Inmerso en un eterno devenir, en el que no tanto el destino
como sí más bien el periplo se erige en el encargado de aportar verosimilitud
al viaje en sí mismo, es que
encontramos al Hombre Moderno totalmente
desasistido, perdido en el más peligroso de los laberintos, aquel capaz de
pasar desapercibido hasta el punto de ser ignorado por quien en su senda
compromete no solo su futuro, comprometiendo con ello el de la Humanidad
entera.
Porque en un aquí
y por supuesto en un ahora llamados a
definir a partir de la absoluta integridad todos y cada uno de los valores
destinados a conformar el catálogo axiológico imperante toda vez que destino de
lo que habrá de ser considerado bueno, a partir de una razón más contundente
que la mera oposición a lo que tenemos por malo; lo único cierto es que el
nivel de exigencia ha de discurrir en paralelo al que se espera de un momento
como el que nos ha tocado vivir; un momento excelso por lo absoluto, necesario por lo dogmático. Un momento
en definitiva en el que los considerandos llamados a erigirse en valores, habrán de hacerlo por medio de
procederes más vinculantes que el mero proceder a título de corolario es decir,
no bastará con ser resultante de algo, por
más que ese algo sea un sesudo razonamiento, o un pausado devenir.
No en vano, la complejidad en la que parece regocijarse el Hombre Moderno, (y regocijarse parece
ser actualmente la única opción que por sí solo es capaz de llevar a cabo),
pasa inexorablemente por reconocerse a sí mismo por primera vez no como un
proceso, sino como un resultado. El Hombre
Moderno, en lo que solo puede considerarse como un inconmensurable paso
hacia la deshumanización, ha decidido que hasta
aquí ha llegado.
Pero al contrario de lo que pueda parecer, el nuevo estadio al que nos referimos, un
estadio de posición, en el que por
primera vez la sensación de saltar sin
red se hace no propensa que sí más bien manifiesta, sitúa al Hombre en un
estado hasta el momento absolutamente original, a la paz que desconocido.
Decimos original, y sin embargo hemos
de retomar el concepto de manera inmediata toda vez que si atendiendo
escrupulosamente a la acepción del término original
su sentido no se adopta del todo hasta que asumimos la consideración de generar un estado comparable al existente en
los instantes posteriores a determinado origen; lo cierto es que tales
condiciones ya sean ambientales o esenciales no son reproducibles en tanto que
tal y como ha quedado suficientemente demostrado, a nivel humano resulta del todo
imposible recrear no ya un escenario, hablamos de una persona, que no presente
alteración alguna procedente de su naturaleza
social o coyuntural.
Es precisamente a partir de tales aseveraciones, que si estos
o parecidos logros son los que se hallan en el principio que justifica la
desazón en la que nos ha sumido esta especie de permanente experimento al que parece hemos reducido el día a día de
lo llamado a ser tomado por nuestro
presente, no estaría de más que alguien pusiera ya punto final al drama, reconociendo
en el valor de lo factual que se está poniendo en riesgo, un hecho mucho más
valioso que el potencial al que en principio parece se sigue optando.
Mientras esto ocurre, el Hombre
Moderno inicia la enésima etapa de este periplo al que solo lo avanzado de
nuestro estado de desarrollo nos permite poner nombre a saber: Progreso. Un
progreso que en contra de lo que pueda parecer, no solo no es necesario o sea,
no tiene en sí mismo la causa de su naturaleza; sino que más bien al contrario
es muy frágil. Frágil porque requiere de mucho sacrificio, frágil porque como
queda puesto de manifiesto a nivel ético: requiere ser regado a diario, como si
de una delicada planta se tratase; a la par que en el terreno moral es capaz de
exigir sacrificios proporcionales: y de eso la piel de nuestro Viejo Continente puede dar múltiples muestras y
poner innumerables ejemplos.
Se impone así pues la paradoja en la más frustrante de sus
paradojas, aquella que se define en el ejemplo de comprender que no hay mayor
esclavo que el llamado a vivir en inconsciencia de la existencia de sus
cadenas; y es cuando emerge ante nosotros en su primorosa magnitud la pavorosa
realidad, la que procede de entender que el estado de abandono, soledad y
hastío llamados a componer el epítome de la definición del Hombre Moderno pasa inexorablemente por entender que la incapacidad
para comprender el tiempo llamado a serle propio procede de la paradoja por la
cual define el presente como un absoluto,
del cual se considera no ya un efecto, como sí más bien una causa.
Rota así pues definitivamente la relación entre pasado y
presente (en base a la cual el presente, incluyendo por supuesto al propio
Hombre, no puede sino concebirse como
resultado de la superposición de estratos llamados a conformar los
distinto planos que lo definen); no podemos sino abandonarnos al segundo paso
de nuestro nuevo caminar hacia el desierto, un desierto que en este caso adopta
la abrumadora forma de renuncia para con el compromiso que el Hombre tenía
perennemente firmado para con el futuro.
Pero aunque este desconocido estado de absolutismo en el que
el Hombre ha abandonado su itínere para
asumir un estatismo propio de una condición cercana a lo mítico pudiera llegar
a concebirse, esto es, a considerarse; un hecho no puede pasarnos
desapercibidos. Un hecho que pasa por constatar que el medio llamado hasta este momento a resultar natural para el
Hombre, no podrá ahora sino rebelarse como un medio netamente hostil, toda vez
que el mismo fue concebido y pergeñado para su uso y disfrute en unas
condiciones en las que la conductas prioritarias del Hombre respondían a un
canon de contingencia, no de necesidad.
Tal vez desde esta nueva perspectiva, las rupturas que el
devenir entre Hombre y Medio que cada día nos depara, no solo sean mejor
comprendidas, sino que incluso puedan llegar a considerarse como inevitables.
Así, elementos y consideraciones otrora integrantes de los
sustratos más profundos de nuestra psique,
son hoy puestos en duda con una facilidad que sin entrar en consideraciones
de más enjundia bien podrían estar llamados a poner en grave peligro elementos
conformadores de los planos más profundos
de las llamadas a ser estructuras definitorias de nuestro mundo, y tal vez por
ello de nosotros mismos.
Abandonada pues la seguridad de la certeza, es cuando la
duda, otrora síntoma de enriquecimiento pues solo a partir de ella cabe el
descubrimiento, se erige en patrón de procederes menos benignos, o en todo caso
nada satisfactorios; destinados a violentar los cánones establecidos no con el
sano propósito de superarlos, sino con la burda intención de sustituirlos por
otros que si bien no han demostrado en ningún momento estar dotados de mayor
enjundia, sí que no obstante resultan más digeribles,
proporcionando en poco tiempo a los llamados a ser sus portadores, una
posición de auténtico privilegio, que bien hará suponer las dificultades que de
las mismas habrán de devengarse cuando sea necesario desbancar a estos nuevos dioses de los espacios que ahora ocupan, y
de los que fue necesario desterrar a los que antaño ostentaban valores propios
de gobernantes, experimentados maestros,
o incluso filósofos.
Pero hoy ya nada de todo eso sirve, o mentarlo se convierte
incluso en anatema. Cuando pronunciar la verdad que procede de la comprensión
del mundo se convierte en motivo para el oprobio, lo que quede del Hombre
amante del Logos habrá de abandonar voluntariamente la
Polis. Mejor la condena pública al ostracismo, que la
vida privada en permanente idiotez.
Mas aún peor es la cesión voluntaria de todo lo aprendido,
que se traduciría en al renuncia al Logos, retrocediendo entonces en la senda
definitiva del Progreso, retornando al tiempo de los Mitos.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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