jueves, 19 de mayo de 2016

DE LA REFLEXIÓN COMO ÚLTIMO REFUGIO.

No es la piedad buen consejero, de hecho se convierte en un mal presagio, si se erige en la última de las justificaciones a la hora de promover una suerte de bondad en lo concerniente a las acciones de la conducta política. Resulta así paradójico que si bien en el trato individual, resulta la conducta piadosa como algo digno de ser encuadrado dentro de los aspectos digamos, virtuosos; no es menos cierto que cuando tal menester se prodiga dentro de los aspectos sociales, de los vinculados al grupo; la experiencia antropológica ligada a la psique social atribuye de forma contundente un elevado componente de dramatismo en forma de debilidad procedimental al grupo que da muestra de ello.

Vivimos tiempos convulsos, y una prueba de la certeza de tal afirmación pasa por el hecho unívoco que se manifiesta a partir de constatar lo elevado del número de ocasiones en las que necesitamos acudir a  lo que otrora denominamos grandes cuestiones, con la diferencia de que cada vez el contexto dentro del cual necesitamos implementar tales, es en realidad menos trascendental, menos importante; llegándose a dar la circunstancia de que a menudo el uso no solo resulta abusivo, sino que alcanza rasgos de verdaderamente superfluo.

Aparece entonces ante nosotros el que habrá de ser otro de los elementos digno de ser tenido muy en cuenta. Es la superficialidad uno de esos conceptos complejos, toda vez que dentro de sí esconde mucho más de lo que podría aparentar. No es en este caso, o al menos no del todo, que nos interese como concepto. Nos ocuparemos de él en consecuencia a partir de las valoraciones que desde su faceta de procedimiento, puede aportarnos a la hora de especificar esa suerte de escenario dentro del cual contextualizar el tiempo y el espacio en el que resulta mucho más sencillo entender el proceder referido en este caso a los criterios que le resultan propios a la sociedad dentro de la cual nos encuadramos.
Tenemos así que nos interesa más la conducta superficial. Sobre todo como ejemplo no ya del proceder de un sujeto, sino a partir de las valoraciones que llevan a considerar las causas que pueden consolidar en el mismo la conveniencia de proceder de manera superficial. El fracaso que se halla implícito en tal proceder, podría llevarnos a un análisis erróneo si las consecuencias derivadas del mismo se restringieran a un componente ético (en tanto que afectan a un solo individuo), impidiendo con ello la profundización hasta estratos más severos, tanto que afectarían no ya al individuo, sino que tendrían a bien la puesta en marcha de acciones destinadas a poner de manifiesto la necesidad de buscar en el compendio de lo moral el verdadero campo semántico del problema.

Porque solo desvelando la existencia de este error, podremos ponernos en antecedentes a la hora de anticipar las consecuencias del otro error, de carácter éste por supuesto mucho más sensible, de cuya magnitud apenas podemos tener conciencia en tanto que más que conocerla, solo podemos intuirla.

Dicho de otra manera, solo a partir de la asunción de nuestra incapacidad para comprender la realidad en toda su magnitud, podemos aceptar como válido lo que no es sino un sencillo gesto de piedad que se demuestra ante hechos tales como los de pensar que como ciudadanos españoles podemos seguir sintiéndonos orgullosos de lo que hemos creado, a pesar de que para ellos tengamos que obviar la parte de la totalidad que no nos gusta.
Podemos así no digo ya dormir tranquilos, sino aceptar levantarnos; aunque para ello, y como condición sine qua non hayamos de aceptar que el total del esfuerzo que como ciudadanos llevamos a cabo, se encuentre y no por ventura absolutamente hipotecado toda vez que aquéllos que justificaban lo injustificable en términos de actitud hacia lo demás, lo hacían amparados en una supuesta superioridad que parecía dotarles de una inmunidad a cuya concreción, he de confesar, nunca llegué a acceder. ¿Se encontraba acaso tal justificación en la repetida tesis según la cual ellos sabían gestionar? No entiendo de Ingeniería Financiera, pero apuesto todos mis ahorros a que los que sí saben de ello, estarán conmigo en que las cifras recién publicadas en base a las cuales la totalidad del PIB que podamos generar a lo largo del ciclo interanual, se encuentra ya totalmente comprometido; me traslada a una realidad en la que ni las Matemáticas, ni la Lengua, diría que ni siquiera la Filosofía, resultan de ninguna utilidad. Y si no resultan de utilidad, no es porque hayan dejado de ser útiles aquí, en lo que bien podríamos denominar mundo real. Si no resultan de utilidad es porque allí donde habitan los que al menos en teoría han de resolver nuestros problemas, tanto el tiempo como el espacio parecen hoy discurrir a una velocidad diferente, y a la sazón inconmensurable.

Resumiendo, o por ser más específicos, integrando todo lo expuesto hasta el momento; tenemos planteada una ecuación paradójica según la cual los escenarios hipotéticamente comprendidos para salvaguardar el bienestar de la sociedad; a priori función a la que ha de referirse el Estado; han colapsado. Y todo parece indicar que tal colapso procede del interior de los propios escenarios, es decir, la causa forma parte de la naturaleza de los mismos.
En conclusión, los escenarios habilitados por el Estado son nulos de pleno derecho toda vez que los mismos encierran la contradicción innata de impedir en esencia el desarrollo de aquello para lo que estaban destinados. Y si la supervivencia del Estado viene ligada a su utilidad, hemos pues de concluir como lícita la superación de las actuales Ideas de Estado.

Sin entrar a valorar el efecto que la afirmación pueda invocar en el lector, sino que poniendo el foco simplemente en lo rocambolesco que el concepto puede parecer, tenemos no obstante que señalar el hecho según el cual la idea de un Estado usurpador más que inútil nos resulta más incómoda que increíble.
La respuesta a tal cuestión hay que buscarla en la tradición. Una tradición que se origina primero y como es normal en torno a los marcos formativos, los cuales como es de suponer trabajan activamente en el desarrollo de unos marcos destinados a limitar las aspiraciones de desarrollo de los que si bien hoy son aún infantes, acabarán por el mero trascurrir del tiempo convirtiéndose en líderes. Líderes que habrán de conservar en el futuro lo que para ello no habría de ser sino pasado, para lo cual resulta imprescindible la conformación de un plan perfectamente pergeñado y cuyo éxito se encuentra ligado no solo a la consecución de un modelo educativo que como hemos dicho actúa sobre los niños; sino que requiere una permanente renovación de las dosis de adoctrinamiento, de lo cual se encargan los medios de comunicación.

Porque si hasta aceptable puede resultar considerar que de niños nos programan, esa misma programación hace que nos resistamos a aceptar que siendo adultos seguimos respondiendo a respuestas programadas.
El dolor del despertar, metáfora a la que habremos de acudir para entender el esfuerzo necesario para asumir más que comprender la utopia a la que queda reducida la acción libre en la que creíamos estar permanentemente imbuidos; nos enfrenta con la terrible realidad de cuya aceptación habrá de depender por ejemplo el que entendamos que ese condicionamiento del que creemos ser plenamente conscientes cuando valoramos por ejemplo el efecto del fenómeno publicitario sobre nosotros, se extiende hasta aspectos mucho más profundos que los que podríamos tener en cuenta cuando aceptamos ser manipulados a la hora de fumar, o por ejemplo comprar un determinado coche.

Manipulación, he ahí la clave. Es la manipulación un concepto muy amplio, va desde la sensación que experimentamos cuando nuestra pareja condiciona la satisfacción de ciertos apetitos, a la puesta en práctica de ciertas conductas previas; hasta la sensación que experimentamos cuando en casos más concretos dirigen nuestro odio (carácter primario) hacia la conveniencia o no de que se enarbolen unos símbolos cuyo significado, no lo olvidemos, nos ha sido implementado precisamente por los mismos que ahora cuestionan su conveniencia.

Y en todos los casos, las sensaciones. Son las sensaciones competencia de la emotividad, y constituye la emotividad el campo más alejado de la razón. Porque si bien no está aislada de ésta, lo cierto es que son las consecuciones procedentes de desarrollos estrictamente emotivos las que más difíciles resultan de presagiar si nos empecinamos en emplear para ello componentes estrictamente racionales.
Es por ello que es ahí donde nos golpean. Lo hacen una y otra vez, y cuanto menos conscientes somos del golpe, más eficaz resulta éste de cara a satisfacer los intereses de los ingenieros responsables.

Se trata pues de sobrevivir. Pero no a cualquier precio. Hay que sobrevivir poniendo en práctica el elemento cualitativo que nos diferencia. Así, si Aristóteles se vio necesitado de añadir “implume” a su definición de hombre cuando le demostraron que en la que previamente se había dado, cabía una gallina; al no ser nosotros Aristóteles bien podremos aceptar la conveniencia de poner en marcha todos nuestros recursos en pos de satisfacer la necesidad no de descubrir, como sí más bien de recordar, que como hombres la capacidad de reflexión es una de las que más nos caracterizan, tal vez porque nos diferencia.

Recuperemos pues nuestro lugar. Reflexionemos, y muy probablemente acabaremos por reencontrar nuestro camino.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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