Una de las máximas
que preside cualquier estudio sociológico en relación a los motivos que llevan
al Hombre, en tanto que integrante de un determinado grupo social, a abandonar su albedrío,
para cederlo de manera aparentemente incomprensible en pos del bien común, dice, una vez superados, al menos de
momento, los condicionantes morales; que tal paso se da desde la manifiesta
convicción, entendida ésta evidentemente a posteriori, de que con ello se
facilita el de otra manera engorroso, difícil, y tal vez de haber optado por
cualquier otro método, imposible, de la toma ordenada de decisiones.
Superado el mero
criterio cuantitativo, esto es, aquél que centra su predisposición en la
simple cuestión procedimental según la cual el mero hecho de acumularse gente
en demasía en pos de la catalogación como bueno o malo de un cualquiera hecho,
dificulta cuando no imposibilita directamente la correcta toma de decisiones;
es por lo que nosotros nos hallamos francamente en condiciones de ir un poco más allá esto es, de lanzarnos a
la franca búsqueda de los verdaderos por intrínsecos,
motivos que llevan al Hombre, en tanto que individuo, a sumergir su poder
manifestado hasta entonces en la independencia, en las profundidades de la exigencia moral que representa desde el
principio la incipiente sociedad, sin que ello suponga la destrucción en
contra de lo previsible, de la independencia del individuo.
Hemos de acudir pues, y sin duda lo hacemos gustosos, al
acervo de calidades, en este caso cualitativas,
que rodean, cuando no justifican, la que supone acción de protocolo que dota
de plena vigencia nuestro quehacer hoy, y que pasa por tratar de entender las
causas razonadas que llevan al individuo a asumir como positivo, incluso o en especial
para él, la cesión de su autoridad ética, real en tanto que sometida a su único
arbitrio, en pos del bien común, algo
por definición matizable, toda vez que sujeto a la moral del grupo.
Valorado el volumen de la pérdida, hemos de entender si no
de interpretar el volumen de la concesión aunque, ya de entrada resulte casi
imposible para la mente humana llegar a discernir la existencia de algo que
pueda sustituir por su valor a aquél que se dispone de lo que no es sino el
comportamiento basado en la absoluta libertad del individuo.
Dado que resulta sumamente difícil, cuando no abiertamente
imposible, llegar a interpretar la existencia de algo material cuya realidad
finita pueda tan siquiera igualar el valor de lo descrito, es por lo que
indefectiblemente hemos de confeccionar una nueva búsqueda centrada en este
caso en campos más ambiguos por no decir del todo abstracto.
Buscamos pues, una
Idea.
Son las Ideas, “en
tanto que tal”, un
aspecto ligado al proceder evolutivo del Ser Humano. Por ello tienen su correcta ubicación cronológica, atendiendo
en el caso que nos ocupa no al mero paso del tiempo, sino más bien al grado de
afectación que para El Hombre como realidad evolutiva, tienen tales
acontecimientos.
Así, en el caso que nos trae aquí hoy, ubicamos nuestro momento culmen en el entorno de hace
unos ocho mil años, justo en el momento en el que tiene lugar la aparición de
las primeras ciudades propiamente dichas, momento en el que surge la primera
necesidad propiamente dicha, de proceder de manera ordenada con la conformación del primer modelo absolutamente
jerarquizado.
Surgen las aglomeraciones
urbanas, y con ellas la primera verdadera necesidad de organización. Nacen
los primeros Caciques, que ascienden
a reyezuelos toda vez que
precisamente en pos de justificar su existencia (primer debate sobre la
diferencia entre autoridad y poder), adquieren
funciones de control de los mitos, y de la incipiente
religión después, cuando se les atribuye la condición que ellos no dudan en
aceptar, de controlar los protocolos ligados al control de las actividades
asociadas al enterramiento de cadáveres.
Es así como autoridad
y poder, términos a priori antitéticos toda vez que la autoridad es un
resultado actitudinal de marcado componente ético, asociado al carisma que el
individuo en cuestión atesora de manera netamente actitudinal; mientras que el
poder es en realidad la resultante de un sumatorio fundamentado en la cesión de
poderes que una serie de individuos pertenecientes a una comunidad llevan a
cabo, en pos de uno de ellos, que adquiere así un mandato de marcado carácter
moral, al serle tal poder sencillamente
atribuido esto es, nada tiene que hacerlo evidente a priori, reduciendo
entonces el poder a una concesión, por ello a una actitud no ligada a condición
previa innata alguna (moral).
Atendiendo a cánones
“más modernos”, El Gran Pueblo de Roma comenzó su organización bajo el
formato más sencillo que el modelo de organización postulado preconiza. Se
trata del sempiterno uno manda, y los
demás obedecen. La cuestión capital pasa
inexorablemente por los motivos que han de llevar al mandado a aceptar como
propios los motivos que justifican lo mandado, cuando no a asumir lo
propiamente mandado.
Bajo tales auspicios, un Rey, Monarca para más empaque,
consolida su poder mediante la imposición efectiva de su voluntad a un grupo
que no las acepta en tanto que tal, sino
que lo hace verdaderamente porque atribuyen la certeza de las mismas al mero
hecho de su procedencia, en este caso la propia voluntad regia.
A partir de ahí, el protocolo de circunstancias que llevan a
aceptas, cuando no a consolidar el modelo de mando, evoluciona inexorablemente
adecuando su evolución al ritmo que adopta el modelo observado.
La primera concesión, basada en criterios un tanto
románticos, evoluciona luego hacia otros más evidentes en tanto que apoyan su
criterio en el brillo de la
espada. Pero la espada muestra su condición de mortales tanto
a reyes como a plebeyos, de ahí que pronto resulte imprescindible erigir en
torno al elegido, una barrera imperturbable basada no en el miedo, sino en la
convicción infinita, la que procede de aceptar la franca y directa relación que
existe entre el dirigente, y el Dios o Dioses que conformen la iconografía del respectivo Pueblo.
Relación que, como es obvio, habrá sin duda existido desde siempre, apareciendo con ello el otro gran aspecto
inexorablemente ligado a tal concepción de poder, el de la eternidad.
Pero tal modelo fracasa, haciéndose imprescindible el
retorno al reforzamiento del poder por medios
explícitos, conformando con ello los elementos que de una u otra manera
perseveran hasta el Renacimiento.
De ahí a la Revolución Francesa , y a la incipiente Democracia.
El otro momento capital,
por que ¿cómo demonios encajamos “El poder unipersonal”, con la fuerza
esencialmente gregaria de la identificación de éste con el “Demos”.
Es así que llegamos implícitamente al final de nuestro
recorrido de hoy. Aquél que ha
perseguido la confección de una descripción comprensible del protocolo seguido
por la idea de monarquía a lo largo de la
Historia, y que tiembla ahora de cara a hacerlo comprensible dentro de los
condicionantes actuales porque ¿cómo hacer creíble, sin caer en el absurdo, que
el haber nacido en tal o cual familia capacita de verdad a la hora de hacer más
creíble la voluntad de un miembro de la sociedad en cuestión?
Nos vemos pues obligados a editar de nuevo la escala de valores que regía a la hora de
hacer comprensibles los motivos que han llevado a acreditar el don monárquico a
lo largo de la Historia.
Transitamos así del mero poder al miedo a las armas, pasando
luego al poder sacro, volviendo después al del contrafuerte militar.
Y todo ello nos lleva a un aquí, y a un ahora. En ellos, la
única justificación que pueden esgrimir no ya los propios adeptos al modelo monárquicos, sino los propios agentes causales,
es la aparente condición de ejemplaridad
que supuestamente rige sus conductas y describe pues sus vidas.
En consecuencia, cuando semejante modelo resulta desbordado
en lo concerniente a sus consideraciones estrictamente morales. Cuando los
valores aparentemente exclusivos de cara a justificar la exclusividad del selecto grupo que los atesora,
condicionándolos exclusivamente para ejercer aquello para lo que están
catalogado, mandar; salta por los aires al ver cómo el sueño en el que
vivíamos se hace pedazos cuando comprobamos como plebe que aquéllos que tenían sangre azul sufren y adolecen de
los mismos vicios que nosotros, es cuando comprendemos que hemos sido,
nuevamente, engañados.
Y es llegado ese momento, una vez flanqueada la última
puerta, que incluso para los más firmes defensores de la monarquía, hoy va a
ser muy difícil demostrarse a sí mismos la otrora evidente realidad de la necesidad de la existencia de una
institución como la monarquía.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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