Nunca antes el hombre, en su condición de ser histórico por antonomasia, había
tenido certeza tan plena, a la par que tan concreta, del inminente colapso de todo aquello que en definitiva le es
propio.
Resulta paradójico, abandonando en cualquier caso el menor
asomo de caer en la tentación que nos ofrecen los tópicos, comprobar cómo en el
tiempo que nos es propio, resulta precisamente la tenencia generalizada de
saber, lo que precisamente nos arroja con más fuerza hacia las controvertidas
llamas que se desprenden de las nuevas
hogueras, traducción directa de la Nueva Inquisición que ha surgido, macilenta y pese a todo potente, al albor de
nuevas deidades y mitos, propensas no a los viejos conocimientos, sino a los
nuevos deseos de deidades protectoras.
Vertemos así nuestra sinrazón en una suerte de desquiciada
búsqueda, en la que los excesos
generalizados que conviven como denominador común de nuestra sociedad, se
muestran cada día de forma más inequívoca como verdaderos catalizadores, cuando
no abiertamente como verdaderos causantes, de nuestro más profundo desasosiego,
cuando no de nuestras más temibles desgracias.
Se conforma así el Hombre
Terrible, sobre el que ya KANT y DESCARTES teorizaron, y del que nuestro
presente da muestras palpables a diario.
Se trata de un Hombre vacío precisamente por abotargamiento,
un Hombre sordo, precisamente por su incapacidad para discernir, entre la
absoluta cacofonía del exceso, el más
mínimo atisbo de sonido hermoso, dentro de la Sinfonía de la Vida que al menos antaño llegó a ser la Vida.
La cólera y la ira descentran su otrora enorme pensamiento, forjando a base de frustración y
renuncia el futuro de aquél que antaño apuntaba como la eclosión del proceso
evolutivo que sin duda había nacido con La
Ilustración.
La sensación de fracaso, por descomunal y sintomática, se
adueña, poco a poco, quién sabe si a modo de último canto de responsabilidad, de todos y cada uno de los
rincones y fibras que componen los últimos retazos de este Hombre fracasado que, en un atisbo de la peor de las condenas
antropológicas que somos capaces de reconocer, o quién sabe si de imaginar; ha
de pasear su miseria por el tiempo y por el espacio.
Como fracaso de La
Ilustración, como quiebra del Humanismo, El Hombre ha de hacer del
desasosiego que le produce vivir, el último aliento que le mantiene unido a la
obligación de tantear a la Vida.
Ésta es, que no otra, la verdadera constatación de la crisis. Una
constatación que va inherentemente ligada a la certeza de que tanto la
duración, como la intensidad de la misma, no habrá de medirse en términos de
Sociología, ni tendrá consecuencias estrictamente asociadas a la Economía. Más bien
habrá de medirse en términos de Antropología, y será constatable en forma de
cifras propias a la Astronomía.
No somos pues, la Generación
de la Crisis. Somos más bien la Generación del Colapso. Un colapso que,
parecido en su génesis así como en su evolución a tantos otros de los que sin
duda nos han precedido; se diferencia no en vano de todos ellos en el hecho de
que cuantos formamos parte del mismo tenemos plena consciencia de tal hecho.
Siempre que la responsabilidad, y la capacidad para dominar nuestro miedo nos
lo permitan.
Somos pues, la Generación Perdida por excelencia. Nuestros logros,
representados de manera brillante en aquella teoría de los JASP (Jóvenes,
aunque sobradamente preparados) ¿se acuerdan? Se erigen a la postre como la
constatación definitiva de nuestra condena ya que ¿pueden aquéllos que
sustentan el Sistema encajar nuestra llegada sin que de tal hecho se derive un
peligro tan real como inminente?
La Generación del
JASP. ¿En qué se diferenciaba de cualquier otra? Pues precisamente en el
hecho inquebrantable de que la posesión del excelso conocimiento la convertía en
la más peligrosa, precisamente no por ser indemne al miedo, sino peor aún, por
tener en el conocimiento, y en los medios para postergar su dominio, la
herramienta perfecta para mantener a los lobos alejados del redil, aún en las
noches más obscuras.
Pero los lobos son muchos, son poderosos y lo que es peor,
están sobradamente motivados, satisfaciendo con ansia aquéllos resquicios que
en relación a cuestiones menores tales como el conocimiento, o la propia moral,
podían quedar no obstante más descarnadas.
Comienza así pues, la enésima destrucción del sistema. La
enésima constatación plausible de que el sistema funciona, en realidad
alimentado por la energía que le proporciona la dialéctica. Una
energía que produce calor a base de alimentar el enésimo y sin duda no último gran incendio.
Pero en este caso la situación no es tan simple. No solo
eso, sino que además ha ganado violentamente en intensidad. El Hombre se ha
hecho cada vez más complejo. Una complejidad directamente proporcional a la
fuerza con la que éste se aferra a sus pensamientos. Una fuerza que se traduce
realmente en base al arraigo que tales pensamientos tienen en la génesis del
propio Hombre.
Hemos sustituido así pues el problema que antaño ubicábamos
en torno al Génesis, por otro de
índole mucho más privado, que pasa por la comprensión de la Genealogía de la Moral. Hemos superado con ello la tentación religiosa, para
abrazar con denuedo la tesis de la Filosofía.
Pero siempre sin perder de vista el que conforma el denominador común de las tesis humanas. No
tanto la necesidad de respuestas, como sí la continua necesidad de preguntas.
Hemos pasado así a ser vulgares
conocedores, en tanto que el denodado
empuje científico ha envilecido al Hombre privándole de aportaciones más netas, a saber emotivas o conceptuales.
Se impone con ello el Modelo
de Hombre FRANKENSTEIN. Un Hombre forjado a partir de la unión aparatosa de
multitud de componentes carentes a pesar de todo de la menor consistencia, por
medio además de costuras vulgares que no hacen sino acentuar la sensación de
incoherencia.
Un Hombre desposeído de humanidad, en tanto que antítesis de
sí mismo, al ser del todo incapaz de descubrir en sí mismo un solo nexo común
que le lleve a ver en los demás un solo vestigio a partir del cual, reconocerse
a sí mismo.
Surge así la génesis del que a la sazón conforma el peor de
los miedos, aquél que sabemos que será el último, toda vez que poseemos la
certeza de que será el último, sin duda porque será él mismo el inequívoco
camino que recorreremos raudos hasta nuestro fin. El miedo de no ser capaces de
reconocernos a nosotros mismos, por no quedar ni rastro de humanidad.
Superada así la moral, abandonamos pues el camino de la Genealogía, para buscar en las cada vez
más tenebrosas aguas de la Epistemología.
Una Epistemología que nos enfrenta en este caso, con
nuestros enemigos más tenaces. Los que por otro lado más cerca están de lograr
su objetivo, que no es otro que lograr nuestra perdición, seguramente porque
son dueños de nuestros secretos más profundos, sencillamente porque son obra y
creación de nuestra propia creencia, hechos en consecuencia a nuestra imagen y semejanza.
He ahí pues, el lugar exacto donde habemos de iniciar la
búsqueda de las no obstante tan solo potenciales soluciones. El lugar donde
radica la verdadera fuerza del terremoto que amenaza con destruir todos y cada
uno de los elementos que conforman nuestra por otro lado aparente unidad.
El Todo como resultado
es siempre mayor que el simple resultado de la suma de las partes por separado.
Ahí redunda pues el
sentido de la calidad del ataque del que estamos siendo objeto. Un ataque
forjado a partir del ataque analítico esto
es, forjado en la búsqueda de la destrucción de cada uno de los elementos por
separado.
Habremos así pues, tal vez, de volver sobre nuestros pasos, y buscar en la génesis del propio
monstruo de Frankenstein, en la genealogía del XIX, los elementos desde los
cuales recomponer una defensa contra el actual periodo de tribulaciones que nos
ha tocado vivir.
Unas tribulaciones que, como en el caso del monstruo, persiguen
la desaparición de todo aquello que nos hace humanos, sustituyendo en el
interior de cada uno de nosotros las partes que nos humanizan, logrando con ello la más eficaz de las alienaciones,
aquélla en la que la borrachera de
libertad en la que aparentemente vive el sujeto, le impide diagnosticar el
grado de esclavitud que en realidad hace presa permanente sobre él y sobre su
vida.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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