No es la piedad buen consejero, de hecho se convierte en un
mal presagio, si se erige en la última de las justificaciones a la hora de
promover una suerte de bondad en lo concerniente a las acciones de la conducta política. Resulta así
paradójico que si bien en el trato individual, resulta la conducta piadosa como
algo digno de ser encuadrado dentro de los aspectos digamos, virtuosos; no es
menos cierto que cuando tal menester se prodiga dentro de los aspectos
sociales, de los vinculados al grupo; la experiencia antropológica ligada a la
psique social atribuye de forma contundente un elevado componente de dramatismo
en forma de debilidad procedimental al
grupo que da muestra de ello.
Vivimos tiempos convulsos, y una prueba de la certeza de tal
afirmación pasa por el hecho unívoco que se manifiesta a partir de constatar lo
elevado del número de ocasiones en las que necesitamos acudir a lo que otrora denominamos grandes cuestiones, con la diferencia de
que cada vez el contexto dentro del cual necesitamos implementar tales, es en
realidad menos trascendental, menos importante; llegándose a dar la
circunstancia de que a menudo el uso no solo resulta abusivo, sino que alcanza
rasgos de verdaderamente superfluo.
Aparece entonces ante nosotros el que habrá de ser otro de
los elementos digno de ser tenido muy en cuenta. Es la superficialidad uno de
esos conceptos complejos, toda vez que dentro de sí esconde mucho más de lo que
podría aparentar. No es en este caso, o al menos no del todo, que nos interese
como concepto. Nos ocuparemos de él en consecuencia a partir de las
valoraciones que desde su faceta de procedimiento,
puede aportarnos a la hora de especificar esa suerte de escenario dentro
del cual contextualizar el tiempo y el espacio en el que resulta mucho más
sencillo entender el proceder referido en este caso a los criterios que le
resultan propios a la sociedad dentro de la cual nos encuadramos.
Tenemos así que nos interesa más la conducta superficial.
Sobre todo como ejemplo no ya del proceder de un sujeto, sino a partir de las
valoraciones que llevan a considerar las causas que pueden consolidar en el
mismo la conveniencia de proceder de manera superficial. El fracaso que se
halla implícito en tal proceder, podría llevarnos a un análisis erróneo si las
consecuencias derivadas del mismo se restringieran a un componente ético (en
tanto que afectan a un solo individuo), impidiendo con ello la profundización
hasta estratos más severos, tanto que afectarían no ya al individuo, sino que
tendrían a bien la puesta en marcha de acciones destinadas a poner de
manifiesto la necesidad de buscar en el compendio de lo moral el verdadero
campo semántico del problema.
Porque solo desvelando la existencia de este error, podremos
ponernos en antecedentes a la hora de anticipar las consecuencias del otro
error, de carácter éste por supuesto mucho más sensible, de cuya magnitud
apenas podemos tener conciencia en tanto que más que conocerla, solo podemos
intuirla.
Dicho de otra manera, solo a partir de la asunción de
nuestra incapacidad para comprender la realidad en toda su magnitud, podemos
aceptar como válido lo que no es sino un sencillo gesto de piedad que se
demuestra ante hechos tales como los de pensar que como ciudadanos españoles podemos
seguir sintiéndonos orgullosos de lo que hemos creado, a pesar de que para
ellos tengamos que obviar la parte de la totalidad
que no nos gusta.
Podemos así no digo ya dormir
tranquilos, sino aceptar levantarnos; aunque para ello, y como condición sine
qua non hayamos de aceptar que el total del esfuerzo que como ciudadanos
llevamos a cabo, se encuentre y no por ventura absolutamente hipotecado toda
vez que aquéllos que justificaban lo injustificable en términos de actitud
hacia lo demás, lo hacían amparados en una supuesta superioridad que parecía
dotarles de una inmunidad a cuya concreción, he de confesar, nunca llegué a
acceder. ¿Se encontraba acaso tal justificación en la repetida tesis según la
cual ellos sabían gestionar? No
entiendo de Ingeniería Financiera, pero
apuesto todos mis ahorros a que los que sí saben de ello, estarán conmigo en
que las cifras recién publicadas en base a las cuales la totalidad del PIB que podamos generar a lo largo del ciclo
interanual, se encuentra ya totalmente comprometido; me traslada a una
realidad en la que ni las Matemáticas, ni la Lengua, diría que ni siquiera la
Filosofía, resultan de ninguna utilidad. Y si no resultan de utilidad, no es
porque hayan dejado de ser útiles aquí, en lo que bien podríamos denominar mundo real. Si no resultan de utilidad
es porque allí donde habitan los que
al menos en teoría han de resolver nuestros problemas, tanto el tiempo como el
espacio parecen hoy discurrir a una velocidad diferente, y a la sazón
inconmensurable.
Resumiendo, o por ser más específicos, integrando todo lo
expuesto hasta el momento; tenemos planteada una ecuación paradójica según la
cual los escenarios hipotéticamente comprendidos para salvaguardar el bienestar
de la sociedad; a priori función a la que ha de referirse el Estado; han
colapsado. Y todo parece indicar que tal colapso procede del interior de los
propios escenarios, es decir, la causa forma parte de la naturaleza de los
mismos.
En conclusión, los escenarios habilitados por el Estado son
nulos de pleno derecho toda vez que los mismos encierran la contradicción
innata de impedir en esencia el desarrollo de aquello para lo que estaban
destinados. Y si la supervivencia del Estado viene ligada a su utilidad, hemos
pues de concluir como lícita la superación de las actuales Ideas de Estado.
Sin entrar a valorar el efecto que la afirmación pueda
invocar en el lector, sino que poniendo el foco simplemente en lo rocambolesco
que el concepto puede parecer, tenemos no obstante que señalar el hecho según
el cual la idea de un Estado usurpador más que inútil nos resulta más incómoda
que increíble.
La respuesta a tal cuestión hay que buscarla en la tradición. Una
tradición que se origina primero y como es normal en torno a los marcos
formativos, los cuales como es de suponer trabajan activamente en el desarrollo
de unos marcos destinados a limitar las aspiraciones de desarrollo de los que
si bien hoy son aún infantes, acabarán por el mero trascurrir del tiempo
convirtiéndose en líderes. Líderes que habrán de conservar en el futuro lo que para ello no habría de ser sino pasado, para
lo cual resulta imprescindible la conformación de un plan perfectamente
pergeñado y cuyo éxito se encuentra ligado no solo a la consecución de un
modelo educativo que como hemos dicho actúa sobre los niños; sino que requiere
una permanente renovación de las dosis de adoctrinamiento,
de lo cual se encargan los medios de comunicación.
Porque si hasta aceptable puede resultar considerar que de
niños nos programan, esa misma programación hace que nos resistamos a aceptar
que siendo adultos seguimos respondiendo a respuestas programadas.
El dolor del despertar, metáfora a la que habremos de acudir
para entender el esfuerzo necesario para asumir más que comprender la utopia a
la que queda reducida la acción libre en
la que creíamos estar permanentemente imbuidos; nos enfrenta con la terrible
realidad de cuya aceptación habrá de depender por ejemplo el que entendamos que
ese condicionamiento del que creemos
ser plenamente conscientes cuando valoramos por ejemplo el efecto del fenómeno
publicitario sobre nosotros, se extiende hasta aspectos mucho más profundos que
los que podríamos tener en cuenta cuando aceptamos ser manipulados a la hora de
fumar, o por ejemplo comprar un determinado coche.
Manipulación, he ahí la clave. Es la manipulación un concepto muy amplio,
va desde la sensación que experimentamos cuando nuestra pareja condiciona la
satisfacción de ciertos apetitos, a la puesta en práctica de ciertas conductas
previas; hasta la sensación que experimentamos cuando en casos más concretos
dirigen nuestro odio (carácter primario) hacia la conveniencia o no de que se
enarbolen unos símbolos cuyo significado, no lo olvidemos, nos ha sido
implementado precisamente por los mismos que ahora cuestionan su conveniencia.
Y en todos los casos, las sensaciones. Son las sensaciones
competencia de la emotividad, y constituye la emotividad el campo más alejado
de la razón. Porque
si bien no está aislada de ésta, lo cierto es que son las consecuciones
procedentes de desarrollos estrictamente emotivos las que más difíciles
resultan de presagiar si nos empecinamos en emplear para ello componentes
estrictamente racionales.
Es por ello que es ahí donde nos golpean. Lo hacen una y
otra vez, y cuanto menos conscientes somos del golpe, más eficaz resulta éste
de cara a satisfacer los intereses de los ingenieros responsables.
Se trata pues de sobrevivir. Pero no a cualquier precio. Hay
que sobrevivir poniendo en práctica el elemento cualitativo que nos diferencia.
Así, si Aristóteles se vio necesitado de añadir “implume” a su definición de
hombre cuando le demostraron que en la que previamente se había dado, cabía una
gallina; al no ser nosotros Aristóteles bien podremos aceptar la conveniencia
de poner en marcha todos nuestros recursos en pos de satisfacer la necesidad no
de descubrir, como sí más bien de recordar, que como hombres la capacidad de
reflexión es una de las que más nos caracterizan, tal vez porque nos
diferencia.
Recuperemos pues nuestro lugar. Reflexionemos, y muy
probablemente acabaremos por reencontrar nuestro camino.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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