miércoles, 25 de noviembre de 2015

DE UN TIEMPO CARENTE DE ÉPOCA.

Vivimos en un mundo en el que solo la certeza que se halla oculta formando parte definitiva de la paradoja, parece presagiar una suerte de aproximación si no a la realidad, sí al menos a la más cercana de las posiciones a la que con respecto a la misma podemos soñar con encontrarnos, en un momento dado.

Es a partir más bien de la aceptación de tales principio, que no por supuesto de su comprensión, que podemos no tanto hacernos una idea del mundo en el cual vivimos, como sí más bien del catálogo de actitudes que en pos sencillamente de sobrevivir, habrán poco a poco de consolidarse como el máximo de los acervos al que podemos optar, toda vez que la consolidación del lacónico proceso de involución en el que tal y como no podemos negar, llevamos decenios emplazados, ha convertido en inalcanzable para nosotros cualquier asomo de esperanza, cualquier atisbo de salvación.

Instalados así pues de manera rotunda en la desesperación, la renuncia parece instituirse no tanto ya como solución, sino que lo hace más bien como senda lógica, quién sabe si verdaderamente como última senda destinada a albergar nuestra última consideración para el futuro, nuestro último conato en pos de volver a recordar los ya casi del todo olvidados tiempos en los que se tenía algo que decir.

Es así que, respondiendo a un proceso maquiavélico, siguiendo un proceso que hace de su metódica condición su más furibunda condición, que el Hombre Moderno ha explicitado la que sin duda es la más terrible de las apuestas a las que nuestra especie se ha enfrentado nada más y nada menos que desde el principio de su tiempo, lo que viene a ser lo mismo, desde que tiene consciencia de su propia existencia.

Convergen en el Hombre tanto variables como certezas que, debidamente ordenadas, vienen de una u otra manera a configurar una suma de realidades que participan sin lugar a dudas de una última realidad, la que pasa por la necesidad de poder erigirse en definición de la misma, reduciendo pues a meras contingencias el resto de parámetros; muchos de los cuales en un momento dado aspiraron a ocupar el espacio de tales definiciones, o incluso en algunos casos llegaron a aspirar a convertirse en tales.
Pero tal y como siempre hemos sabido, ya procediera tal conocimiento de una fuente consciente, o en el peor de los casos quedara vinculada ésta a alguna clase de iluminación; lo único que a lo largo de los tiempos ha mantenido unido el pequeño resquicio de realidad que compone nuestro universo pasa por la asunción de cuestiones tales como la que procede de entender que nada que merezca la pena, puede lograrse sin un notable esfuerzo. A partir de aquí, la convergencia de tamaño principio, con la consideración que basa su evidencia en la constatación certera de que efectivamente toda decisión, por libre que ésta sea, conlleva inexorablemente una renuncia, sume a la Humanidad en una suerte de depresión comunitaria abonada fundamentalmente por la evidencia que rodea a la constatación del fracaso que sumerge en la más absoluta de las oscuridades a aquello que en los últimos años ha sido erigido como la más elevada apuesta a la que se podía llegar; o lo que es peor, a la constatación manifiesta de la que no es sino la más tramposa de cuantas consideraciones han podido en alguna ocasión erigirse en merecidas consideraciones de nuestro componente vital, la que nada más y nada menos se resume en poder llegar a pensar sinceramente que nuestros actos vienen a levantarse en el límite de nuestras posibilidades.

Se consuma así pues el más terrible de los actos, la más sublime de las aberraciones. La que se resume en la constatación de la denigración del Hombre en tanto que incapaz de sobreponerse a la que no es sino la enésima de las crisis, decide dotarla, sin saber muy bien por qué, de una suerte de carta de naturaleza diferente a la par que vinculante, que acaba por absorber la esencia del propio Hombre en tanto que los otrora procesos de permanente avance con los que siempre se identificó la evolución, son ahora sustituidos por una suerte de involución semántica de cuya existencia se convierte en el más sincero de los avales el reguero de víctimas que en forma de fracasados y alienados sociales, jalonan las que metafóricamente bien podrían ser las cunetas que más bien flanquean las sendas de este mecánico devenir.

La alienación, manifestación rutilante del por otro lado ajeno a los tiempos nihilismo, que poco a poco acaba por dar la cara, por manifestarse, permitiéndonos a partir de la comprensión de tal hecho, o por ser más concretos a partir de la comprensión de las consecuencias que su reaparición trae aparejadas, concita de manera bastante precisa el discurso de aceptación de que los nuevos tiempos, definitivamente, han llegado. Y parece que lo han hecho para quedarse.

Es así pues que sufrimos y padecemos el discurrir de un presente que, lejos de sernos cuando menos satisfactorio, redundaría a lo sumo en transitable si verdaderamente no redundáramos en el ejercicio sarcástico en el que se convierte el ser conscientes de nuestra propia miseria, hecho que viene a acrecentar ignominiosamente nuestra desgracia, conduciéndonos pues al debate final.

Porque ese y solo ese es el último objetivo a partir del cual todo lo descrito ha sido pergeñado. Un objetivo que de nuevo lejos de ser mesurable para nosotros, nos proporciona a lo sumo atisbos de proximidad que se manifiestan no tanto en hallar lógica en sus respuestas, como sí más bien en el a la larga igualmente nocivo proceso de aspirar a entender las respuestas.
Un objetivo cuya capacidad alienante sorprende no tanto por su genialidad, como sí más bien por la violencia del ataque que contra nuestra realidad concita. Un ataque que se describe como la puesta en marcha de manera netamente consciente y a la sazón alentada de un protocolo destinado a aislar al individuo del devenir de la Historia, un proceso envenenado cuya proliferación pasa por enajenar al Hombre de su referencia temporal, buscando evidentemente una substancial reducción de los elementos a partir de los cuales poder llevar a cabo presentes o futuras comparaciones.

Se trata pues de aislar en un inexistente presente, el cual a su vez se erige en un lacónico para siempre, todos aquellos parámetros que de una u otra manera contribuyeron a conformar el pasado. Un pasado que se erige en punto de referencia inexcusable a la hora de definir cuando no de categorizar el presente, en pos de considerar una vez más a éste como la antesala del futuro.

Será así pues que una vez desvinculado el Hombre de toda consideración para con el Tiempo, Una vez rotos los lazos con el orden, desaparecerán todos los elementos preconizadores otrora destinados a erigirse en elementos confeccionadores de una suerte de Justicia destinada a avalar o reprimir los actos que  a su juicio se sometieran según el grado de cumplimiento que para el acervo cultural respectivo, pudieran ser considerados como válidos.

Habría  de ser entonces cuando, siempre asumiendo los hipotéticos parámetros de este maquiavélico plan, las grandes autoridades resultantes, corrieran a ocupar de manera evidentemente satisfactoria, los espacios vacíos dejados por esas otras estructuras que hasta este preciso momento venían desempeñando gozosas tamaña función.

Sin embargo, redundando con ello en un aumento sin par no solo del drama como sí más bien sobre todo de las circunstancias que a éste le son inherentes, que el maquiavélico plan fracasa en tanto que la naturaleza de esas ansiadas figuras individuales que habrían de surgir para lograr nuestra salvación, conquistando de paso nuestros corazones, no solo no se dan sino que además, lejos del que a priori constituía su fundamental marco de demanda, son sustituidas por una suerte de elementos inconcebibles para la consecución de tamaño acto, quién sabe si incluso deficientes; reflejo tan solo del enésimo fracaso del Hombre. Un fracaso que tiene como en tantas otras ocasiones una doble vertiente, la que por un lado se consagra en la constatación del fracaso identificado con el proyecto en sí mismo, y que de nuevo no sirve para ocultar el drama que supone enumerar uno por uno los componentes del fracaso en lo tocante a sus fines, en lo que nos permite redundar en el fracaso pleno.

Y así estamos hoy. Sumidos en una suerte de bazofia que si no lo parece no es porque no lo sea, sino que más bien aspira a mantener la ficción todo el tiempo que sea posible o sea, mientras pueda seguir manteniendo a los interesados sumidos en otros intereses.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

DE CUANDO EL PRESENTE SALTA POR LOS AIRES, ARRASTRANDO AL FUTURO, DEJANDO CON ELLO EN EVIDENCIA AL PASADO.

“Es ésta una guerra sin batallas, y por ello carente de héroes.” Difícil es definir mejor el actual estado de las cosas. Tal vez porque tal y como suele pasar en la mayoría de ocasiones la perspectiva, la capacidad para tomar distancia respecto de las cosas cuando el exceso de proximidad amenaza con restar eficacia minorando con ello el efecto de las acciones a desarrollar, se convierte en la más aconsejable de las conductas, a la vez que en la más difícil de desempeñar.

No me hagan mucho caso, pero lo cierto es que o mucho me equivoco, o en alguna suerte de manual si no de panfleto, yo he debido leer que uno de los motivos por los que el pueblo delega su notoriedad, y hace dejación de funciones sobre sus poderes cediendo éstos precisamente al grupo que a partir de ese momento se llama Gobierno, es precisamente porque en esa frenética lucha que al final del Periodo Ilustrado mantuvieron las dos tendencias predominantes, resultó vencedora la que, dicho de manera muy sucinta, venía a afirmar que de cara a garantizar la normalidad a la hora de desempeñar las funciones del denominado buen gobierno, sería precisamente la adopción de medidas en pos de promover el ascenso de una élite sobre la que recaerían no tanto las funciones de gobierno propiamente dichas, cuando sí más bien las de ordenación y representación, las dispuestas para al menos en apariencia garantizar el buen funcionamiento del sistema que de tal menester surgiría.

Pasadas varias centurias, muchas son las cuestiones que a la vista no tanto de las lamentables conclusiones alcanzadas, como sí más bien de las espeluznantes medidas que para su obtención han sido necesarias; creo necesario han de ser planteadas, todas ellas precisamente en pos de garantizar el correcto funcionamiento de éste, nuestro modelo, que a mi entender está viendo como todos y cada uno de los motivos que en uno u otro momento de la historia emergieron para terminar mediante su confluencia por dar como resultado nuestro aquí y nuestro ahora, se han visto hoy relegados a una consideración bastante cercana a lo chabacano, representación tal no tanto de un verdadero estado de las cosas, cuando sí más bien de una enfervorizada sobreactuación.

Y todo ello, sin restar un ápice de importancia a los dramáticos acontecimientos sufridos. Porque no habiéndose cumplido cinco días desde los nefastos acontecimientos de París, una y solo una es la certeza que con fuerza adquiere ya todo el protagonismo, certeza que pasa no tanto por comprender, como sí más bien por constatar que nada, absolutamente nada, volverá a ser igual.

Pero habrá de ser necesariamente entonces, una vez que las lágrimas dejen de empañar los ojos de los que de verdad crean tener motivos fundados para llorar, una vez que la ira deje de ofuscar la capacidad de reacción de quienes se consideran en disposición de mostrar desde las posiciones evidentes cuál habría de ser el próximo paso; cuando tal vez con más fuerza hayamos de pararnos un instante para reflexionar. Para reflexionar y valorar por ejemplo qué era lo que verdaderamente perseguían los radicales con su abominación y lo que es más, para constatar hasta qué punto no lo han conseguido, de verdad.

Es llegado a este momento que como suelo hacer casi siempre me detengo, y lo hago de nuevo para volver la vista atrás. Retrotraigo mis pasos en esta ocasión hasta finales del siglo XX, y es entonces cuando una melancolía impropia, que además no merece ser confundida con el síndrome del “cualquier tiempo pasado fue mejor”, me acompaña en un placentero viaje que tiene en la rememoración de tamaños recuerdos su mayor fuerza. ¿Os acordáis del “Efecto 2000”? Eran aquellos unos tiempos en los que nuestro mayor problema pasaba por saber de qué manera iba a afectar a nuestro microondas el tan temido cambio de milenio.
Es entonces que una terrible fecha asalta mi recuerdo. Once de septiembre. Entonces, inmerso en una sociedad de la tecnología que me permitió seguir minuto a minuto el desplome de las Torres Gemelas, solo un recuerdo me queda, recuerdo que he vuelto a rememorar el pasado viernes, recuerdo que evoluciona hacia certeza, la de que nada, absolutamente nada, volverá a ser lo mismo.

Es el tiempo no ya precursor de cambios, cuando sí más bien el parapeto tras el que éstos se ocultan. Como en un juego miserable, dotado de fugaces síntomas de enfermedad cuando no de sadismo, se convierte la vida en consagración ordenada a lo sumo de momentos, los cuales adquieren sentido en tanto que pueden aspirar a verse ordenados, en tanto que se convierten en vivencias. Será entonces vivir algo así como participar en este juego tramado para  los vivos. Es entonces vivir algo así como una suerte de aventura destinada a desentrañar misterios los cuales pasan por constatar verdades casi épicas como las que se materializan ante nosotros a la hora de tener que asumir cuestiones tales como la de la aparente inexistencia del tiempo, la inexistencia de un presente que en tanto que es pensado, se diluye ya en pasado; o de un futuro, el de mañana, que mañana mismo se verá condenado a ser olvidado en tanto que pasado.

Una vez más el tiempo, y sus respectivas entonaciones, ya sean éstas en pasado o en futuro, pues no creo en el presente; que se erige cuando no en respuesta a nuestras preguntas, sí tal vez en moderador de las mismas ya que, si tan avanzados somos, ¿cómo resulta posible que en las reacciones tomadas por nuestros dirigentes resulte tan sencillo localizar conductas y modos tan propios de épocas pasadas?
Quizá no tanto para hallar la pregunta, pero sí seguro en pos de ser capaces de dotar a ésta de la debida conformación, será preciso que hagamos un  esfuerzo destinado sencillamente a dilucidar qué es no tanto lo que debemos preguntar, como sí más bien qué es lo que verdaderamente deseamos preguntar ya que, llegados a este aquí, a este ahora, las preguntas se agolpan en mi cabeza.
Pero por no complicar en exceso las cosas, y en tanto que considero su tiempo un bien valioso, en todas las acepciones e interpretaciones del término, centraré precisamente en éste, en el tiempo, la pauta a partir de la cual tratar no tanto de explicar, cuando sí de entender, la dinámica en la que desgraciadamente nos hallamos metidos.

Detengámonos pues, en el tiempo, y tratemos a través de él de entender qué se les puede pasar por la cabeza a un grupo de jóvenes, pues ninguno alcanzaba los treinta años para, estando en lo mejor de la vida, decidan gustosos poner fin a sus vidas. Pero no se trata de un suicidio, se trata de una inmolación. La diferencia en tanto que obvia, resulta a la sazón radical hasta la extenuación y pasa, nada más y nada menos que por aceptar gustosos que su muerte tiene más valor que su vida.

Revisemos por favor lo dicho: Un grupo de jóvenes acepta gustoso la certeza de que su muerte da en un solo instante sentido a toda su vida.
Tal y como podemos comprender, la causa esencial de tamaña reflexión nos conduce a una certeza inexorable, la que pasa por asumir que para los protagonistas mismos de tales vidas éstas tienen en realidad poco valor.
¿Cómo puede ser esto posible? Dicho de otra manera. ¿Cómo se puede llegar a pensar así?
Detengámonos unos instantes. Llegar a pensar así. Afirmo rotundamente que el estado emocional que conduce a alguien a desarrollar el drama conocido obedece no a una psicosis momentánea, ni siquiera a un episodio de stress. La adopción de tamaña decisión, así como la puesta en práctica y con éxito del protocolo por todos conocido exige de un nivel de preparación respecto del cual, negar la evidencia y con ello tratar de ignorar el proporcional de responsabilidad que del mismo se devenga, lejos de ayudar en algo no se transformará sino en el cimiento sobre el que cada vez más pronto que tarde se asentarán parecidos movimientos cuyo nivel de radicalización será cada vez mayor. Sencillamente porque el mal que no mejora, cada día que pasa empeora.

Retomamos aquí pues nuestra atención sobre las Administraciones Públicas, concretamente sobre lo que de manera un tanto ambigua denominamos Gobierno, ni más ni menos que para llamar su atención sobre ese pequeño detalle que tal y como ocurre en muchos países, en especial en el país galo, se traduce en el ejercicio perverso de pensar que necesariamente han de acabar haciendo participes de sí mismos, a todo el que desea vivir con ellos, o a lo sumo en su territorio.

Si ni tan siquiera en el caso del episodio conocido como La Caída del Imperio Romano, a la sazón único momento de la historia en el que el conquistador no solo no quiso destruir las conductas y costumbres del pueblo conquistado, sino que las hizo propias; tal hecho fue capaz de consagrar todas esas conductas para el futuro. ¿Qué puede llevar a un pueblo, aparte de una imperdonable muestra de soberbia, a pensar que verdaderamente tienen justificada su labor de socialización, conducta que ejercen gustosos con todo aquél que, insistimos, desea vivir en Francia?

Cuando a la pregunta vertida por un periodista en relación a qué era lo que pensaba sobre como podían llegar a reaccionar las distintas comunidades, Hollande respondía de una manera más o menos literal que él solo conocía una comunidad, la Comunidad Francesa.

Revisados tales términos, y tras colocarlos en el entramado del actual estado de las cosas, a lo mejor podemos llegar no obviamente a intuir repito, qué es lo que lleva a un joven a inmolar la certeza que supone su vida, en pos de una duda como la que en principio se cierne sobre la existencia o no de un potencial Paraíso. Pero cuando planteamos la pregunta desde la tesitura que le es propia a un joven que procedente de manera directa o indirecta de la inmigración, ha pasado toda su vida malviviendo en trabajos burdos, o incluso sobreviviendo con el menudeo envejeciendo sin plan de vida, sin llegar a tragarse nunca esa supuesta certeza de que tiene que sentirse orgulloso de pertenecer a Francia, y de repente es captado por un radical religioso que más allá de prometerle el Paraíso y setenta vírgenes hace algo mucho más macabro, demostrarle que una muerte cargada de violencia tiene más valor que una vida llena de esperanzas, es cuando sin duda no ya la sociedad francesa cuando sí más bien todo el mundo, ha necesariamente de parar un instante su presente instantáneo, en pos de albergar la esperanza de encontrar en el pasado respuestas. Sobre todo si quiere aspirar a tener un futuro.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

DE “EL MIEDO A LA LIBERTAD” A “EL MIEDO A LA DEMOCRACIA”. SI LO PENSAMOS, SE TRATA TAN SOLO DE UNA CONSECUENCIA LÓGICA.

Superada la etapa de la desolación, inmersos ahora en la de la sorpresa; lo cierto es que solo desde el sonrojo que produce la olvidada satisfacción que proporciona el tan castellano proceder de la vergüenza ajena, es desde donde podemos comenzar no ya tanto a entender, como sí a lo sumo intuir, el desvarío en el que a estas alturas parecen haberse abandonado muchos de los que hasta hace algún tiempo, se decían firmes defensores de la sagrada profesión periodística.

Mas basta aplicar una mínima capa de ese limpiador multiusos conocido como cinismo aplicado a la capacidad crítica, para ver cómo de los lugares y por qué no, en las personas en las que otrora pensamos hallaríamos modelos de pensamiento dignos incluso de las más importantes Escuelas de Pensamiento Griegas, no se esconden sino parásitos, cuando no estómagos agradecidos, perfectamente competentes para caracterizar ese inolvidable género que queda englobado en lo que una vez se dio en llamar Sepulcros Encalados.

Valorado aunque sea someramente el actual estado de las cosas, en proceder erróneo caería quien piense que entre la voluntad del que esto escribe se encuentra el librar de culpa a uno solo de cuantos hoy por hoy se han erigido, o de cómo tal han quedado demostrados; firmes causantes del mayor deterioro que ha sufrido la Democracia desde su restauración. No hace falta ser muy inteligente, ni por supuesto resulta imprescindible gozar de alguna predisposición especial, no ya para intuir, como sí más bien e incluso para constatar, el manifiesto estado de colapso hacia el que ahora ya sí de manera aparentemente irreversible camina no ya solo nuestro modelo, como sí más bien la totalidad de la Sociedad a la que el mismo decía representar.
Así que, como pauta de un modelo cargado de lo aplastante que a menudo puede resultar La Lógica, nos bastamos cuando no nos sobramos nosotros solitos para, poco a poco al principio, terminando por alcanzar luego velocidad de crucero, comprender por supuesto a base de constatación, la existencia de esa otra forma de corrupción por ladina más mezquina, que se esconde no tanto en el ejercicio de aquéllos que la practican, sino más bien en la lengua viperina de quienes al menos hace algún tiempo tenían atribuida la labor de contarlo.

“Una Prensa sana es garantía de una Democracia fuerte”. Si eso fue alguna vez cierto, lo mejor que podemos decir hoy es que la nuestra está para ingresar en la UCI.
Si alguien se pregunta por las causas que han redundado en el actual estado de las cosas, le diremos que, obviamente, no es que no se resume en una, de hecho ni siquiera en unas pocas, el cúmulo de cosas que perfectamente alineadas cada una con el momento histórico en el que se encontraban encuadradas, terminaban por componer cuando no por dar forma, al momento histórico al que no lo olvidemos “correspondían”.
Porque pocas son las situaciones, por no decir ninguna, que ocurren porque sí, ni por supuesto situaciones que se desarrollan atendiendo a cúmulos de circunstancias que emergen de manera aparentemente aisladas si no casuales, terminan por convertirse en protagonistas de un solo hecho digno de ser tomado en consideración. Atendiendo pues a ese estado de las cosas, muchas y diversas han debido de ser las circunstancias que han terminado por poner de manifiesto la seriedad del que en este caso interpretaremos como actual estado de las cosas. Un estado en el que la materia se confunde con la forma, un estado en el que lo contingente se erige en notorio sobre lo necesario, en definitiva un mundo en el que no se trata ya de que hayamos perdido las consideraciones morales, es que la tenencia pública de las mismas se castiga con la chanza y la bravuconería.

Asistimos así pues en muy recientes fechas a un caso concreto que, con nombres y apellidos, ambos de profunda raigambre en lo mentado, no vienen sino a poner de manifiesto lo evidente no tanto de la existencia del problema, como sí más bien de la intensidad con la que el mismo se da por todos los lugares, por inhóspitos que éstos sean, por alejados que los mismos se encuentren.
Mas en este caso una peculiaridad irrumpe revolucionando lo que en cualquier otro caso hubiera monopolizado tanto la forma como el espíritu del que podríamos haber llamado fenómeno propio de la corrupción. En este caso el sujeto que es activo del fenómeno corrupto, como el que a título pasivo se convierte en receptor del mismo, coinciden.

De esta manera, cuando un medio abandona el que no lo olvidemos ya suponía un proceder al menos en lo formal, ilícito, cual era el de deberse a una determinada Línea Editorial para; de manera además de ilícita, repugnante, dar el último paso en forma de un dramático sucumbir ante las presiones de los que hoy por hoy se erigen como los tenedores últimos de su deuda real, en otras palabras, de los que objetivamente pueden ser identificados como sus legítimos acreedores, es cuando sin el menor género de dudas podemos decir que la Democracia, al menos en la versión romántica que todos recordábamos, ha muerto.

Para los que una vez más se empecinen en jugar al disimulo, último vestigio de la más bochornosa de las excusas; les diremos que la Democracia no ha muerto de repente; tampoco podremos decirles que ha muerto de manera indolora. Su muerte ha sido, sin duda, un suplicio. Un suplicio que se ha extendido a lo largo y ancho del proceder del Género Humano de los últimos cuarenta años. Un suplicio que en las dos últimas décadas alcanzó su máximo esplendor. Un suplicio que como en todos los demás casos, comenzó en una única y primera manzana infectada que por contacto, acabó por echar a perder el cesto entero.

Y en el centro de toda la polémica, la mal llamada Línea Editorial. Como en un cáncer con metástasis, una primera célula que por mutación fallida se erige en disposición errónea, deja de cumplir la función para la que en un principio estaba concebida y, no contenta con ello, se erige en manifiesto detrimento del resto del organismo del que en buena lógica parecía proceder.

Empiezan así las copias, y por ende el mal que, lejos de corregirse, se extiende inaugurando un proceso ahora ya sí, imparable; primero por irreconocible, luego por inabordable.

Y en medio de todo esto, la perfidia de un mimetismo que nos lleva a confundir el fondo con la forma. Un mimetismo que alcanza su máximo grado de exponente cuando somos testigos del grado de identificación que hay entre la Prensa y la Política; entre los políticos y los periodistas. Un mimetismo que se erige directamente en insoportable desde el momento en el que queda definitivamente desvelada en esa nueva forma de actuar que son las tertulias, lugares en los que a base de practicar el mal llamado todo vale, malos políticos juegan a periodistas tratando de promover las formas determinadas mediante las que la sociedad ha de dirigirse a ellos; a la vez que periodistas frustrados se empecinan haciendo votos destinados a erigirse ellos en protagonistas de una noticia de la que en todo caso, de estar en un país serio, jamás se hablaría.

Sea como fuere, lo cierto es que el serial toca a su fin. El experimento, no por fallido ni por fracasado, sino más bien por excesivamente satisfactorio, ha de finalizar toda vez que de perseverar en el mismo, podría dar lugar a la triste paradoja de que unos y otros murieran de éxito en el caso de que se alcanzara la fase más severa de la enfermedad, no sin olvidarnos de los diversos estados intermedios de la misma a lo largo de los cuales, como es sabido, se van paulatinamente alcanzando estados que pasan por los conocidos de neurosis, etc.

Con todo y con ello, los dados están echados. Estando como estamos en lo que podríamos denominar estado previo a la precampaña electoral, es suficiente un ligero vistazo no tanto a los sucesos por todos conocidos, como sí más bien a las distintas maneras que de tratar los mismos son elegidas por todos y cada uno de los que verdaderamente entran en lid, para comprender hasta qué punto unos y otros se juegan mucho porque, en el colmo de la desazón, resulta difícil decir a ciencia cierta quién gana más, o quién puede incluso perderlo todo, a raíz de los diversos posicionamientos que no ya de manera no oculta cuando sí más bien de manera manifiestamente descarada, se adoptan de cara a promover o exiliar,  a unos y a otros.

Y como siempre, al final, el ciudadano como último receptor, como filtro pero… ¿Estamos verdaderamente capacitados para diferenciar lo que se nos ofrece?



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

DE QUE SEAN MANEJABLES, MEJOR QUE MANEJADOS.

Abrumados, ahora ya sí, no por el peso de la realidad, cuando sí más bien por la constatación de los métodos que aquéllos que verdaderamente están capacitados para inducirla, están dispuestos a desentrañar; todo ello en pos no tanto de conseguir sus respectivos objetivos, como sí más bien de que los demás no seamos capaces ni tan siquiera de distinguir las directrices en torno a las cuales se desarrollarán sus artificios, lo cierto es que cada vez da, sencillamente más miedo, no ya el tratar de intuir los derroteros por los que habrá de discurrir nuestro futuro, como sí más bien el aceptar los parámetros en los que se enclava nuestro presente.

Inmersos en un eterno fracaso, obligados a permanecer en un permanente estado de agitación que tiene su reflejo en el presente continuo, el “estar haciendo” se convierte en expresión del permanente dinamismo en el que el “Hombre Moderno” se halla, nunca mejor dicho, permanentemente instalado.
La sustitución de los principios, de lo que prueba evidente es ver cómo la acción sustituye al pensamiento; nos conduce a una visión de la realidad en la que en una forma de retorno al pasado, ya no se trata tanto de hacer las cosas bien, como sí de hacerlas rápido.

Lejos de cuestionar si tal o cual conducta es o no acertada, o si tan siquiera si resulta no digamos ya propicia cuando sí más bien coherente con los nuevos tiempos en los que nos hallamos implantados la presente, lejos de albergar un somero motivo de crítica, pretende, a lo sumo, erigirse en un mero instante de atención a partir del cual discutir no tanto los procedimientos, cuando sí más bien las finalidades, desde las que tamaños cambios están siendo implementados.

Dicho de otra manera, en una Sociedad como la nuestra, en la que múltiples son, sin duda, las acepciones a partir de las cuales generar una definición propicia. ¿Por qué se empecinan de repente en emplazarnos hacia la modificación de patrones que eran y son imprescindibles de cara a mantener viva cuando no indemne nuestra esencia?

Una vez más, la respuesta bien pudiera hallarse implícita en la pregunta. Me pregunto pues si de verdad resultaría excesivamente  descabellado no tanto el afirmar, a lo sumo el suponer, que estamos asistiendo a la puesta en marcha de los primeros plazos de un proceso a la sazón mucho más profundo destinado a modificar no tanto nuestros procedimientos, como sí más bien nuestros patrones de conducta y aceptación; amparándose para ello en la instauración de unos mecanismo en los que la velocidad de análisis suple las carencias de la falta de rigor de los mismos.

A partir de la asunción toda vez que la comprensión de los mismos no resulta ni tan siquiera necesaria, los parámetros hasta el momento considerados, terminan por erigirse en una suerte de muro cargado de autoridad, contra el cual se refleja con la notoriedad propia de la conciencia de lo que así ha sido siempre, la luz aparentemente procedente de las fuentes universales. Y es así que un nuevo día amanece. Un día en el que primero las tradiciones, y luego los usos y costumbres van, de manera aparentemente lenta al principio, pero feroz y desbocada al final, sucumbiendo ante el inusitado desmán que el aprecio por la instantaneidad representa.

Es pues tiempo no solo de nuevos menesteres, sino más bien, y ahí reside precisamente el drama, de nuevas interpretaciones. Interpretaciones que afectan, cómo no, a aspectos esenciales; aspectos cuya superación arroja un doble drama, primero el que procede de constatar la aparente velocidad con la que el Hombre no duda en poner de manifiesto el desprecio a si mismo en tanto que desprecia sus propias tradiciones, despreciando por ello su Cultura; segundo, un drama en este caso derivado, más bien deducido, que procede de constatar lo poco que tardamos en aceptar como propias no solo conceptos, sino incluso los procederes que les corresponden, en muchos casos en apariencia intransigentes con lo que somos, con lo que fuimos.

Se va, así pues, conformando el nuevo escenario. Un escenario en el que todo es nuevo, y por ende desconocido. Un escenario en el que el aroma a limpio sustituye al olor de las otrora rancias tradiciones, Un escenario diseñado por y para, fomentar la confusión, una confusión del todo imprescindible para lograr el objetivo final de todo el procedimiento, Un objetivo que tal y como podemos imaginar, no presagia nada bueno.

Es así como acelerados por las altas velocidades que se han suministrado al proceso; desorientados por la falta de costumbre que respecto a tales conductas tenemos, y por supuesto asustados ante la magnitud del rugido del monstruo que ahora ya sí se muestra ante nosotros en todo su ser; que comenzamos a intuir la trascendencia del momento en el que nos hallamos, o al que por ser más estrictos y justos habría que decir, nos han traído.

Un tiempo, el llamado a conformar nuestro presente, en el que un grupo ahora ya sí perfectamente identificado, parece perentoriamente destinado a configurar una nueva realidad en la que lo escandaloso no pasa ya por la comprensión de que ni una sola de nuestras costumbres (reflejo todas ellas de nuestras tradiciones y costumbres) podrán soñar con sobrevivir; más bien al contrario, todo un ingente cúmulo de nuevas formas de proceder, amparadas como es obvio en una suerte de tradiciones que en el mejor de los casos proceden de otras culturas, si no han sido abiertamente creadas ad hoc, se disponen a ser inferidas, de parecida manera a como un virus informático es implantado, consiguiendo sin duda parecidos resultados.

Es así como desde un plano social primero, que poco a poco va dando lugar a  una implementación que afecta a lo individual, todos los integrantes que nos identificamos con una determinada unidad social, en un tiempo determinado, somos presa de un proceder que por definición responde a los esquemas de algo absoluta y eminentemente pergeñado, en base a lo cual nuestros principios, morales primero y éticos también al final en realidad, saltan por los aires una vez la realidad, en sus más diversos modos y facetas ha sucumbido presa de la realidad que se esconde tras esas modas aparentes cuyos cambios, inducidos desde la aparente bondad, no han hecho sino preparar el terreno.

Interrogados en relación al indudable éxito alcanzado por tan maquiavélica acción, en la incapacidad para comprender la magnitud del mismo que demuestran sus víctimas se halla implícito la huella del mismo. No en destacar sino más bien en mimetizarse alberga el ladrón su triunfo mientras espera la caída de la noche, cuyo manto homogéneo y precursor de lo homogéneo, hará todo más fácil y sencillo. De parecida manera, la confusión se erige en respuesta, cuando no en catalizador, para entender la magnitud de la pregunta.

Resulta así pues evidente, sobre todo desde esta nueva perspectiva, que así como los tontos y los muertos se parecen entre sí en que ni los unos ni los otros son conscientes respectivamente de sus tremendas situaciones; de parecida manera han de obrar cualesquiera estructuras que deseen permanecer al abrigo de sospechas al respecto de sus verdaderas intenciones.
De esta manera, la mejor forma de conseguir que una modificación estructural, ya obedezca ésta a cánones individuales, o se amplíe a cánones sociales, pase desapercibida, requiere de la consolidación de una serie de condicionantes cuya intercesión pase por la constatación de que ni uno solo de los alterados sea consciente de semejante hecho. La manera de conseguirlo, al final no resulta en absoluto difícil, basta con que el proceso permanezca indefinidamente abierto, de manera que la consecución de los cambios nunca se consagra.

Se trata de uno de esos casos en los que el Lenguaje acude en nuestra ayuda. Para entendernos, si aplicásemos el concepto de participio perfecto a un elemento de los definidos, la condición de perfecto llevaría implícito el hecho de acabado, de modo y manera que las modificaciones pergeñadas serían accesibles tanto para el que las sufre, como para quienes pueden sentirse propensos a sufrirlas. De esta manera acabaría por suscitarse un ambiente de recelo y desconfianza, que haría plausible una suerte de revolución o cuando menos de generación de un ambiente de intolerancia hacia los planes descritos.
Por el contrario, el uso de los términos en modo imperfecto, denota la permanente condición de inacabado de un proceso que si bien puede amenazar con postergarse hasta el infinito, no es menos cierto que puede alcanzar sus metas en un momento o instante determinado en función de los parámetros que resulten de interés para el desencadenante de los mismos.

De este modo, resulta más satisfactorio, tanto para unos, como desgraciadamente para otros, vivir en un país no de domesticados, como sí más bien de domesticables. En un país de sometibles, más que de sometidos.

Al final es todo cuestión de tiempo, y de percepciones. Y la verdad es que ni el fluir de uno, ni lo que las otras revelan, dicen mucho en nuestro favor.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.