Decía Arthur C. CLARKE que salimos a poco más o menos
treinta fantasmas por cada Hombre que, en la actualidad, tiene a bien poblar la
Tierra.
Si logramos no ser excesivamente desafortunados en nuestros
cálculos, obtendremos, en pos de la diligencia de la verosimilitud, la tremenda
cifra de algunos cien mil millones de almas
que bien pueden haberse hallado en alguna ocasión reposando sobre la faz de
aquello que, hoy por hoy nosotros compartimos.
Siguiendo con tales condicionantes, o quién sabe si en fase
de ampliar nuestras miras, lo cierto es que hasta esos mismos cien mil millones
se eleva la cifra de estrellas que conforman nuestra Vía Láctea. Añadan a continuación un número mínimo de las
mismas que puedan conformar espacios y tiempos acuciantes para lo que tenemos a
bien definir bajo el ambiguo término de circunstancias
viables para la vida, y sin duda acabaremos llegando, más pronto que tarde,
a curiosas a la par que interesantes conclusiones.
Cien mil millones de almas,
agrupadas todas ellas bajo el paraguas que respectivamente les
proporcionaran los respectivos modelos sociales bajo los que tuvieran a bien
aglutinarse. En todo caso infinidad de modelos, pensamientos, estructuras y
realidades, encargadas cada una de ellas a su vez de dar respuesta a las
múltiples incidencias que la Historia tuviera a bien poner delante de los
mismos, conformando con ello un cúmulo de ecuaciones cuya solución aparecería,
indefectiblemente ligada al contexto propio de cada una de esas realidades
sociales.
Redirigidos ya nuestros acuciantes pensamientos a la por
otro lado densa realidad que se nos regala, lo cierto es que parece
indiscriminado, casi soez, retrotraerse en el espacio y el tiempo en busca de
complicaciones. Es en realidad casi un ejercicio perverso una vez comprobado el
estado en el que se encuentra el
escenario que conforma nuestra realidad cotidiana.
A título de explicación, cuando no casi de disculpa
consentida, habemos de acudir una vez más a la hemeroteca. En
ella, tras un rato de búsqueda, acortada bien es cierto ante la ventaja que
proporciona el saber lo que buscamos, encontramos una vieja cita según la cual “(…) así cuando uno es objeto de engaño una
vez, puede acudir a la
protesta. Cuando uno es objeto de estafa por segunda vez,
quizá tenga derecho de amparo en la habilidad de aquél que le engaña. Mas
cuando uno es objeto de estafa por tercera vez, quizá haya de ser consciente de
la existencia de una mínima posibilidad que le haga partícipe, si no
responsable, de la naturaleza del engaño.”
Si en más de cien mil millones de almas hemos cifrado el
número de realidades con sentido humano que han poblado la faz de la Tierra,
sin duda un número mucho mayor ha de ser el de ideas que se han suscitado en
pos de determinar tanto nuevas formas de gobierno, como maneras de resolver los
problemas con los que las antiguas formas de gobierno se enfrentaban.
Ideas, teorías, pensamientos pues todos ellos encaminados a
visualizar, cuando no abiertamente a crear y en contadas ocasiones a
consolidar, estructuras de pensamiento
que por su buen hacer, o por su adecuación a la realidad vigente en cada caso,
lograban materializarse en el más amplio sentido de la palabra, consolidando
con ello “realidades” estructurales en torno de las cuales “acababan por
pender” la práctica totalidad de los elementos sociales existentes, y en muchos
casos aún pendientes de existir.
Mas el desarrollo e incluso la consolidación de estas en
muchos casos ingentes realidades, topaban siempre con la realidad mortecina que
consistía en nacer muertas, al llevar implícitas en su génesis la certeza de su
absoluta destrucción la cual, inexorablemente habría de ocurrir en una mera
cuando no sencilla cuestión de tiempo. No en vano el propio nacimiento de cada
una de ellas, contaba en su acervo primigenio con la constatable condición de
ser en sí mismas el resultado de la destrucción de la realidad que había
existido previamente.
Es así que cualquier atisbo de absolutismo, vinculado a la
consideración de la más mínima cuestión dogmática, que existe en forma de búsqueda de un sueño de pervivencia o
infinito, queda así definitivamente descartado. El estudio pragmático nos
lleva, unívocamente, a la constatación de la desaparición palmaria de cuantos llegaron
a elucubrar alguna vez con el máximo sueño, el de la pervivencia.
Alejandro Magno, Aníbal, Escipión y muchos otros, así pueden
constatarlo.
Una mera constatación de la realidad nos lleva a comprobar
cómo, la simple y sencilla revisión de los acontecimientos, nos obliga, no
obstante, a considerar con mucho cuidado el atisbo de excusa que hasta el
momento parece subyacer a mis palabras.
Una de las circunstancias históricas que más me place a la
hora de constatar hechos como los que hoy trato de dilucidar, se da en Toledo,
en torno al año 589. Más allá de ser en aquél III Concilio de Toledo donde el Reino Visigodo abandona las tesis
Cristianas auque arrianistas, para
pasar a abrazar las doctrinas cristianas,
todo ello bajo los auspicios de Recaredo,
lo cierto es que, a pesar de la transcendencia del hecho, aquello que más me
llama la atención es el poder comprobar cómo, curiosamente, Arrio nunca pudo presumir
conscientemente de tener la provincia de
Hispania entre aquéllas que le profesaban dado que, en el espacio de tiempo
que unió los hecho descritos como el proceso que va de la salida del mensajero
de Roma portador de la noticia del triunfo del arrianismo, hasta el reingreso de la noticia en Roma tras haber
pasado por Hispania transcurrió tanto tiempo que no es que Arrio hubiera
muerto, como realmente había ocurrido. Es que el propio arrianismo había caído en consideración de herejía.
Salvando lo obvio de las circunstancias, y aunque las mismas
no se solapen sino en lo propio del tiempo y del espacio, lo cierto es que las
evidentes conclusiones que inexorablemente han de extraerse pasan por lo
irrenunciable de tener que aceptar que las diferencias obvias que surgen de la
extrapolación de circunstancias cuando no de realidades tan diferentes en el tiempo;
habrían de pasar por algo más que por el mero hecho de la constatación del
libre transitar del tiempo para, por otro lado, alcanzar de plano aspectos más
complejos, y por ello antropológicamente más satisfactorios por poder ser éstos
atribuidos a la evolución.
Así que una vez que hemos desvinculado del mero tránsito de las informaciones el
grado y la importancia de las conclusiones que de manera más o menos inherente
pueden ir ligadas a ellas, lo cierto es que nos vemos en la obligación de
acudir a circunstancias mucho más magníficas
a la hora de concluir los efectos y resultados de las mismas.
Es así que de nuevo hemos de acudir a elementos mucho más
representativos, a la hora de tratar de formarnos una opinión en relación a los
múltiples elementos que, por bien o por mal han venido a conformar nuestra
realidad. Una realidad sobre la que por otro lado aún queda esperanza de forjar
un atisbo de coherencia si de nuevo, y pese al velo que todo lo cubre, somos
capaces de dejar paso al rayo de claridad que la coherencia suele llevar
aparejada.
Se trataría así en definitiva de hacer definitivamente
comprensibles aspectos tales como los destinados a someter a consideración la
posibilidad de comprender que la existencia de realidades espacio-temporales,
no constituye en sí mismo un motivo válido a la hora de aportar a las
realidades consideración limitativa, en esos mismos considerandos espaciales y
temporales.
La comprensión de la realidad pasaría de forma inexorable
por comprender así mismo que el desarrollo
evolutivo de la realidad que llamamos sociedad, y de la que todos formamos
parte, pasa ya inexcusablemente por comprender que el mero desarrollo de los
individuos que la conforman ha conferido un nuevo marco a la realidad. Un nuevo
marco que inexorablemente lleva aparejada la necesidad de modificar los
parámetros existenciales, antes de que los mismos se conviertan por sí mismos
en verdaderos yugos propensos a la
opresión.
La comprensión de tales aspectos, cuando no al menos la
puesta en plena vigencia de los parámetros que confieran actualidad al debate,
conforman por sí solos una realidad lo suficientemente acuciante como para
conferir por sí mismos un interés al orden de las realidades por otro lado más
preocupantes que interesantes, que vienen de manera más o menos interesada, a
enlodazar el espectro en el que se desarrolla la francamente viciada vida
política actual.
De dar una respuesta equívoca a este debate, cuando no de no
dar ni tan siquiera respuesta, bien puede depender el hecho de que dentro de unos
pocos años, no ya no sea necesario remitir mensajeros, sencillamente porque
realmente no quede lugar civilizado al cual dirigirlos.
Entonces, los cien mil millones de fantasmas, bien podrán
exigirnos responsabilidades.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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