Estado.

Sin entrar a valorar el efecto que la afirmación pueda invocar en el lector, sino que poniendo el foco simplemente en lo rocambolesco que el concepto puede parecer, tenemos no obstante que señalar el hecho según el cual la idea de un Estado usurpador más que inútil nos resulta más incómoda que increíble.
La respuesta a tal cuestión hay que buscarla en la tradición. Una tradición que se origina primero y como es normal en torno a los marcos formativos, los cuales como es de suponer trabajan activamente en el desarrollo de unos marcos destinados a limitar las aspiraciones de desarrollo de los que si bien hoy son aún infantes, acabarán por el mero trascurrir del tiempo convirtiéndose en líderes. Líderes que habrán de conservar en el futuro lo que para ello no habría de ser sino pasado, para lo cual resulta imprescindible la conformación de un plan perfectamente pergeñado y cuyo éxito se encuentra ligado no solo a la consecución de un modelo educativo que como hemos dicho actúa sobre los niños; sino que requiere una permanente renovación de las dosis de adoctrinamiento, de lo cual se encargan los medios de comunicación.

Porque si hasta aceptable puede resultar considerar que de niños nos programan, esa misma programación hace que nos resistamos a aceptar que siendo adultos seguimos respondiendo a respuestas programadas.
El dolor del despertar, metáfora a la que habremos de acudir para entender el esfuerzo necesario para asumir más que comprender la utopia a la que queda reducida la acción libre en la que creíamos estar permanentemente imbuidos; nos enfrenta con la terrible realidad de cuya aceptación habrá de depender por ejemplo el que entendamos que ese condicionamiento del que creemos ser plenamente conscientes cuando valoramos por ejemplo el efecto del fenómeno publicitario sobre nosotros, se extiende hasta aspectos mucho más profundos que los que podríamos tener en cuenta cuando aceptamos ser manipulados a la hora de fumar, o por ejemplo comprar un determinado coche.

Manipulación, he ahí la clave. Es la manipulación un concepto muy amplio, va desde la sensación que experimentamos cuando nuestra pareja condiciona la satisfacción de ciertos apetitos, a la puesta en práctica de ciertas conductas previas; hasta la sensación que experimentamos cuando en casos más concretos dirigen nuestro odio (carácter primario) hacia la conveniencia o no de que se enarbolen unos símbolos cuyo significado, no lo olvidemos, nos ha sido implementado precisamente por los mismos que ahora cuestionan su conveniencia.

Y en todos los casos, las sensaciones. Son las sensaciones competencia de la emotividad, y constituye la emotividad el campo más alejado de la razón. Porque si bien no está aislada de ésta, lo cierto es que son las consecuciones procedentes de desarrollos estrictamente emotivos las que más difíciles resultan de presagiar si nos empecinamos en emplear para ello componentes estrictamente racionales.
Es por ello que es ahí donde nos golpean. Lo hacen una y otra vez, y cuanto menos conscientes somos del golpe, más eficaz resulta éste de cara a satisfacer los intereses de los ingenieros responsables.

Se trata pues de sobrevivir. Pero no a cualquier precio. Hay que sobrevivir poniendo en práctica el elemento cualitativo que nos diferencia. Así, si Aristóteles se vio necesitado de añadir “implume” a su definición de hombre cuando le demostraron que en la que previamente se había dado, cabía una gallina; al no ser nosotros Aristóteles bien podremos aceptar la conveniencia de poner en marcha todos nuestros recursos en pos de satisfacer la necesidad no de descubrir, como sí más bien de recordar, que como hombres la capacidad de reflexión es una de las que más nos caracterizan, tal vez porque nos diferencia.

Recuperemos pues nuestro lugar. Reflexionemos, y muy probablemente acabaremos por reencontrar nuestro camino.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 11 de mayo de 2016

DE CUANDO LA CONFUNSIÓN NOS LLEVA A NO CONOCER NI AL ENEMIGO.

Somos sin duda un país propio. Acostumbrado no tanto a la desazón, como sí más bien a convivir con los efectos que la misma produce; cuando ya anochece el día en el que se cumplen cien años del nacimiento de uno de esos grandes españoles que precisamente se ganó su fama describiendo con estilo las formas, eso sí sin disimular sus miserias, del que también y especialmente fue su país; no es por ello menos cierto que la polémica que sencillamente por esta apreciación puede tener lugar entre algunos, lejos de cuestionar lo afirmado, no viene sino a reforzar la tesis de que efectivamente, el si tú ciego, yo tuerto, sigue alimentando muchos estómagos, y no todos agradecidos.

Más allá de Premios Nóbel, lo que se dice a ras de suelo, comprobamos hoy por hoy, y no podemos negar que con gran desazón; el inicio de un proceso que al menos en apariencia parece destinado a dar al traste no solo con lo que hasta ahora ha sido el modo de proceder en lo que se ha llamado política convencional. Un proceso que ya desde su origen, cabe recordar que empezó así, casi sin querer; ha terminado por consolidarse, al menos en apariencia, como una forma no ya solo adecuada de hacer las cosas. Un proceso esencialmente revolucionario, llamado a asaltar tanto los protocolos, como por supuesto los cielos. Un proceso que a estas alturas, lo confieso, a lo único que a algunos nos ha conducido es a la desazón que procede de constatar hasta qué punto todo aquello que pensábamos estaba a salvo, se entiende que del enemigo convencional, ha comenzado a venirse abajo al recibir el ataque desde los lugares de retaguardia, desde los lugares que a priori siempre dimos por hecho que estaban protegidos.

Al igual que aquellos sitios cuyos largos asedios la Historia pone de manifiesto que solo pudieron ser conquistados desde la traición; la actualidad se erige una vez más ante nosotros como portadora del mal propio del que puede ser sincero, y una vez más nos arrebata el beneficio de la duda, enfrentándonos a la cruel realidad de saber que como entonces, en la batalla que está a punto de desencadenarse no habrá lugar para el romanticismo reservado otrora bien para los héroes victoriosos, bien para los destinados a morir haciendo de su muerte una causa digna, destinada quién sabe si a proferir al final el grito desgarrado que durante todo el tiempo que duró su ¿mísera? vida, hubo de permanecer callado.

Tal y como nos cuentan los que vivieron las previas, pues España es territorio afín a tales enfrentamientos, lo corto de la distancia se traducirá inexorablemente en un combate en el que el no poder hacer uso de las grandes armas, anulará cualquier atisbo de estrategia. Se hará entonces imprescindible desenfundar más que cargar. El arma corta pondrá pronto de manifiesto su eficacia, si bien esto no redundará ni por un instante en la mejora de la opinión que el uso de tales armas tiene en el campo del honor. Pero tales consideraciones tendrán el valor de eso, de consideraciones; y España y los españoles no estarán una vez más, para sutilezas como las que tales esgrimen.
Al contrario, una vez se disipe el humo a causa de los vientos procedentes no de la  victoria, como sí del llanto proferido por los patriotas, me refiero a los que por más que consideren la bandera como un trapo, nada les libra de ser precisamente los destinados a pagar el pato, habremos una vez más de enfrentarnos a la que no tanto por intensa, como sí más bien por repetida, se erige en portavoz de la mayoría de cuantas vienen a componer a este respecto las certezas de este país nuestro; la que procede de saber que mientras unos, a saber los de siempre, se desangran; arriba, observando desde la colina, el señorito, rodeado por su guardia pretoriana, observa desde la distancia.

Porque en última instancia de eso que no de otra cosa se trata, de distancia. Distancia que no se mide en lejanía, pues no se mide en metros ni en kilómetros la unidad atinente al hecho refrendado. Más bien, lo que hoy sigue manteniendo viva la llama que lejos de encender la vela que ilumine el camino de este país, amenaza de nuevo con prenderlo fuego a todo, no es sino la reminiscencia de viejos aunque no por ello olvidados fuegos que ya arrasaron una vez nuestras praderas y pastos, condenando a morir de hambre a ovejas que aunque pastaban en fértiles praderas, habían de morir ante la atenta mirada de lobos que decidían quién merecía morir, quién merecía vivir.

El tiempo ha pasado y las ovejas, lejos de aprovechar las ocasiones que el tiempo ha puesto a su lado para diseñar una estrategia destinada cuando menos a defenderse de los lobos; confunden su destino pues a lo único que aspiran no es a dejar de ser ovejas… ¡es a convertirse en lobos!
Pero si algo demuestra la Historia es que el monje ha de disponer de algo más que de hábito. Así, al contrario de lo que pasa con el lobo, que vestido de cordero el máximo miedo que puede disponer es el propio de ser descubierto; lo cierto es que las que llamaremos ventajas estructurales, las propias de ser lobo cuando te enfrentas contras ovejas, vienen a redundar en este caso en la certeza de que ni la más temible de las ovejas puede esperar salir indemne de un combate si éste se desarrolla en terreno de lobos, con reglas de lobo…

Es por ello que cuando escucho a los nuevos pastores insultar entre otros a Aristóteles una vez se han erigido ellos en el supuesto término medio, convirtiendo en nauseabundo el que otrora fue manjar si no elixir, manifestado en forma de la Virtud propia del término medio; es cuando definitivamente he de sublevarme. Y lo cierto es que no lo hago ¡faltaría más! para castigar a los que desean dejar de ser ovejas. No lo hago, por supuesto, para mostrarme contrariado porque el cordero plante cara y no vaya tímido al encuentro con la muerte.
Lo que me indigna, lo que me llena de desazón es el comprobar cómo una vez más, y en este caso una vez más con gran maestría, los lobos no necesitan ni tan siquiera correr para enfrentarnos con nuestro destino. En esta ocasión les basta con esperar a que nosotros solos, en nuestra carrera, acabemos disponiendo el conocido escenario en el que haya que elegir: O el lobo, o el barranco.

Porque algo hemos tenido que hacer rematadamente mal, cuando en las praderas otrora llenas de nuestros amables balidos, hoy vuelve a ser la imperturbable sombra del lobo la que impone su ley, ya sea con descaro, o por medio del disimulo.

Porque si a estas alturas hemos de comprobar cómo en horario de máxima audiencia, en una emisora de difusión nacional, un contertulio afirma, ni corto ni perezoso que: “no debemos olvidar que uno de los problemas que acucian a nuestro país pasa por comprobar la indolencia con la que permitimos que las clases medias utilicen en exceso los servicios públicos, sobre todo Sanidad y Educación…” y no es que ya sus compañeros de tertulia lo jaleen, es que nadie llama para mostrar su desazón al respecto; a lo que estamos asistiendo no es al desencadenamiento de la serie de procedimientos destinados a liberarnos de nuestros traumas propios de oveja. Lo que el silencio pone de manifiesto es nuestro oculto deseo de convertirnos en lobos.

Pero el lobo nace, no se hace. Su fuerza procede de la manada. Una manada que no acepta con facilidad la incorporación de nuevos protagonistas, salvo que éstos vengan a sustituir a los líderes muertos, o a proporcionarles una mejor visión de la realidad.

Por ello el lobo está disfrutando, pues donde la oveja ve el comienzo de su plácido pacer, él observa la división del rebaño.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

jueves, 5 de mayo de 2016

DE CUANDO NO DECIR LA VERDAD LO REDUCE TODO SENCILLAMENTE A MENTIR.

“Debes volver a convertirte en un hombre ignorante y ver el sol con ojos inocentes, verlo a la luz de su propia idea.”     WALLACE STEVENS, Notes Torward a Supreme Fiction.

En un mundo desazonado no ya por la imposibilidad para ver la luz del sol, como sí más bien por la incapacidad para decidir de entre muchas cuál es en realidad la  verdadera forma de esa luz. En un mundo en el que el exceso de información se malinterpreta de manera absolutamente delirante en poso de generar una suerte de teoría destinada a haceros aspirar a la  formación; solo en semejante mundo tiene sentido volver a apostar por la apariencia, aunque en el transcurso de la misma haya de perecer definitivamente el último vestigio de crédito que le quedaba al otrora considerado como uno de los más elevados procederes a los que presuntamente podía llegar a dedicar su vida un hombre.

Porque cuando renunciamos formalmente a la esencia, lo que nos queda, la idea que transmitimos posee en realidad un marcado halo de renuncia, de frustración, en una palabra, de fracaso. La renuncia a la Política, o por ser más expresos, a la idea bajo la que auspiciábamos hasta hace poco los que considerábamos los cánones de la Política (sinceramente me resisto a determinar si vieja o nueva), nos condena de manera evidente y si ello fuera posible, de manera más eficaz,  a tener que asumir como propios, cuando no como realmente acontecidos, toda una serie de principios cuya mera suposición nos conduce de manera podríamos decir que irrevocable a aceptar que no ya los modelos, como sí más bien el correlato social al que éstos se refieren, han cambiado para siempre.

De hecho que de la aceptación que de esa y no de otra conclusión, depende necesariamente no solo nuestra supervivencia como sociedad, sino que a la misma está inexorablemente ligado el que habrá de identificarse como correcto proceder si para el mismo auspiciamos los que hasta ahora han sido los protocolos que han regido tal corrección, a saber los destinados a promover como bienvenido todo lo que haga del cambio digno correlato de la evolución. Porque hoy, la máxima aspiración, aquella sobre la que de uno u otro modo redundan todas y cada una de las aspiraciones destinadas a definir al Hombre Evolucionado, pasan de manera más o menos ordenada por ser conscientes, o al menos mudos testigos, del alarde de simplificación al que hoy en día parece haberse reducido el que podríamos denominar protocolo político.

Un protocolo político destinado no tanto a erradicar conceptos esenciales, como sí más bien a poner en marcha una suerte de orden nuevo. Un orden destinado a generar ilusiones de novedad, partiendo de realidades viejas en tanto que, de una u otra manera, siempre estuvieron ahí. ¿Cómo conseguirlo? No parece difícil, basta para ello cambiar el sentido de la apuesta. Así, donde antes brillaba la esencia, la apariencia resulta ahora elemento más que suficiente.

Y si cambian las prioridades, cambian también los protagonistas sobre los que éstas incidían, a los que éstas limitaban. Es así que donde antes se promovían los profesionales (lo que una vez llamamos “políticos de postín”), venimos hoy a encontrarnos con prestidigitadores. Personajes que en su profesionalidad vienen a poner de manifiesto que, efectivamente, no ya solo las prioridades, incluso las formas, han cambiado. Y lo han hecho hasta el punto de que la propia esencia, la que en principio creímos protegida en tanto que permanecía olvidada, se ha visto agredida, quedando irreversiblemente enajenada.

Es entonces cuando la toma de conciencia del grado de deterioro que presentan  las formas, permite intuir la suerte de enajenación que rodea al fondo. Es entonces y solo entonces cuando podemos percibir que ahora, para siempre, el Relativismo ha ganado la batalla.

Porque cómo entender, si no es desde la aceptación de tamaña premisa, la suerte de esperanza a la que de manera un tanto inmisericorde parecen haber apostado los que se llaman a sí mismos “políticos”, la disposición de su futuro; cuando a estas alturas pretenden no ya volver a engañarnos por medio de una nueva “Campaña Electoral”, cuando en realidad no hace ni cinco meses que acabaron la última.
Acaso en una suerte de éxito de una pandemia de lo que podríamos denominar Cinismo Social, los mentados bien podrían albergar alguna suerte de esperanza destinada a escenificar un contexto espacio-temporal en el que reinara una forma de amnesia selectiva cuya manifestación más esplendorosa pasara por una suerte de efectos que redundaran en la transferencia al sujeto de una disposición tácita no solo a resultar engañado, como sí más bien a necesitarlo.

Pero es entonces cuando me detengo, observo en mi derredor, cierto es que sin necesitar esforzarme mucho; y es al aire de tamaña observación cuando redundo en mi tesis en base a la cual, tamaña suposición no es tan desacertada es más, a medida que el tiempo pasa, su verosimilitud gana enteros.
Porque así y solo así, y sobre todo a la luz que aporta el mero análisis de la cuestión principal, podemos llegar a entender la magnitud del drama que se manifiesta ante nosotros, y del que solo podemos ser conscientes a la vista de la sutileza desde la que la mencionada cuestión se hace patente porque: ¿Qué puede llevar a nadie a pensar que o bien las cuestiones, o bien la naturaleza de los que las plantean han cambiado lo más mínimo desde la última vez que se nos presentaron?

No hay, o al menos a mí no me resulta posible encontrarla, otra forma de exposición de la realidad que hoy nos acucia más allá de la que pasa por asumir que el mero hecho de plantear la necesidad de una nueva campaña electoral, suena en sí misma a fracaso. Un fracaso tácito, cuyos efectos redundarían en la doble manifestación de aceptar, cuando no de asumir, la posibilidad de que todos somos, o a lo sumo aspiramos a ser, idiotas. La otra posibilidad, no menos halagüeña, pasa por asumir que todos los políticos redundan en una suerte de común denominador que pasaría inexorablemente por hacer de la falacia, forma elegante de la mentira, su herramienta de trabajo más elaborada.
De aceptar la primera premisa, pasa de manera justificada por la aceptación de un escenario en el que la absoluta disposición, en el caso que nos ocupa, a la creencia, ha terminado por anular en nosotros toda capacidad para el juicio crítico. Solo desde esta nueva percepción podemos imaginar sujetos lo suficientemente dispuestos no solo a aceptar sino más bien tendentes a necesitar ser objeto de evidente engaño.
Traducido al hoy, la premisa justificaría, e incluso pondría de manifiesto, la valía del debate que actualmente ocupa netamente la actividad de nuestra Clase Política. Un debate que como todos sabemos parece estar más o menos centrado en la necesidad de modificar las que hasta este momento eran las formas destinadas a circunscribir la Campaña Electoral.
Pero como ocurre en tantas otras ocasiones, lo que dicen difiere substancialmente de lo que en realidad quieren decir. Y lo que quieren decir en este caso es muy sencillo: ¿Cómo lograr que mensajes que hace apenas 100 días no calaron, lo hagan ahora?
Dicho de otra manera: ¿Queda algún espacio entre el sofisma y la retórica, en torno al cual albergar la esperanza de que la verdad alguna vez hubiera sentido deseos de esconderse en la esperanza de mejores tiempos? De no ser así, la campaña que habrá de preceder a las elecciones del 26 de junio será recordada como la suerte de epitafio que durante quince día se escribió para ver sucumbir el último atisbo de esperanza que a la razón le quedaba, una razón que fue pasto del cinismo que se explicita en la disposición de los que se creen capaces de hacernos comulgar con ruedas de molino.

De no transigir con la primera opción, la segunda no es mucho más agradable, de hecho y en realidad no difiere en el fondo de la primera, toda vez que en ambas la disposición del engaño, entendido como arte manufacturero de la mentira, se erige en paladín. Nos encontramos así con otra forma de mentira. Una mentira en la que lo que cambia no es más que el sentido de la acción. Así, en el primer caso el protagonismo del ardid queda reservado al agente, toda vez que la disposición a ser engañado es en realidad capacidad preceptiva del individuo destinado a ser engañado. Expresado en términos de la aridez realista, la culpa de que haya engaños estriba en la existencia de personas que necesitan ser engañadas.
Al contrario de la segunda opción, en la que el protagonismo del político evoluciona en la medida en que los éxitos vienen a jalonar su proceder; éxitos que de una u otra manera están vinculados al desarrollo de su mayor capacidad, a saber, mentir; se erige ahora en evidente que el proceder digamos, correcto, en el caso de que sea la segunda opción la que se alce con el triunfo pasa inevitablemente por aceptar que la mácula de la mentira jalonará para siempre cualquier ansia de proceder, haciendo por ello imposible el éxito no ya total, sino a lo sumo decoroso, de este “nuevo” proceso en el que ahora sí, de nuevo, nos hallamos inmersos.

Nos quedan entonces dos opciones responsables: Ser cuando menos conscientes de que nos engañan, y en el mejor de los casos estar dispuestos a denunciar a los artífices de tales engaños.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.