Somos sin duda un país propio.
Acostumbrado no tanto a la desazón, como sí más bien a convivir con los
efectos que la misma produce; cuando ya anochece el día en el que se cumplen
cien años del nacimiento de uno de esos grandes
españoles que precisamente se ganó su fama describiendo con estilo las formas, eso sí sin disimular sus
miserias, del que también y especialmente fue su país; no es por ello menos
cierto que la polémica que
sencillamente por esta apreciación puede tener lugar entre algunos, lejos de
cuestionar lo afirmado, no viene sino a reforzar la tesis de que efectivamente,
el si tú ciego, yo tuerto, sigue
alimentando muchos estómagos, y no todos agradecidos.
Más allá de Premios
Nóbel, lo que se dice a ras de suelo,
comprobamos hoy por hoy, y no podemos negar que con gran desazón; el inicio
de un proceso que al menos en apariencia parece destinado a dar al traste no
solo con lo que hasta ahora ha sido el
modo de proceder en lo que se ha llamado política convencional. Un proceso que ya desde su origen, cabe
recordar que empezó así, casi sin querer;
ha terminado por consolidarse, al menos en apariencia, como una forma no ya
solo adecuada de hacer las cosas. Un proceso esencialmente revolucionario, llamado a asaltar tanto los protocolos, como por
supuesto los cielos. Un proceso que a
estas alturas, lo confieso, a lo único que a algunos nos ha conducido es a la
desazón que procede de constatar hasta qué punto todo aquello que pensábamos
estaba a salvo, se entiende que del
enemigo convencional, ha comenzado a venirse abajo al recibir el ataque
desde los lugares de retaguardia, desde los lugares que a priori siempre dimos por hecho que estaban protegidos.
Al igual que aquellos sitios
cuyos largos asedios la Historia pone de manifiesto que solo pudieron ser
conquistados desde la traición; la actualidad se erige una vez más ante
nosotros como portadora del mal propio del que puede ser sincero, y una vez más
nos arrebata el beneficio de la duda, enfrentándonos a la cruel realidad de
saber que como entonces, en la batalla que está a punto de desencadenarse no
habrá lugar para el romanticismo reservado
otrora bien para los héroes victoriosos, bien para los destinados a morir
haciendo de su muerte una causa digna, destinada quién sabe si a proferir al
final el grito desgarrado que durante todo el tiempo que duró su ¿mísera? vida,
hubo de permanecer callado.
Tal y como nos cuentan los que vivieron las previas, pues
España es territorio afín a tales enfrentamientos, lo corto de la distancia se
traducirá inexorablemente en un combate en el que el no poder hacer uso de las
grandes armas, anulará cualquier atisbo de estrategia. Se hará entonces
imprescindible desenfundar más que cargar. El arma corta pondrá pronto de
manifiesto su eficacia, si bien esto no redundará ni por un instante en la
mejora de la opinión que el uso de tales armas tiene en el campo del honor. Pero tales consideraciones tendrán el valor de
eso, de consideraciones; y España y los españoles no estarán una vez más, para
sutilezas como las que tales esgrimen.
Al contrario, una vez se disipe el humo a causa de los
vientos procedentes no de la victoria,
como sí del llanto proferido por los patriotas,
me refiero a los que por más que consideren la bandera como un trapo, nada
les libra de ser precisamente los destinados a pagar el pato, habremos una vez más de enfrentarnos a la que no
tanto por intensa, como sí más bien por repetida, se erige en portavoz de la mayoría de cuantas vienen a componer a
este respecto las certezas de este país nuestro; la que procede de saber que
mientras unos, a saber los de siempre, se desangran; arriba, observando desde
la colina, el señorito, rodeado por su guardia
pretoriana, observa desde la distancia.
Porque en última instancia de eso que no de otra cosa se
trata, de distancia. Distancia que no se mide en lejanía, pues no se mide en
metros ni en kilómetros la unidad atinente al hecho refrendado. Más bien, lo
que hoy sigue manteniendo viva la llama que lejos de encender la vela que
ilumine el camino de este país, amenaza de nuevo con prenderlo fuego a todo, no
es sino la reminiscencia de viejos aunque no por ello olvidados fuegos que ya
arrasaron una vez nuestras praderas y pastos, condenando a morir de hambre a ovejas
que aunque pastaban en fértiles praderas, habían de morir ante la atenta mirada
de lobos que decidían quién merecía morir, quién merecía vivir.
El tiempo ha pasado y las ovejas, lejos de aprovechar las
ocasiones que el tiempo ha puesto a su lado para diseñar una estrategia
destinada cuando menos a defenderse de los lobos; confunden su destino pues a
lo único que aspiran no es a dejar de ser ovejas… ¡es a convertirse en lobos!
Pero si algo demuestra la Historia es que el monje ha de disponer de algo más que de
hábito. Así, al contrario de lo que pasa con el lobo, que vestido de
cordero el máximo miedo que puede disponer es el propio de ser descubierto; lo
cierto es que las que llamaremos ventajas
estructurales, las propias de ser lobo cuando te enfrentas contras ovejas,
vienen a redundar en este caso en la certeza de que ni la más temible de las ovejas puede esperar
salir indemne de un combate si éste se desarrolla en terreno de lobos, con
reglas de lobo…
Es por ello que cuando escucho a los nuevos pastores insultar entre otros a Aristóteles una vez se han
erigido ellos en el supuesto término
medio, convirtiendo en nauseabundo el que otrora fue manjar si no elixir,
manifestado en forma de la Virtud propia
del término medio; es cuando definitivamente he de sublevarme. Y lo cierto
es que no lo hago ¡faltaría más! para castigar a los que desean dejar de ser
ovejas. No lo hago, por supuesto, para mostrarme contrariado porque el cordero
plante cara y no vaya tímido al encuentro con la muerte.
Lo que me indigna, lo que me llena de desazón es el
comprobar cómo una vez más, y en este caso una vez más con gran maestría, los
lobos no necesitan ni tan siquiera correr para enfrentarnos con nuestro
destino. En esta ocasión les basta con esperar a que nosotros solos, en nuestra
carrera, acabemos disponiendo el conocido escenario en el que haya que elegir:
O el lobo, o el barranco.
Porque algo hemos tenido que hacer rematadamente mal, cuando en las praderas otrora llenas de nuestros
amables balidos, hoy vuelve a ser la imperturbable sombra del lobo la que
impone su ley, ya sea con descaro, o por medio del disimulo.
Porque si a estas alturas hemos de comprobar cómo en horario
de máxima audiencia, en una emisora
de difusión nacional, un contertulio afirma, ni corto ni perezoso que: “no
debemos olvidar que uno de los problemas que acucian a nuestro país pasa por
comprobar la indolencia con la que permitimos que las clases medias utilicen en
exceso los servicios públicos, sobre todo Sanidad y Educación…” y no es que ya
sus compañeros de tertulia lo jaleen, es que nadie llama para mostrar su
desazón al respecto; a lo que estamos asistiendo no es al desencadenamiento de
la serie de procedimientos destinados a liberarnos de nuestros traumas propios
de oveja. Lo que el silencio pone de manifiesto es nuestro oculto deseo de
convertirnos en lobos.
Pero el lobo nace, no se hace. Su fuerza procede de la manada. Una manada que
no acepta con facilidad la incorporación de nuevos protagonistas, salvo que
éstos vengan a sustituir a los líderes muertos, o a proporcionarles una mejor
visión de la realidad.
Por ello el lobo está disfrutando, pues donde la oveja ve el
comienzo de su plácido pacer, él observa la división del rebaño.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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