¡Qué demonios! ¡Estamos en Agosto! Y todos sabemos (o al
menos deberíamos saberlo), qué es lo que en realidad tal hecho significa.
Es España un país de tradiciones.
Y tal y como es bien sabido, las tradiciones se alimentan por medio de la
satisfacción ordenada, o no tanto, de las costumbres.
Agosto, metáfora perfecta del desdén, que en este caso se
materializa ante nosotros arguyendo su refinada aunque no por ello menos pueril
forma de justificación merecida a base de
clamar ante la desazón vinculada a la amenaza de colapso por agotamiento. Porque
sí, en una palabra, hasta de quejase se cansa uno. ¡Qué decir tiene el hecho de comprobar el grado de abatimiento
en el que pueden hallarse algunos, esto es, lo que a lo sumo alcanzan a escuchar! Muestra cuando no del estrato
ínfimo del país, o quién sabe si coro de esa letanía otrora en torno a los
concebidos bajo el gracioso lema del “Así
los quiere Dios”.
Agosto, metáfora ímproba. O en realidad, quién puede llegar
a saberlo, si tal vez mera víctima
propiciatoria de las vicisitudes de un país que, sumido aunque nos parezca
increíble todavía en las laudas de un pasado para nada lejano; a lo más que
ansía no es ya a mejorar como sí más bien a recuperar
esa suerte de símil de desarrollismo a
la sombra de cuyo recuerdo aún siguen
recostándose en función de espera alguno de los aspirantes a aprendiz de brujo que atendiendo a los distintos
escalafones, tantos como estratos sociales, han ido creciendo constituyéndose
en la vanguardia de las tropas de élite que
en un tiempo no muy lejano habrán de
cobrarse la vanguardia de lo que acabe por resultar una vez el actual estado de esperpento en el que
hoy por hoy nos encontramos sumidos tienda a su fin, o a lo sumo colapse de motu propio.
Porque si bien es cierto que Agosto se convierte en la constatación
factual destinada a agrupar en un
hecho los pensamientos de quienes verdaderamente se creen en disposición de
amparar su miseria tras la aparente certeza de que ésta lo será menos si se reboza en las consideraciones
ilusionistas que muchas veces subyacen a pasar quince días en la playa; lo
cierto es que en lo que a mí personalmente concierne, mucho más interesantes
resultan las que podríamos llamar connotaciones
metafóricas del “hacer o dejar de hacer en Agosto”.
Así, identificar en las consecuencias que el modus operandi descrito tiene, a
estructuras vigentes cuya actual y a la sazón desde su creación aparente
función parece no pasar sino
precisamente por aportar una suerte de
aparente relajación, termina finalmente por facilitar la extensión de una
suerte de reprobación en base a la cual bien podríamos equiparar a PODEMOS,
efectivamente no ya con una forma de
Agosto, como sí más bien quizá con una de esas tormentas de verano que, formada aparentemente en un instante, por
supuesto al albor de una ingente cantidad de energía, amenaza con desatar los
siete males, en una macabra danza.
Porque larga está siendo, sin duda, la sequía. Una vez los
campos están secos, vacíos los lagos, y las grietas se han apoderado de los
suelos otrora fértiles; es sin duda cuando hay que empezar a preocuparse (¿en
serio?) del estado, del verdadero estado en el que se encuentran tanto las
personas, a la par que yo añadiría, las cosas.
Porque es, y ha sido esta sequía, distinta a todas las
demás. No hay, aunque busquemos, parangón no ya con ninguna otra sequía. Yo me atrevería a decir, sin
ánimo por supuesto de ser alarmista, que en realidad no lo hay con ningún otro
de los momentos que históricamente pudiésemos integrar dentro de los vividos por el Hombre Moderno.
Nunca antes la conjugación de elementos conocidos, tal vez
por padecidos, había dado como conclusión un fenómeno social tan aterrador, a
la postre por desconocido.
Nuestra Sociedad, cruel unas veces, indolente otras, se ha
manifestado claramente a tal efecto bajo la supuesta protección que supone el
uso de múltiples paraguas agrupados todos bajo la imagen de la consideración
probablemente más compleja que podamos llegar a imaginar, a saber la de la
indolencia vulgar y ruin, que no por supuestamente
moderna puede en realidad servir de escondite a la encarnación del más
viejo de los vicios que ésta puede padecer a saber, el de la falta de humildad.
Así, con el demonio dentro, y lo que es peor, sobradamente
cebado, el Hombre de principios del Siglo XXI se prestaba al que aparentemente
parecía no ya el enfrentamiento del siglo
(eso se lo dejamos a los duelos Real Madrid-FC Barcelona), como sí más bien
a la contienda en la que habrían de dilucidarse viejas, ancestrales y por
definición estructurales rencillas, la mayoría de las cuales están presentes
entre nosotros desde hace tantos años, que verdaderamente su presencia nos pasa
desapercibida por formar ya parte de nuestro yo más ancestral.
Habilitadas pues las huestes para el combate, los
responsables de las labores de reconocimiento
de campo presentan sus informes a los comandantes
de campo. Y si bien ni uno solo es capaz de dar una versión coherente con
los demás a la hora de definir la naturaleza del que se revela como potencial
enemigo, la toma de decisiones en pos de definir las posibles líneas de
actuación en pos de las cuales promover si no la victoria de las hordas
propias, sí al menos la derrota masiva de las del enemigo; se ve
lamentablemente frenada ante la objetiva constatación de un hecho. Aunque
parezca increíble, no tenemos ni una sola referencia de este enemigo que
potencial desde hace algunos años, constituye hoy por hoy la más real de las
amenazas.
La dulce metáfora en la que se materializa el silencio
cuando la sensación que éste comunica se vuelve más perceptible que el silencio
en sí mismo, se convierte de manera irrefutable en el ingrediente primario de
una sensación tras ancestral como remotamente desconocida. El miedo atenaza los
cuerpos de los que hasta ayer se mostraron y batieron como raudos guerreros.
¡No tenemos miedo a luchar Señor! ¡Es el miedo a lo desconocido lo que nos
detiene!
Y es entonces cuando nuestro Comandante de Campo, habilitado
no tanto por su capacidad (como la mayoría de los generales presentes no ha
presenciado, por edad, una sola batalla), interpreta como clamor en pos de su
decisión lo que no es sino el silencio de la inoperancia del resto; avalando
pues con ello su error en la falsa justificación que da la mayoría, momento y
argumento válido para ver como ésta se ve reducida a vulgar chusma.
Por segunda vez en la historia, Aníbal nos precedería en
esta forma de legendaria aunque no por ello menos ignominiosa derrota; la toma
de decisiones originales en el
transcurso de la batalla en sí misma, no podía sino traducirse en una sublime
derrota.
Así que, parafraseando
los ecos y disfrutes de la que fuera la Batalla de Zhama, la decisión de
alinear tropas de infantería ligera pertrechadas con el escudo y la espada de
la pasión, y apoyadas por detrás en el supuesto
baluarte de la Razón de Estado materializada en el saber del Pueblo, al
menos en apariencia poco pueden en realidad hacer contra una columna de
elefantes que se gobiernan amparados en la tradición y cuenta con el saber que les proporciona la fuerza bruta a
la hora de hacer valer otros atributos en el caso de que verdaderamente los
primeros resulten insuficientes.
Acudiendo pues al análisis de la historia, los flecos de la
misma dejaron para la posteridad la duda
razonable de si la batalla que decidió la II Guerra Púnica
no estuvo en realidad sino gestionada desde la podredumbre, orquestada desde la
traición.
Sea como fuere, hoy por hoy, lo único cierto es que al
amparo no tanto de la interpretación, cuando sí más bien del análisis de los
últimos acontecimientos, lo único que a estas alturas me sigue sorprendiendo, y
me expreso en tales tiempos porque no es la primera vez que lo digo, es que
nada ni nadie haya, verdaderamente, sentido al menos la tentación de agitar un poquito todo esto, aunque sea solo
por la satisfacción de ver qué sale.
Aunque parezca increíble, y lo cierto es que a mí me lo
parece, en apenas dos décadas este país ha pasado de cojos manteca que reventaban manifestaciones en Madrid sacudiendo a
todo y a todos con una muleta; a experimentos de Política organizados por
profesores de universidad que tal vez por hacer propio un talante más sosegado,
arrojan manuales de formación, en vez de adoquines.
Sea como fuere, recordad uno de esos viejos pasajes que
todos recordamos de las clases de historia de séptimo de EGB: Roma no paga a traidores.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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