jueves, 23 de junio de 2011

EL TREN DE LOS MOMENTOS, AQUELLO QUE PASA UNA VEZ EN LA VIDA, Y CUYAS REPERCUSIONES PUEDEN DURAR VARIAS GENERACIONES.


Primero ignóralos, luego atácalos, cuando definitivamente sea tarde, mira a ver como recompones tus líneas. En torno a estos parámetros deben moverse, sin duda, los actuales designios, por no decir las pretensiones futuras, de muchos de esos que, a día de hoy, se han convertido en lo que ellos mismos se han dado en denominar clase política de este País.

El hecho, en sí mismo, bien pudiera no tener mayor importancia, si no fuera porque como todos ustedes saben, ellos mismos como tal, o en grupo, se han convertido en el tercer mayor problema al que debe hacer frente la ciudadanía cada mañana. Esto no es un hecho subjetivo, o que esté sometido a la opinión. Es una realidad conforme a lo que llevan desgranando desde hace meses algunas de las más importantes estructuras de opinión no sólo de este país, alguna de ellas incluso, o tal vez a pesar de ello, sujetas por la larga correa que el mismo Papa Estado, ha decidido crear.

Y ahí es donde reside de entrada una de las causas, si no la fundamental, que ha ayudado no ya a promover este hecho, sino que a mi entender lo ha catapultado al estrellato en el ránking de Estructuras de Poder, me refiero a la mera necesidad de que exista, definido en semejantes términos, la propia figura de Papá Estado. Y que a nadie se le ocurra, o que nadie espere, que a partir de esta línea me dedique a disertar sobre la Anarquía, o peor aún, sobre la Acracia. Quien espere eso está sencillamente equivocado. Sencillamente creo que este es un momento tan bueno como cualquier otro para cuestionar desde dentro, que es de donde han de surgir las criticas verdaderamente constructivas, algunos de los aspectos en cuya degeneración se encuentran los polvos que nos han traído a los lodos que nos rodean actualmente, los cuales amenazan ya si con colarse no por la ventana, sino por la chimenea.

Que una de las mejores definiciones de la Democracia la dio un inglés a mediados del pasado siglo, es una obviedad: La Democracia no es el mejor sistema de Gobierno a los que podemos optar. Sencillamente es el menos malo de los que nos podemos dar. Esa afirmación encierra una circunstancia maravillosa que, a base de ser dada por supuesta, ha caído en el olvido. El Gobierno es algo que el pueblo se da a si mismo. Y una de las mejores formas que tiene de hacerlo es cediendo armónicamente algunas de las condiciones que como Ser Humano tiene, en base a los criterios de un grupo de iguales que deciden aceptarlo, aunarlos, y en definitiva estructurar con ellos la unidad básica, a saber el Estado, que abogará por definición en pos del bien común.

Esta obviedad se llama Justicia basada en el bien representativo. Articula nada más, aunque hoy en día cabría decir nada menos, que la piedra angular de nuestro Sistema de Gobierno, y ha sido sin duda la primera víctima de esta escalada de violencia e impunidad que contra nuestras libertades de acción y decisión se están dando en los últimos tiempos.

La Clase Política nos insulta, a diario, nos falta al respeto. Juega con nosotros a un peligroso juego al que han jugado durante generaciones aquellos que, desde la época del Imperio Romano, hasta la Clase Victoriana, pasando en España por las peculiaridades de la cuestión militar, se basa en la puesta en práctica de un recurso tan viejo como los tiempos, a saber esconder en la vergüenza de la pregunta la postergación del desconocimiento; y hacer de la ilusión de lo obvio el justificante de los dislates. Me estoy refiriendo que nadie lo dude al hecho innegable en tanto pilar fundamental que reza algo así como que el Poder recae siempre en el ejercicio del pueblo.

Juraría que eso lo he leído en alguna parte. Seguro que si se esfuerzan un poco ustedes podrán ayudarme a la hora de recordar dónde. ¡Sí ya está¡ Efectivamente, lo pone en la Constitución. Ya saben, ese libro que al igual que las Sagradas todos tenemos en casa, y que nuevamente al igual que en el caso de la Biblia todos afirmamos haber leído, aunque en este caso, y en contraposición a lo que verdaderamente ocurre cuando lees la Biblia, sí que te sorprende de verdad el hecho de que en realidad sea menos duro y engorroso de lo que a priori pensabas.

Y aquí es donde, de manera netamente velada, e de introducir mi crítica, o debería decir mi autocrítica, en tanto que soy miembro activo de esa sociedad somnolienta en tanto que presa del autobombo, que de verdad sigue creyendo que vivir bajo los designios a veces opresivos de una Carta Magna que tiene más de treinta años, es algo que sigue mereciendo la consideración de progresista.

Todo lo demás es Aristocracia, por definición el gobierno de los mejores, y a día de hoy pocos son los que creo con justicia pueden optar a semejante consideración. Y a lo mejor es que eso es, en realidad lo que deseamos todos, en lo más profundo de nosotros. Ya sabéis, en ese lugar donde guardamos las cosas de las que no charlamos con los amigos. Esas cosas que nos llevan a renunciar a diario a una parte de nuestros derechos, si con ello nos vemos librados aunque sea sólo en una pequeña parte de nuestras obligaciones. Sin caer en romanticismos citaré a Julián MARÏAS cuando afirma que actualmente cuesta reconocer a un español. Sin duda es más sencillo hacerlo en el siglo XVI, cuando un castellano no dudaba en dejarse la vida en pos del honor de una Dama. O incluso en aquellos del Siglo XIX que aún te citaban a duelo junto a la tapia de un cementerio para lavar la consigna dolorida de aquella camarera a la que pese a no conocer, sentían como propia en la necesidad de restituir en su honor.

Hoy ni tan siquiera nos sentimos con deber de conocer el nombre de quien cada mañana nos pone el café.

Y hablando de tapias de cementerio, de duelos, y porqué no de espadas, me siento en la obligación de traer a colación el juego sucio que, algunos bandidos de la pluma se traen entre manos cuando se trata de usar esta como si de una espada o estilete se tratara. Dirigido a aquellos que firman la contraportada de algunos diarios que se escrituran la verdad, hoy en día la Razón, a su nombre; o a aquellos otros que consideran el País como algo exiguo para ellos, de ahí que hagan de El Mundo su frontera, conviene llegados a este extremo llevar a cabo una serie de apreciaciones nunca lo suficientemente consideradas.

La diferencia entre dar muerte a traición, y darla de forma honrosa mediante duelo, pasa necesariamente por el tipo de arma que se usa. A saber, el uso del estilete es más propio de la traición, mientras que la espada es sinónimo de duelo. Hilando más suave, y sin caer en el Pozo de Raúl, a saber el de las lamentaciones plañideras, otro matiz diferenciador es el que se marca cuando eligiendo sable, el duelo se detiene una vez inflingida en el rival la primera sangre. Si por el contrario vamos a espada, nada, solo la muerte puede parar la justa. Y ahí es donde se ve el valor, a la hora de apretar el acero contra el pecho del vencido. Porque como en la verdad de casi todos los hechos, el honor no se muestra en la pena de la derrota, sino que su dificultad estriba en saber canalizar las ansias de la victoria.

Por eso, llegados ya a estos extremos de sinrazón, asumamos todos las consecuencias de nuestros actos, recuperemos el tiempo perdido, aunque solo sea para exigir algunos aquello de lo que nos vimos injustamente privados; a la par que otros ven caer sobre ellos el peso de las consecuencias de sus actos, o de la omisión de estos.

La calle es y ha sido siempre el escenario perfecto. Es el altavoz de aquél al que no se le quiere oír, el escenario del pobre cuya representación de la vida no es agradable a los ojos de un público que a base de dogma, ha sucumbido a los efluvios del aparente bienestar.

Esperemos que queden asientos libres en el tren.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

No hay comentarios:

Publicar un comentario